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Cita, un cuento de Marcelo Lillo


Publicado en revista Paula,
julio 2008



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Este es uno de los 10 cuentos de El Fumador y Otros relatos, que acaba de publicar aquí la sucursal chilena de Random House Mondadori, junto a Hielo, que ganara el concurso de cuentos Paula en 1999. En Cita, Lillo describe quirúrgicamente el primer encuentro con su madre biológica, a los 45 años.

 

CITA

Sucedió en un café del centro, un domingo en la tarde. Pero comenzó unos días antes, con una llamada que recibí en el colegio donde trabajaba. Era una mujer que decía ser mi madre, algo tan sorpresivo como absurdo.
— Se ha equivocado de persona —dije—. Mi madre está muerta.
— Tu otra madre está muerta —replicó la mujer—. Tuviste la suerte de tener dos madres en vez de una.
— ¿Suerte?
— ¿Ella no te habló de mí?
— No.
—Ahora lo sabes, y lamento que haya sido por teléfono, pero no tenía otra opción.

Me quedé callado. Es la reacción más lógica ante una noticia como ésa, aunque no descartaba la posibilidad de que fuera una broma. Dejé correr los segundos por si la que estaba al otro lado cortaba o se largaba a reír, pero no hizo ninguna de las dos cosas.

—¿Sigues ahí? —preguntó la mujer.
—Aquí estoy.
—Disculpa si te asusté, pero tenía que decírtelo.
—¿Es cierto? —dije esperando que no lo fuera.
—Tan cierto como tu hora de nacimiento. Naciste a las seis de la tarde del 6 de mayo de 1956. Ah, y tu segundo nombre es Eduardo.
—¿Por qué? —dije y casi me salió un grito.
—Llámalo la otra cara de la medalla, o como quieras.
—No sé cómo llamarlo, es tan...
—¿Doloroso?
—Es como un balde de agua fría... ¡Tengo cincuenta años! —No pude más y grité, a pesar de que estaba en la secretaría y aparte de mí había otras dos personas.
—Por lo mismo deberías comprenderlo mejor que nadie. No eres un niño, Marcelo. —Dejó una pausa y oí su respiración—. ¿Nunca lo sospechaste?
—Pero no estaba seguro.
—Entonces no tiene por qué ser una sorpresa.
—¿Quieres que me largue a reír?
—No exageres, pero deberías tomarlo como una cosa normal, como algo que iba a suceder alguna vez.
—Podría no haber sucedido nunca.
—Pero pasó y debes asumirlo.
—¿Qué quieres? —le pregunté para cortar el diálogo. De la sorpresa había pasado a la molestia.
—Quiero verte —respondió la mujer.
—¿Para qué?
—Quiero conocerte, verte de cerca, hablar.
—Ya me conoces. Sabes dónde trabajo, mi nombre, la hora de mi nacimiento. ¿Qué más?
—Tú sabes a lo que me refiero, no quieras que crea que eres un tonto. —Iba a decir que lo pensaría, que era muy pronto para darle una respuesta, algo para deshacerme de ella, pero no me dejó porque dijo—: Necesito verte, por favor, no digas que no.

Era una súplica. Pensé que no era tan fuerte ni tan segura como creí al escucharla, sin contradicciones, terminando bien las frases y con una respuesta para todo. Como no tenía nada que perder, dije que sí. Fijamos un día, la hora y el lugar. La mujer me pidió que llevara algo para reconocerme.

—Te he visto muy poco y de lejos —aseguró.

No le conté a nadie, y el domingo tomé el libro que más me gustaba para leer un poco en el camino y por si la mujer no acudía a la cita. Y porque dije que llevaría un libro para que me reconociera.
Cuando llegué el café estaba vacío y las meseras ociosas. Había un suave olor a mostaza y se oían unas voces que no podían ser más que de un televisor. Pedí un té y estuve un rato mirando a la gente que pasaba y que era poca. Era un día nublado, frío y triste, uno de esos domingos en que no se puede hacer más que dormir una larga siesta.

De pronto un auto se detuvo afuera, un vehículo largo. Lo conducía un hombre de terno y corbata, que bajó para abrir la puerta de atrás de donde asomó una mujer mayor. Tenía el pelo blanco y bien peinado, llevaba puesto un abrigo, cartera y sus movimientos eran los de una persona que sabe lo que hace. Antes de entrar le dijo algo al chofer, éste movió la cabeza y volvió a sentarse tras el volante.

—¿Marcelo? —dijo, de pie junto a la mesa. Le mostré el libro y me fijé que las meseras no dejaban de mirarla.

Se sentó y me preguntó qué estaba tomando. Le dije que té y ella pidió lo mismo. Por su cara se repartían muchas de esas arrugas pequeñas que de lejos son invisibles; sobresalían los pómulos y una nariz bien dibujada. El resto no tenía nada de especial. Estuve intentando reconocerme en alguna parte de aquel rostro, pero no lo conseguí.

—¿Esperaste mucho? —me preguntó revolviendo la taza.
—Llegué un poco antes; tú fuiste puntual.
—¿Cómo has estado?
—No muy bien después de recibir tu llamada.
—A lo mejor lo dije muy de golpe, pero estaba nerviosa.
—No se te notaba.

Bebió un poco de té y yo prendí un cigarro.

—No sabía que fumaras —comentó.
—Pensé que sabías todo de mí.
—Es un decir. Te vi unas cuantas veces, averigüé dónde trabajabas, nada más. Lo otro lo sabía de antes.
—¿Lo otro?
—Tu fecha de nacimiento, la hora. Son cosas que no se olvidan nunca. ¿Tienes hijos?
—No.
—Pero estás casado.
—Estuve; ahora estoy solo.
—Lo siento.
—No hay mucho que lamentar. Mi matrimonio se destruyó muy rápido y fue hace tiempo. —La miré a los ojos, algo intencional—. ¿Cómo debo llamarte?
—Por mi nombre. Laura.
—Muy bien, Laura, aquí estamos, frente a frente como querías.
—¿Me estás desafiando?
—Tú diste el primer golpe, me llevas ventaja.
—¿Así lo ves? ¿Como una guerra entre tú y yo? —No dije nada, seguí fumando y tomando té—. ¿Sabes?, durante todo este tiempo me he preguntado cómo fue.
—¿Qué?
—Tu vida.
—Debes haber pensado mucho, son cincuenta años.
—Bueno, no todo el tiempo, pero de vez en cuando me acordaba de ti. —Cruzó las manos delante de la taza—. ¿Fueron buenos contigo?
—Mi padre era un poco distante, pero supongo que es natural. De mi madre no tengo nada que decir.
—Es extraño oírte hablar de ellos en mi presencia, siento un poco de envidia.
—¿Tienes hijos?
—Hijos, marido y varios nietos.
—Oh. —Miré el auto afuera—. Y un buen pasar, me imagino.
—No me puedo quejar. Apagué el cigarro y dije:
—¿Ellos lo saben?
—No saben ni lo van a saber. Es mi secreto; o nuestro secreto. —Me miró pero la esquivé—. Me casé cuando tú ya estabas lejos, pertenecías a otro mundo y era como si nunca hubieras existido. O como si fueras un error de juventud, algo que se olvida con el tiempo.
—Eso dicen todas.
—¿Te molesta?

Miré a una pareja que pasó por afuera. Iban separados y no hablaban, más o menos como había sido mi vida de casado.
Desaparecieron a la vuelta de un edificio y la calle volvió a quedar desierta.

—¿Por qué me buscaste? —le pregunté—. ¿No habría sido mejor dejar tranquilo a tu error?
—No hay nada como la vejez para que afloren los remordimientos.
Asomaste en mi vida en el peor momento, cuando era una niña, y mis padres estimaron que lo mejor era echarle tierra al asunto, como se dice. Me dieron una buena educación, conocí a un hombre y me enamoré. Fui feliz la mayor parte de mis casi setenta años, hasta que volviste a aparecer y ya no pude dejarte de lado.
—Estoy por creer que viniste a pedirme perdón.
—¿Y si así fuera?
—He pedido perdón muchas veces y nunca he sido sincero.
—¿Te perdonaron? —preguntó con curiosidad.
—Sí, pero ¿fueron sinceros? —Prendí otro cigarro y me quedé viendo la llama hasta que el fósforo se consumió—. Hay cosas que parecen lo que no son.
—¿Cosas?
—A veces una ola parece volar como un pez.

Abrió la cartera y sacó un pañuelo con el que se limpió la nariz; me llegó un leve olor a perfume. Le miré las pecas en el dorso de las manos y vi que otro cliente ingresó al café y se sentó unas mesas más allá. La televisión seguía sonando en alguna parte.

—¿Quieres saber quién fue? —dijo y sonó como un ofrecimiento.
—¿Aún lo recuerdas?
—Sí.
Lo pensé y unos segundos, y dije:
—Mi padre está muerto.
—¿Y yo? —preguntó con una pizca de desesperación.
—Tú nunca exististe.
Laura se mordió el labio, bebió el resto del té y susurró:
—Estás en tu derecho.

Nos quedamos callados. La tarde moría con lentitud y comen­zaban a prenderse las luces del alumbrado. Vi que en el auto el chofer leía una revista y de tanto en tanto bostezaba.
Yo no tenía auto y posiblemente nunca iba a tener uno, eso pensé. Hasta que Laura puso su mano en el libro.

—¿Te gusta leer? —preguntó.
—Mucho.
Tomó el libro y miró la portada.
—Chéjov —dijo.
—¿Lo conoces?
—No.
—No importa.

Miró la hora y después a mí. Sus ojos parecían sonreírme, una de esas raras visiones que de pronto surgen para sorprendernos o engañarnos.

—¿Harías algo por mí? —dijo.
—¿Qué?
—Es una tontería, pero...
—Dime.
—¿Podría tocarte las canas?
—¿Qué tienen? —le pregunté.
—Solo quiero tocarlas.

No dije nada, tampoco pensé que eran cosas de la edad. Me acerqué a ella y dejé que su mano pasara alrededor de mis orejas, varias veces. No sé si alguien lo vio, si las meseras o el otro cliente se preguntaron qué pasaba, no lo supe porque no estaba pendiente de ellos.

 

 

 

Imagen de Leonora Vicuña

 

 

 

 



 

 

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Cita, un cuento de Marcelo Lillo.
Publicado en revista Paula, julio 2008