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Corto circuito en el Home Center

Por Mario Lanzarotti
Carcaj, enero 2020


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Ese día me había ido caminando por Avenida Ossa hasta el Home Center, nuestro IKEA nacional ¡Mala idea! Una tremenda caminata bajo el sol, sin más sombra que unos manchones discontinuos, y como yo trataba de aprovecharlos  para guarecerme, iba como jugando al luche sobre la vereda ¡Qué calorazo! Y ningún vendedor de agua a la redonda, estarían a la sombra los aguadores informales, pero yo tuve el pensamiento desesperado y estúpido que debía ser por la escasez de agua, que era otro de los males que estaban aquejando al país, porque parece que las cagadas cuando vuelan lo hacen en escuadrilla ¡Qué sufrimiento! ¡Y el ruido! un cauce tormentoso de automóviles que no acababan de pasar, y de buses deformes como ballenas azules, o como rinocerontes quizás, aterradores en todo caso, que al pasar parecía que iban a arrancarle a uno el brazo. Una vía dolorosa, amigo.

Tuve que atravesar la Plaza Egaña, otro sufrimiento. Algo había mejorado después de que los franceses terminaran la nueva línea del metro, pero en honor a la verdad debe reconocerse que con la contingencia recayó en su fealdad ontológica. Bancos arrancados, plantas arrancadas, faroles arrancados, y en la tardecita, gente arrancando. Y rayados también por todos lados, no tan poéticos como los de mayo del 68, pero expresionistas, eso sí. Pacos culiaos, Estado culiao, Piñera culiao, Boric culiao, pacas culias, curas culiaos, capital culiao, culiao culiao, y culiaos to’os. Una culiadera universal, fíjese. A mí me llamaban la atención esas alusiones — que de alguna forma hay que llamarlas — porque evocaban un sexo forzado, humillante, depredador. Sería lo que tenían más a mano los tagueros. También había mucho pico: para ministros, diputados, alcaldes, animadores de televisión y otros en estado de merecer. Pico p’al mundo. Pensé que con un impuesto potente al pico quedaría financiada la agenda social y superada la crisis. Una reforma tributario-sexual contra la desigualdad. No alcancé a preocuparme de las mayorías parlamentarias requeridas — que seguramente jamás serían alcanzadas — porque ya iba llegando al Home Center y mi objetivo era simplemente comprar unos tarugos para tabiques huecos.

- Tarugos para volcanita, me dijo la vendedora, que me había encontrado parado con no sé qué cara frente a una estantería llena de clavos y tuercas. Sígame.

Me fui detrás de ella, pero prometo que ni la miré. Al final del corredor me mostró unas bolsitas de mariposas plásticas y me preguntó que para qué las quería. Para colgar un calendario chino le dije. Me miró extrañada y ahí vi por primera vez el brillo de sus ojos. Que mejor tratara con tachuelas, me dijo. Yo le expliqué que el calendario era justamente para tapar los forados de mis tentativas múltiples y repetidas de plantar tachuelas en el yeso. Me iba yendo cuando me preguntó si yo me las barajaba bien con la explosión social. Donde yo vivo no pasa nada contesté.

-¿Y en su trabajo?

No quise confesarle que yo me pasaba el día echado leyendo y haciendo siestecitas. Todo bien, le dije, y no sé que se imaginó.

-¿Y usted?

Ahí le vi por primera vez esa sonrisa vigorosa que le iluminaba la cara entera y pensé que si pudiera sonreír todo el tiempo sería bonita. Imagínese me dijo, tengo que llegar aquí todos los días tempranito, sin locomoción colectiva. Se venía y se volvía caminando, por suerte los estaban soltando anticipadamente en la tarde, ahora estaba a punto de partir. Le propuse que camináramos juntos un rato.

-Vaya a pagar sus tarugos y me espera afuerita.

Vivía en la Villa Olímpica, no tan lejos de la realidad, y nos fuimos caminando por Castillo Velasco hacia el Poniente. Yo conocía una pastelería alemana a la entradita de Juan Moya y pasamos a comernos un dulce. Nos reímos mucho tratando de pronunciar el extraño nombre de ese negocio ¡Qué linda se veía! La dueña nos oyó y se acercó a corregirnos, Zzzuck-erhut nos decía y a nosotros nos daba más risa. Después seguimos caminando y ella empezó a contarme historias de los clientes despistados que llegaban al Home Center — como usted pues — y tenía un montón, tan divertidas que pensé que sería bueno anotarlas. Así llegamos a la calle Salvador después de una hora de marcha que para mí fue como un segundo. Aquí nos despedimos, me dijo. Yo quería continuar ¡algunas cuadritas aunque sea! pero no hubo manera. Mejor se va a colgar su calendario chino, me dijo, lo estarán esperando en su casa.

-Mañana la paso a buscar entonces y la acompaño de nuevo.
-No pues, me contestó, no se vaya a imaginar cosas.

No fui al día siguiente, ni los que vinieron después. La caminata por Vespucio y  Ossa se me hacía pesada y atravesar la Plaza de los culiaos también. Además me había puesto a ver La Reina del flow una teleserie colombiana que me consumía jornadas enteras. Mientras tanto el país ardía y a mí me daba igual. No, no me daba igual, reconozco que me gustaba ver a mis hermanos asustadísimos detrás de sus rejas electrificadas.

Me volví a acordar de ella cuando por fin colgué el calendario chino, después de que se me acabó la Reina del flow. Las cosas se habían calmado un poco y decidí ir al Home Center en auto. Llegué justo a la salida, súbase, le dije, si quiere la llevo. De nuevo la sonrisa ¡qué linda! El trayecto fue corto, no dio para el mismo enganche. Además estuvo avara en sonrisas, con la cabeza como en otra cosa. Y ni modo de acercarla más a su casa. Yo igual me puse un poco catete y al final me dijo que la pasara a buscar al viernes siguiente.

Estaba esperándome en toda la esquina, con mochila y polerita roja. Imposible no verla. Tiene tiempo, me preguntó. Vamos a juntarnos con unos amigos en el Forestal, véngase conmigo. A mí no me cayó muy bien el asunto, pero ella me estaba sonriendo de nuevo. Me fui como pude y al final logré estacionar en una de esas callecitas con nombre de cura al lado de acá de Providencia. Cuando atravesamos vi que el parque estaba lleno de gente. Puchas que tiene amigos, le dije.

-Muchos, respondió, vamos a llenar todo de aquí a la Alameda, y más allá también.

Pero había un grupo que la esperaba sentado en círculo sobre el césped, la mayoría eran chicas con mucho afiche. Tuve la impresión de que me miraban con picardía, pero no dijeron nada. El único que habló fue un sujeto desagradable: así que este es el cuico de la Nadia, dijo. Ella sonrió ¡qué bonita! y me pasó la mochila. Se puso a hurgar y sacó un paño rojo, una capucha que se puso inmediatamente ¡Qué impresión, oiga! Ya no estaba más ahí. Lo mismo las otras chicas, todas encapuchadas de repente ¡Imagínese! Yo no sé qué cara puse, pero sucedió algo que todavía me hace temblar. La Nadia se me acercó y me tomó la mano ¡El flow, oiga! ni le cuento. Nos fuimos todos caminando hacia Plaza Italia. Iban felices, gritando y cantando. Yo feliz también, pero medio tieso con su manito en la mía. Se la iba apretando que era un gusto y me hubiera quedado así para siempre. Desgraciadamente empezaron los bombazos. A mí me dio un susto bárbaro y cuando la gente se puso a correr quise arrancarme también, pero la Nadia nada. No quería retroceder y aunque me avergüence debo confesar que quise soltarle la mano ¡No sea tan cobarde pues! me gritaba ella arrastrándome hacia el frente. Yo le miraba los brazos y la veía poderosa como una spiderwoman. Las otras también avanzaban corriendo y gritando y desplegándose como una furia roja a la conquista de la llanura.

Ya estábamos cerca de las bombas. Las encapuchadas seguían avanzando con unos anteojos de avispa que se habían puesto. Yo, agarrado a la Nadia que no me soltaba, me mandé una bocanada de gas más profunda que humo de pito. No se imagina lo que le pasa a uno ¿cómo le diría? sentí que me estaban arrancando de cuajo el aparato otorrinolaringológico entero y me vi como muñeco sofocado en una trinchera de la Primera Guerra Mundial. Era insoportable, no quería seguir viviendo. Pero a las chicas nada las detenía, avanzaban y avanzaban. En mis devaneos las vi como pieles rojas ejecutando una danza guerrera encaramadas sobre el lomo de una especie de monstruo desesperado que por sus belfos lanzaba agua para todos lados. No sé cual fue su suerte…

Cuando desperté la Nadia estaba de pie junto a mí sacando unos polvillos del bolsillo. Esto le va a hacer bien, me dijo. También estaba el tipo desagradable que aprovechó para largar otra imprudencia, ayayay, dijo, se nos fue de espaldas el loro cuico. Pero la Nadia se había compadecido. Logramos sentarnos en un banco del Forestal un poco alejado y me pasó varias veces la mano por el pelo. Después se levantó la parte baja de la capucha para desnudarse la boca y me mostró dos caramelos rosados. A veces pienso que sólo se sentía culpable de haberme arrastrado hasta allí, y otras no, porque el intercambio de fluidos fue muy  intenso ¡los reyes del flow, amigo!

Nos seguíamos viendo, a la salida del Home Center, en el Zzzuck-erhut y los viernes con el grupo de avispas del Forestal. A mí las manifestaciones me asustaban, pero igual era lo que más me gustaba. Sólo allí me dejaba besarla, y yo esperaba con ansias el momento en que se iba a levantar la capucha para descubrirse la boca. Pero aparte de eso, nada. Nadia sin capucha nunca me dejó acercarme. Ni siquiera a su casa. Que no vivía sola, que era complicado ¡que entendiera pues! Y cuando en nuestras caminatas yo trataba de arrinconarla, ¡sosiéguese que viene gente!

Y de mostrarle mi calendario chino ya colgadito, ni hablar : ¡qué se está imaginando, pues!


El banquito donde nos sentábamos también estaba lleno de rayados expresionistas, tipo culiaos reculiaos y picos para todo el mundo, incluido un p’al Papa, pico. A mí se me ocurrió grabar este: ¡p’a la Nadia, cuico!  Y ahí mismo se bajó la capucha enojadísima porque se lo tomó de una forma que yo ni había imaginado. Cuico está entre culia y pico, me dijo. Debo reconocer que en su boca esas palabras tenían una resonancia agradable. Pero ella estaba en lo cierto, esa contracción fue un precipitado, un precipitado de restos de palabras estrelladas contra mis dientes, que yo mantenía muy apretados para no dejarlas pasar. Esa tarde nos volvimos caminando en silencio por Salvador. Ya antes de llegar a Castillo Velasco abrió la boca para decirme que hasta ahí nomás llegábamos y se alejó dejándome plantado junto a un plátano oriental.

Un par de días después me fui a la salida del Home Center y no la encontré, tampoco el viernes siguiente en el parque. No estaba la Nadia, no estaban sus amigas ni sus amigos, esfumado el grupo. Por alguna razón estúpida decidí avanzar hacia el frente, allí donde estaba el monstruo prehistórico que las avispas rojas habían atacado. La cosa se veía agitada con gente corriendo para todos lados. Unos encapuchados avanzaban hacia el ojo del ciclón con escudos de palo, chuteando bombas lacrimógenas en medio del humo. Irritado, mi sistema respiratorio tiró la alarma y yo me pregunté qué crestas estaba haciendo ahí. No alcancé a responderme: unos terroríficos robots articulados me cayeron encima a golpes de luma. Lo último que alcancé a ver, antes de que un líquido viscoso me encapuchara la vista — sí, también terminé encapuchado de rojo — fue a varios esmarfones, que nunca faltan, que me estaban mirando.



Cuando desperté, no vi a la Nadia de pie junto a mí sino a numerosas personas contusas esparcidas en el suelo fétido de un calabozo, y no vi a nadie pasándome la mano sobre el pelo, que por lo demás estaba todo pegoteado. Me sentía pésimo, me dolía cabeza como si me la hubieran agarrado a palos, que era exactamente lo que había ocurrido. No sé cuanto tiempo pasó hasta que un paco me sacó de ahí con la palabra inexorable: ya caurito culiao, me dijo, te llegó la hora. Yo apenas pude caminar hasta un escritorio donde tomaban los datos. Eran dos que se reían intercambiando miradas cómplices, t’a feo esto, decían. El que anotaba me miraba de arriba abajo tamborileando en la mesa como si reflexionara ¿Lo soltamos a este care’pico? El otro no quería, primero le  sacamos la cresta, pa’que escarmiente. Jugaban. Me hicieron repetir mil veces— así no, así sí — que en adelante me portaría bien. Y cambiaban de opinión no bien parecían dispuestos a soltarme. Pero escenas así yo había visto en muchas teleseries de mala calidad, que para algo sirven después de todo, y comprendí que me iban a liberar. Así fue. Terminé en cama en la casa de mi hermano mayor con una enorme venda en la frente, encerrado tras sus rejas electrificadas. No dejó de sermonearme ni de hacerme prometer que en adelante me portaría bien.

El país seguía ardiendo, yo volví a mi departamento. A veces salía a caminar en las tardes, cuando bajaba el calor. Pensaba mucho en mi reina del flow. Un día me topé con un conocido que sacó su esmarfón y me mostró una vídeo donde aparecía yo, todo ensangrentado y rodeado de policías. Viralisaste,  me dijo. Y era cierto que algunos pasantes me miraban raro. Un día que me sentí mejor me fui hasta el Home Center a la hora de salida. Sabía que no la vería, pero reviví nuestro primer encuentro: fue oírla decirme de nuevo vaya a pagar sus tarugos y me espera afuerita. Me hizo bien. Sin embargo no tenía cómo encontrarla, ningún número, no conocía su casa, ni siquiera, quizás, su nombre verdadero ¿Qué había sido todo eso? ¿Un encanallamiento al revés? ¿Quiso pasarlo bien con un cuico y se lo reprocharon? ¿O ni siquiera lo pasó bien? Preguntas que sin cesar me daban vueltas en la cabeza, como si me complaciera en la flagelación. Seguí caminando hasta el Zuckerhutt.

La dueña se me acercó preocupada. Me había visto con la crisma rota en redes sociales ¿Está mejor ahora? Me hizo sentar diciendo altiro le traigo algo. Volvió con un galleta empolvada, sírvase, me dijo como si fuera un fino manjar. Luego se sentó a mi lado y bajando la voz me anunció algo más. La jovencita le dejó un recado.

El corazón me estaba latiendo mucho cuando golpeé en su puerta. Se abrió y la vi ¡por fin! de nuevo, pero con una mirada que no reconocí. No mostraba placer alguno, ni ternura, ni siquiera un poco de amistad, sólo el disgusto del trago amargo que se iba a tomar. Eso al menos creí. Del departamento salía el mismo olor que ya había sentido en el corredor del edificio y que identifiqué con coliflor cocida. Entre, me dijo. El pequeño salón estaba atiborrado de imágenes de la Virgen y de santitos polvorientos, tanto que parecía una gran animita, pero rancia, desencantada, con telarañas en los rincones. No pensé que fuera tan creyente, le dije. Que no era ella, me explicó, vivía allí porque no le quedaba otra. Nos sentamos en un diván desven­cijado y yo en mi desamparo hice caer una figurita de yeso que se partió en el suelo.

Con los restos en la mano ella paseó su mirada por el extraño lugar donde estábamos. Lo nuestro no puede ser, dijo. Lo nuestro ¡qué lindo sonaba! Que fuera imposible no me importaba, ya lo sabía. Lo del Home Center había sido un corto circuito, unas chispitas que había que apagar antes del incendio. Por lo demás ese negocio ya se había quemado una vez y yo, en mi despecho, me pregunté si no había sido a causa de otro encuentro mal avenido de la Nadia en sus pasillos. Lo busqué porque quería saber cómo estaba, me dijo, me dio lástima verlo malherido. No me gustó su motivo, tenía poco que ver con… lo nuestro ¿Ya pasó?preguntó después de mirarme el rostro con atención. Así parece, le contesté. Creo que la alusión no le escapó, nos quedamos en silencio. Bueno, me dijo de pronto, si quiere lo acompaño de vuelta.

Corría una de esas brisas primaverales cargadas de olores sublimes y apaciguadores que tienen el curioso efecto de hacernos sentir que todo es más fácil. Un efecto efímero, pero en ese momento me sentí sereno. Ella, no sé. Caminamos algunas cuadras sin mucho que decirnos. La guillotina cayó cuando nos acercábamos a Castillo Velasco: hasta aquí no más llegamos, dijo. Nos detuvimos y nos quedamos mirándonos. Entonces agregó que me tenía un regalo de despedida, para que me fuera con un recuerdo bonito. Sacó de su bolsillo la capucha roja y me la pasó levantando hacia mí la cabeza. Yo se la puse dejándole la boca desnuda. La Nadia misma.

 

 

 

 



 

 

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