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Marcelo Lillo y el hielo

Por Ignacio Echevarría
Revista de Libros. Domingo 04 de Mayo de 2008


Visité por primera vez Chile como jurado del veterano concurso de cuentos de la revista Paula, en su edición de 1999. Conocía a Carolina Díaz, redactora de la revista, y ella fue quien me enroló, poco después de que los dos hubiéramos conspirado, el año anterior, para convencer a Roberto Bolaño de ser jurado del concurso, motivo por el que, en 1998, Bolaño viajó a Chile por primera vez en veinticinco años.

Aquel año de 1999 fue premiado por unanimidad un relato que destacaba poderosamente entre todos los presentados: se titulaba “Hielo”, y su autor era Marcelo Lillo, desconocido de todos. Por entonces Lillo, nacido en 1958, vivía, si no recuerdo mal, en Valdivia, donde era profesor. Desde allí viajó a Santiago para recibir el premio, que suele entregarse con alguna ceremonia. Fue aquella la única vez que lo he visto. Tenía un aspecto taciturno, y venía acompañado por una hermosa muchachita bastante más joven que él y que resultó ser su mujer. En la cena que siguió a la entrega del premio, ya en un ambiente más distendido, Lillo nos contó a quienes lo rodeábamos la romántica historia de su amor por esa muchachita, lectora al parecer voracísima, cuya familia, creo recordar, se oponía a su relación con Lillo. Escribo esto acudiendo únicamente a mi mala memoria, capaz de confundirlo todo. Espero no equivocarme mucho. Lillo nos contó también que acababa de destruir casi todo lo que llevaba escrito hasta entonces, y que ese cuento sorprendente, “Hielo”, pertenecía a los comienzos de la que para él suponía una nueva etapa como narrador. Como narrador inédito y semiclandestino, todo sea dicho.

En la cena a la que me estoy refiriendo estaba presente Rafael Gumucio, a quien tanto Lillo como yo acabábamos de conocer. Gumucio, que se sentó cerca de nosotros, tuvo una de sus noches espectaculares, inspiradas, divertidísimas. Recuerdo bien la admiración y la gratitud con que Lillo, a la hora de despedirse, enfatizaba lo mucho que se había reído y lo bien que se lo había pasado.

A continuación transcurrieron varios años en blanco. Yo le había pedido a Lillo que no dejara de enviarme nuevas cosas que escribiera, pero sospecho que ni él ni yo conservamos las señas que probablemente intercambiamos. Alguna vez, en nuestros esporádicos encuentros, Carolina y yo especulábamos sobre cuál habría sido su suerte. De vez en cuando, ella alcanzaba a tener noticia de Lillo a través de la prensa de regiones, en la que aparecía su nombre como ganador o finalista de algún concurso de cuentos de provincia. ¿Se acuerdan ustedes de aquel cuento de Bolaño, “Sensini”, que encabeza sus Llamadas telefónicas? El de Lillo parecía un destino parejo al de tantos personajes de Bolaño, escritores fantasmales cuya vida discurre entre el fracaso y el olvido.

Hasta que de pronto, hace apenas dos años, Carolina me escribió de improviso para decirme que había recuperado la pista de Lillo. Al parecer, éste había concursado de nuevo en el premio Paula, de nuevo con un relato excepcional —“La felicidad”, se titulaba—, que ni siquiera quedó entre los finalistas de aquella convocatoria. Carolina tuvo el presentimiento de que se trataba del mismo autor de “Hielo”, y antes de destruir el manuscrito se decidió a ponerse en contacto con él. Era Marcelo Lillo, en efecto.

Costó mucho hablar con él. Vivía ahora —sigue viviendo, remoto y austero, en espléndido aislamiento, al lado aún de su hermosa mujercita, con la sola compañía de un perro— en Niebla, localidad costera junto a la desembocadura del río Valdivia. No tenía —sigue sin tener— correo electrónico, y había que escribirle a Valdivia, a un apartado postal. Su laconismo al teléfono (un móvil) no ponía las cosas fáciles. Así y todo, Carolina consiguió que le mandara una copia del cuento, a la que venía adjunta una carta estremecedora: una crónica —familiar, en el fondo— de la soledad, de los pasos en falso, de los ninguneos en que se resuelven las trayectorias de tantos escritores alejados de los circuitos literarios y de los centros del poder editorial.

El cuento llegó por fin a mis manos y era, en verdad, excepcional. Esta vez fui yo quien llamé a Lillo para pedirle que me mandara más cosas, de ser posible tan buenas como “Hielo” y “La felicidad”. No tardó en hacerlo. A las pocas semanas recibí una carpeta con nueve cuentos de parecido tenor, la mayor parte de ellos impecables, implacables también: duros, lacónicos, rotundos, en la huella de la mejor cuentística norteamericana. Le prometí a Lillo que le buscaría un editor. No me resultó difícil encontrarlo: mi buen amigo Constantino Bértolo compartió mi juicio sobre esos cuentos y propuso a Lillo su publicación. Los vientos empezaban a soplar favorables para Lillo. A los pocos días se enteró de que había ganado un premio de literatura juvenil con una novelita titulada La vida casi inventada, todavía inédita. A los pocos meses obtuvo, siempre en Chile, el premio a la Mejor Obra Inédita del 2007 otorgado por el Consejo Nacional del Libro, esta vez concedido a su colección de cuentos titulada Cachorro y otros cuentos, que al menos dos editoriales chilenas se han brindado a publicar.

Escribo esto a las pocas horas de haber recibido El fumador y otros cuentos, de Marcelo Lillo, recién publicado en Madrid por la editorial Caballo de Troya, que lo distribuirá también en Chile. Es el primero de sus libros que ve la luz. Por enero, Lillo me escribía que era rara la sensación de publicar este año, en que él cumple los cincuenta. “Por estos lugares los cincuentones están meciendo nietos. Siento una mezcla de emoción, ansiedad, pero también seguridad. Esto último me lo da el hecho de no tener que arrepentirme de nada”.

En la tapa de El fumador y otros cuentos el editor escribe: “Están asistiendo al nacimiento de un gran autor. Éste es su primer libro. No será el último”. Y no lo será, sin duda alguna. Lillo tiene escritas al menos un par de novelas y ultimada ya una nueva colección de cuentos. Los últimos meses los ha pasado leyendo a Flannery O’Connor y a John Cheever, entre otros. Después de la prolongada sequía del verano, en Niebla, vaciada de turistas, han caído ya las primeras lluvias, reverdeciendo los páramos. Quedan por delante largos meses de viento y de neblina, que Lillo enfrenta con buen humor, algunas botellas almacenadas y excelente apetito. En sus novelas rezuma Lillo una contagiosa cordialidad, una derrochadora bonhomía. En sus cuentos, sin embargo, predomina el ademán gélido y golpeador: son cuentos brutalmente invernales, que parecen acatar ese mandato de Kafka conforme al cual los libros deberían ser como hachas, capaces de romper el mar helado que todos llevamos dentro.

 

 


 

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