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Una novela frustrada

Por Pedro Gandolfo
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 16 de mayo de 2010

 

 

Después de dos libros de cuentos altamente logrados (El fumador y otros relatos y Gente que baila sola) se podía esperar de la primera novela de Marcelo Lillo un relato parejo en calidad con sus entregas anteriores. La decepción es mayor.

Lillo relata, en primera persona, la historia de un profesor cincuentón a quien una llamada despierta en la madrugada anunciándole que su único hijo se ha suicidado. La narración recorre el período que va desde que el padre recibe la noticia hasta el momento en que esparce las cenizas en el mar. La novela intenta además seguir el desarrollo interior de un protagonista que procura ser objetivo frente a su dolor y celosamente auténtico frente a sus emociones, negándose a ceder a las convenciones prescritas por la “civilización” para estos casos. En su recorrido, el narrador repasa la relación con su hijo (quien se marchó de su casa años atrás), se reencuentra con la madre que los abandonó e, incluso, mantiene un diálogo final post mortem con el hijo suicidado y concluye con una suerte de abrupto apaciguamiento.

Los mejores momentos de Este libro vale un cadáver (insuficientes, con todo, para justificarlo como narración) se hallan en las páginas iniciales. Allí Lillo, con un lenguaje neutro, desprovisto de retórica y lirismo melosos (“sin anestesia”), refleja la subjetividad fría y distanciada del protagonista y, a la vez, conecta al lector con esos lugares y atmósferas grises, cotidianos y banales que suelen rodear imperturbables los momentos más dolorosos de una vida. Pero también, sin anestesia, es preciso apuntar hacia la debilidad principal de este texto: la trivialidad y, curiosamente, el tono melodramático en que abundan los diálogos y pensamientos a medida que avanza la novela.

El narrador-personaje se cuestiona la necesidad de amar a un hijo, el significado de la paternidad, y se distancia emocionalmente de expectativas sociales. Ese es el nudo inicial: “¿Es la obligación de un padre amar a su hijo? Magnífica pregunta, aunque perfectamente podría haber comenzado con esta otra: ¿qué es un hijo?”. Las respuestas del personaje, sin embargo, siempre se instalan en lo trivial como si se tratara de un sujeto pobre en ideas, falto de sutilezas, incapaz de profundidad en la elaboración de su mundo interior: es un personaje convencionalmente no convencional, tópicamente frío, estereotipadamente distante. Por ejemplo, señala: “Ignoro si se puede amar a alguien así, aunque amor es una palabra demasiado grande o demasiado hermética o en extremo manoseada para definir mi relación con él. Quizás debería comenzar con afecto o con cariño”. Sebastián, el protagonista de Este libro vale un cadáver, no es en modo alguno un carácter interesante ni por la perspicacia o novedad de lo que piensa, ni por lo inesperado de lo que hace o por lo particular y atractivo de su lenguaje. Y es difícil construir una novela interesante sobre la base de la medianía de un personaje enfrentado a una situación extraordinaria porque el autor debe lograr dar con una formulación insólita y fuera de lo común de esa medianía (lo cual exige una sutil y paradójica arquitectura en el discurso). Aquí no ayuda a producir ese quiebre o fisura, por cierto, una prosa que, al principio ajustada, se torna después plana, con escasa preocupación en la selección de los detalles significativos, sin pliegues ni sobresaltos para el lector. Los diálogos son débiles, sin intensidad y en el momento que la necesitan el autor los apoya con acodos y explicaciones (“me interrogó con alguna dureza”, “me miró con rencor, como si quisiera saltar sobre mí para destrozarme la cara”, “dijo mirándome con los ojos trizados”, etcétera). El narrador comenta respecto de uno de ellos lo que parece ser el proyecto general de la obra: “Es también un intercambio de sentimientos, recuerdos y situaciones en su mayoría simplonas, pero lo ordinario es lo que más nos acompaña en los instantes difíciles porque siempre estaremos rodeados de vulgaridad y repetición. Lo maravilloso está reservado para momentos especiales, porque lo extraordinario nada tiene que hacer ante el dolor, que es algo tan cotidiano como la risa, el trabajo y el aburrimiento”. Consecuente con este programa, en las conversaciones con su ex mujer, con su hijo fallecido y con la espectral anciana de la última escena, el narrador abandona el distanciamiento y el bloqueo emocional de las primeras páginas y decae en un grave melodrama que resulta para el lector, a estas alturas, aburrido y quien, para ser sincero, sólo espera que el deambulante protagonista cumpla lo antes posible con el rito de esparcir las cenizas.

Lillo, desde el título de este libro y en muchos de sus fragmentos parece estar consciente de las carencias del texto (“¿Acaso los humanos no tenemos permiso para ser melodramáticos?”), pero en literatura la confesión no atenúa ni libera de culpa.

 

 

 

 

 

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Una novela frustrada.
Por Pedro Gandolfo.
Revista de Libros de El Mercurio, Domingo 16 de mayo de 2010.