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"Kintsugi", novela de María José Navia:
cómo hundirse en las heridas de una familia rota y volver a empezar

Por Andrés Gabrielli
Publicado en diario UNO, Argentina, 28 de mayo de 2023



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María José Navia es escritora y docente chilena, destacada en cuento, novela y relato infantil. Es considerada como
una referente de la nueva literatura trasnadina.


María José Navia es una de las calificadas representantes de la nueva literatura chilena. Cuenta ya con una importante obra, acreedora de diversas distinciones, en géneros como el cuento -su preferido-, la novela y el relato infantil.

Sin embargo, su acceso al público argentino es muy reciente. Gracias a la editorial Concreto pudimos familiarizarnos con uno de sus títulos más interesantes, Kintsugi, palabra japonesa que alude a una técnica que consiste en convertir un objeto roto en una nueva pieza de carácter artístico gracias a un pegamento dorado.

El artefacto quebrado que elige Navia para aplicar su método es una típica familia de su país, vista a través de tres generaciones mediante once capítulos que podrían funcionar como relatos autosuficientes, como cuentos independientes al servicio de la trama general.

Se trata de padres y madres rotos, de hijos y nietos sacudidos por las vueltas de la vida, con especial acento en las mujeres, una de las cuales, Sofía, que arranca desde un hogar con padre abandónico, pasa por experiencias en la selva ecuatoriana y EEUU (al igual que la autora) y deriva un problemático rol de tía.

Abundan, también, las tías en esta historia.

Desde Santiago de Chile, su ciudad recuperada, esta profesora en la Facultad de Letras de la Universidad Católica, dialoga con el programa La Conversación de Radio Nihuil.

—Hola, María José. Nos ha llegado tu novela Kintsugi gracias a la editorial Concreto, pero, siendo muy jovencita, tenés varios títulos en tu haber.
Sí, sí. Ya he publicado siete libros. En Argentina salió en marzo Una música futura por la editorial Marciana, en abril Kintsugi por Concreto y creo que en agosto o septiembre sale Todo lo que aprendimos de las películas, que es mi último libro, a través de Páginas de Espuma.

—Este reciente trabajo ha tenido una muy buena repercusión, según hemos leído.
Sí. Además, el año pasado, estuvo entre los cinco finalistas del Premio Internacional Ribera del Duero, que es una distinción muy importante que se da a los libros de cuentos. Así que había mucha expectativa en Chile y en España también despertó curiosidad. Le ha ido bastante bien.

—Tu novela podría considerarse como una serie de cuentos relacionados o concatenados, que, si bien responden a una trama general, también podrían leerse en forma independiente, ¿no?
De hecho, no me propuse escribir una novela, sino que escribí ese primer cuento o capítulo, que se llama “Rebajas”.

—¿Cómo siguió la cosa a partir de ahí?
Después de escribirlo, me pasó, como escritora, que quise seguir sabiendo de mis personajes. En general, cuando escribo un cuento, escribo justo lo que quiero contar: los años, los motivos, los momentos y lo cierro y me olvido. Pero con este me pasó que quería seguir sabiendo de estos niños cuando crecen, de sus padres, hacia su pasado. Así fui escribiendo los cuentos un poco en el orden que me generó mi curiosidad hasta que se fue armando esta constelación mayor.

—¿Los cuentos o capítulos funcionan con autonomía?
Yo creo que la gran mayoría de los cuentos funcionan 100% de manera independiente. Hay un par que son más bisagra y que tal vez necesitan un poco del contexto de los demás.

—En el programa anterior entrevistamos a Daniel Guebel y nos reconoció que, a diferencia de otros novelistas que trazan planes minuciosos para sus libros, él arranca y va como improvisando a medida que avanza. Da la impresión de que tu caso es parecido.
Es una mezcla porque, efectivamente, al principio no tengo ningún plan y, como te decía, escribí ese primer relato; tuve ganas de saber qué pasaba con ese hijo mayor y escribí el segundo; y así fui avanzando. Pero, una vez que ya tengo el manuscrito completo de ese o de cualquiera de mis libros, ya empiezo a trabajar bastante obsesivamente las conexiones. Me pongo a leer libros que me parezca que hacen lo que yo quiero hacer.

—Esa es la fase más arquitectónica.
O sea, me gusta estudiar la pirueta que quiero hacer con mis libros, entonces busco otras colecciones de cuentos conectados o de novelas para aprender a hacerlo de la mejor manera posible. Entonces ahí tengo la parte más estudiosa, minuciosa, maquiavélica, planificada. Pero, antes, sí. Se trata solo de seguir la curiosidad y el interés.

—La trama de Kintsugi tiene un componente femenino dominante, que incluye tres generaciones, hay un arco que va desde los abuelos a los nietos. ¿Cuál de esas tantas mujeres que hay en la novela serías vos, cuál es la que más se te parece?
Sofía.

—Caramba…
Te digo eso porque me estás haciendo la pregunta. No es 100% mi guía para nada, pero es donde yo más me reconozco. Mi cuento o capítulo favorito del libro se llama “Hojas”. Es cuando Sofía va a la selva en el Ecuador. Hay varias cosas de mí que están un poco en esa cabecita. Especialmente en el eje tía-sobrina.

—¿Por qué el eje tía-sobrina?
Es lo que más me importaba resaltar y por eso los capítulos donde aparecen las tías y las sobrinas como protagonistas están narrados en primera persona por Sofía, Marcela y Ema. Hay más pedacitos míos en ellas. Pero también hay cosas mías en Tomás, que es el personaje lector de esta familia. ¡Pero son todos!

—Sofía, está claro, es un personaje muy desarrollado. Pero Marcela, su tía, justamente, inicia, como narradora, el libro y luego desaparece. No la vemos nunca más.
Yo lo que hago con mi obra en general es que voy sacando personajes y después los recupero en libros posteriores. Entonces, para mí, Marcela no ha desaparecido de mi vida. Siempre puede volver en otra cosa. Es como decirle hasta luego y no adiós.

—En el mentado capítulo “Hojas” hay un momento en que Sofía reflexiona sobre su formación sexual, sobre cómo ella y sus amigas habían sido educadas en el terror. Y se lee: “Todas adiestradas para ver en los hombres unos depredadores que solo querían usarlas. No, nadie les había enseñado a lidiar con el deseo. Ni con el propio, ni con el que los demás sentían por ellas”. Como que el deseo, digamos, pertenece a los hombres, no a las mujeres.
Sí, me interesaba reafirmar eso porque yo estudié en un colegio que era solo de mujeres. Y, sobre todo, en ese tipo de espacios también está ese tema. Claro, cuando se habla de sexo siempre es en relación al cuidado, al protegerse, al no quedar embarazadas; al consentimiento, también, por supuesto.

—Un espacio cerrado por todos lados.
¿Pero qué pasa con el gozo, con el deseo, con el vivirlo de una manera plena? En el caso de Sofía el deseo siempre está muy cercado por el miedo. Y, bueno, es parte también del problema de este personaje. Pero me interesaba instalarlo ahí, como decíamos, en cuanto a la importancia del deseo, la importancia del goce y no solo preocuparse de que no haya abuso, de que no haya violencia. O sea, más allá del cuidado, también el disfrute.

—Para entender el carácter general de tu novela, ¿qué representa la palabra japonesa kintsugi?
Es una técnica de restauración japonesa. Una filosofía. Por ejemplo, si a uno se le cae un plato, se le cae una vasija de cerámica, se trata de pegar el objeto con un pegamento invisible para hacer parecer como que no pasó nada. Aquí es al revés. Lo que hace el kintsugi es remarcar esas grietas con un pegamento dorado, que tiene polvito de oro.

—¿Y a qué apunta esa técnica?
Es un poco entender que las heridas, que las grietas, que las fracturas son parte de la belleza de un objeto, no algo que ocultar o disimular. Entonces, en mi novela, me servía para hablar tanto de la forma como del contenido.

—¿De qué manera funciona esto?
Por una parte, la forma del libro, que es una novela contada en pedazos, en cuentos. Para mí este pegamento dorado es la lectura que cada lector o lectora hace. Por otra parte, tenemos esta familia rota, esta familia en pedazos y personajes rotos en sí mismo también. Y nos vamos a meter en esas grietas.

—¿Meterse de qué manera en esa hondura?
Como dice el comentario que hace Adriana Riva en la parte de atrás del libro: chapotear en esas grietas, fijarnos en esos errores, en estas heridas; mirarlos, en vez de ocultarlos debajo de la alfombra como a veces se hace.

—Bien, pero el kintsugi agarra un objeto roto y lo rearma, creando un nuevo objeto de arte. En cambio, tu familia está agrietada, pero no parece que se vaya recomponiendo a medida que avanza el libro. Al contrario, el final contagia cierta desazón. Como que todo termina más roto todavía.
Entiendo esa lectura. Mucha gente la hace. Pero, si bien mi lectura no es la que le tiene que valer a todo el mundo, para mí ese final, sin hacer demasiado spoiler, es una oportunidad también para empezar de cero. Hay una cosa muy brutal en esa última historia. Pero esa posibilidad de que te limpien, esa situación que le pasa a Ema, hace que, finalmente, ella deje de estar con una persona que era tóxica en su vida, que se vea forzada a tomar ciertas decisiones y que ahora pueda hacer lo que quiera con su vida.

—Enfrentando, eso sí, una instancia muy crítica…
Da mucho miedo y también es una gran libertad. Entonces, para mí, era eso: como la hoja en blanco, la hoja limpia y a ver qué hace ella con su vida. O sea, para mí había una ventanita de posibilidad y de esperanza en ese final.

—Una ventanita…
Muy pequeñita, yo lo entiendo. Sé que es un final bastante triste porque además viene con otra cosa que me interesaba mostrar en el libro, que es la presencia de la tecnología en los aspectos, en las situaciones familiares, en las relaciones personales.

—¿A cuál aspecto tecnológico te referís, puntualmente?
Partimos con ese teléfono en el que llegan las llamadas del innombrable, etcétera, hasta que la tecnología un poco se come a la pareja, en ese reality show del último capítulo.

—Ahora bien, tanto el innombrable, como José el padre ausente, el profesor Carlos, el marido de Ema, etcétera, todos los hombres son medio tóxicos o están algo perdidos en tu relato, como Tomás.
Sí (ríe). Aunque el único personaje luminoso de esta familia es Eduardo.

—Sí, el médico.
Es una lucecita dentro de una serie de relaciones donde los personajes masculinos no se portan muy bien, en esta familia en particular.

—En el tercer capítulo que, se llama “Clean”, Luisa, una chica docente, tiene como ocupación extra hacer limpieza semidesnuda o desnuda ante la cámara y le pagan desde otros lugares del mundo por verla en acción. ¿Existe ese tipo de aplicaciones o fue un invento tuyo?
Yo sé que existen estas chicas llamadas cam girls, que ocupan su computador, se filman y personas de otros lugares del mundo pueden mirarlas hacer cosas y pagar. No sé específicamente en cuanto a hacer la limpieza sin ropa. Esa parte la inventé. Aunque no me extrañaría que existan en alguna parte. Pero me interesaba esa historia. Además, le da un tono distinto al libro. Es el único cuento sobre un personaje satélite de esta familia.

—Otro capítulo muy significativo es el 8, “En caso de emergencia”, donde se expone toda la idiosincrasia chilena, empezando por el lenguaje. Ahí se habla de la “polola”, del “Viejito Pascuero”, de la “guata” o se interroga con el “¿te tinca?”. ¿Fue adrede o te salió espontáneamente así?
Me salió así. Ahí está la parte más intuitiva. Yo uso el lenguaje chileno cuando me suena bien. Soy muy obsesiva del sonido. Cuando edito mis cuentos, los leo en voz alta y los grabo en mi teléfono. Me interesa mucho cómo suenan las palabras. O sea, no necesariamente elijo una palabra más neutra o alguna palabra más chilena, sino cuál es lo que suena mejor en determinada oración.

—En ese tramo, Sofía está en EEUU cumpliendo tareas consulares y “no podía evitar imaginarse Chile como una larga lengua roja”. Y en una ceremonia, se encuentra con un gringo que define a su país con tres nombres propios: “Pinochet, Carmenere, Pablo Neruda”. Tres marcas que los identifican a ustedes, ¿no?
Son algunos de los tríos, de las constelaciones que a uno le arman. Yo viví varios años en Estados Unidos; en Washington y antes en Nueva York, haciendo la maestría y el doctorado. Y pasa que, muchas veces, cuando uno conoce gente y dice que es de Chile, te tratan de asociar con algo que sepan.

—¿Por ejemplo?
Muchas cosas relacionadas con Latinoamérica y te dicen algo de Brasil o de Argentina. No te logran calzar bien, pero, cuando lo consiguen, suelen hacer estas mezclas muy raras, ¿no? Neruda, Carmenere o Isla de Pascua. Me da risa un poco ese puzle mental que a veces tienen los extranjeros y que no representa Chile para nada. O sí lo representa en esa esquizofrenia.

—Inevitable, por otra parte.
Estos elementos muy raros que la gente asocia. A veces, quien sabe de fútbol te relaciona con ciertos nombres de jugadores y así. No va a depender del conocimiento que no tengan. Pero desde lo literario, por lo general, es Pablo Neruda la figura que todo el mundo conoce.

—Claro, más Neruda que Gabriela Mistral, a la que vos la citás también.
Sí. Lamentablemente. A mí me gusta muchísimo más Gabriela Mistral. En estos últimos años también están reeditando muchas de sus obras y quién sabe si ahí irá agarrando más fuerte. Me parece una poeta más interesante. Pero, claro, Neruda con sus casas, con las películas… Por eso está tan disponible a la imaginación pública la figura de Pablo Neruda.

—De todos modos, siendo joven es imposible no pasar por Los versos del capitán o por los Veinte poemas de amor y una canción desesperada.¡Por supuesto!

—Otro insoslayable de tu país es Nicanor Parra.
¡Pero claro! Absolutamente. Porque, aparte, ahí hay una subversión, una rebeldía…

—El género de la antipoesía quedó para siempre, ¿no?
Por supuesto. Creó una escuela. Es un poeta que, desde otros países, se lo mira también con mucha admiración. Era otra carta para el Nobel. Todos los años, mientras él estuvo vivo, existía la ilusión en Chile de si le daban el premio. No pasó. Ahora continúa la ilusión con Raúl Zurita.

—María José, ¿vos tenías ese mismo sentimiento de Sofía de no querer volver, de quedarte en Washington?
Sí (ríe). Pero se me pasó (risas).

—¿Y por qué? ¿Qué te trajo de vuelta?
Entendiéndolo a la distancia, yo volví a Chile después de seis o siete años, al terminar el doctorado. Pero yo creo que disfruto el momento. Cuando estaba en Estados Unidos no echaba de menos para nada. Estaba feliz de poder hablar con mi familia, pero no tenía ganas de volver.

—¿Qué pasó, entonces?
Una vez que se acabó el doctorado, me ofrecieron un muy buen trabajo en Chile, entonces volví. Soy feliz en Chile y no volvería a vivir en Estados Unidos. Tal vez son mecanismos de sobrevivencia.

—¿Qué cosas te gustan ahora de estar por acá?
Disfruto un montón todas las cosas buenas que tiene estar cerca de la familia, de los amigos. Como escritora también es mejor estar cerca de tus libros que estar desde afuera.

—Tu novela empieza, en el primer capítulo, con el padre, que se llama José, abandonando a su familia. A los tres hijos, Tomás, Sofía y Eduardo los impacta de distinta manera. ¿Cómo hiciste para evaluarlo, teniendo en cuenta que el abandono es un tema bastante complicado? ¿Te informaste, leíste libros de psicología o apelaste a la vida real?
No leí libros de psicología o de historias de la vida real. Pero sí novelas o cuentos sobre familias. En ese sentido, estudio la pirueta, como yo digo.

—¿Cómo es esa pirueta?
Buscar novelas que tratan tal vez el tema que tú estás tratando de trabajar o libros de cuentos que tratan personajes parecidos a los que uno tiene. Y un poco desde ahí construir. Además, está tu intuición. En cuanto a mí, mi papá no me dejó.

—Es importante marcar eso.
Me pasaba en Chile que casi que me daban las condolencias. Me decían “lo siento, te abandonaron”. Pero a mí no me abandonaron, es un libro de ficción. Mi familia no es esa familia.

—La experiencia del abandono es totalmente externa para vos.

Claro, uno tiene amigos y conoce distintas realidades. Entonces también desde ahí viene el tratamiento de los personajes. Y, bueno, también uno muestra sus libros. Cuando yo termino mi manuscrito, lo muestro a un par de personas que me opinan. También con eso el libro va quedando mejor porque tienes otros ojos, otras experiencias que te pueden ayudar a que algunas cosas sean más creíbles o que necesiten explicarse mejor.

—¿Tu papá y tu mamá viven los dos?
Sí.

—¿Leen tus libros?
Sí (ríe). ¡No me encanta eso!

—Por eso mismo. ¿Cómo se llama tu papá?
Alfonso.

—¿Y qué dice don Alfonso cuando ve retratados a José y a todo esos padres abandónicos y malísimos? No te dice: “M’hijita, ¿le parece?”.
A mí papá no le dice mucho. Mi mamá sufre más.

—¿Cómo suele reaccionar ella?
Mi mamá sufre no solo con Kintsugi. Ella cree en la ficción hasta que yo escribo un personaje mamá. Ahí se le desarma y me escribe y me pregunta si las cosas que escribí son verdad y eso. Tengo conversaciones especiales al respecto.

 

 


 

 




 

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"Kintsugi", novela de María José Navia:
cómo hundirse en las heridas de una familia rota y volver a empezar
Por Andrés Gabrielli
Publicado en diario UNO, Argentina, 28 de mayo de 2023