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"La vida de medio lado.
Un escritor marrano bajo la Inquisición", de Mario Lanzarotti

(Las Tentaciones de Penélope, agosto 2022)

ADELANTO


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Capítulo 14

Sus pechos plateándose a la luz de la luna. Sus pezones apuntando al cielo: acaban de succionarlos. Ahora la boca. No la ve, la siente colgada a sus labios, el cuerpo sacudiéndose perdido en la agitación de su propia noche. Como si estuviera y no estuviera. Pero se voltea. Abre un abismo de carnes violáceas, un telón a medio descorrer goteando almizcle. Y cuando la oscuridad del otro lado lo envuelve, cae en caída libre, y cayendo la destripa. Ella también cae.

Se han quedado pegados, abrazado él a sus espaldas, mullido en la carne aletargada. Pero siente que se mueve bajo él, y le dice algo que ha estado pensando, que los cuerpos caen todos con la misma violencia. Ella lo hace rodar, y se quedan adheridos por un costado. Le sobreviene otro pensamiento parásito: son Adán y Eva antes de la cirugía divina. ¿Qué dijiste? La voz de la comedianta lo sacude. Que Galileo tenía razón, lo acabamos de comprobar, los cuerpos caen con igual violencia. Pero piensa: no le sirvió de nada, la Inquisición tenía ideas propias sobre la caída de los cuerpos. Otra imagen parásita: la Perra corriendo detrás suyo, rozándole las posaderas con sus caninos infectos. ¿Abjuraría él para salvarse, como Galileo? ¿O preferiría terminar abrasado? La comedianta ríe sin comprender y se desprende. Sale unos instantes, pero vuelve y se acuesta de medio lado, pegándosele de nuevo. Él siente su humedad en el muslo. La acaricia. Estos pechos son de Mora, dice. Ella vuelve a desprenderse. ¿Qué dices? Digo que son míos. Ella no entiende y entonces él recuerda que ya no es Alonso de Mora.

Por ahí empezaron las sospechas. Los pechos de la sospecha, diría más tarde el poeta al recordarlo. Pero fue Felipa la primera en inquietarse, porque al evocar más tarde la escena se convenció de que Zárate no se llamaba Zárate sino Mora. Y un Mora, se dijo, dramaturgo como este, no podía ser sino el otrora festejado Alonso de Mora, que ella conocía por haber interpretado a la desafortunada Elvira de Liarte en la comedia A lo que obliga el honor. Cuando se lo comentó, él le contestó, riéndosele los ojos, evita de liarte… la cabeza. Fue como un no hagas preguntas indiscretas.

Por su lado Alonso sospechó que aquella noche Felipa había oído: estos pechos son de mora. ¿Sería eso que la había inquietado? Porque de mora a morisca había apenas unas letras. No era la primera vez que tenía esas reacciones sorprendidas extrañas. Una noche le había preguntado, en la oscuridad, de donde sacaba todas esas sederías que tenía. ¿Acaso no te gustan? había preguntado ella, frotándose el pubis contra su cadera. Comprendió que era una evasiva, pero prefirió postergar las aclaraciones, diciéndose que de todas formas no… cedería.

La María de Magdalena les había resultado bien. Bien y más, si se considera que fueron miles de personas a verla y que así la Hoyos pudo subir innumerables veces al cielo: muchas en escena, otras en sus encontronazos nocturnos con Gerónimo de Zárate, o con Alonso de Mora, como se quiera, porque eran una sola y misma persona. Dos en uno. Uno cuyas ideas sobre la caída libre de los cuerpos apreciaba sin reparos. Y un poeta cuyo nombre volaba de boca en boca por la ciudad, preguntándose muchos de adonde despegaba, y que habría de multiplicar sus creaciones, siempre apreciadas, siempre llevadas a las tablas por la siempre impresionante Hoyos. Cuando el público lo llamaba para aplaudirlo — ¡Párate, Zárate! le gritaban — él no se mostraba. Se quedaba gozando tras las bambalinas, y le era suficiente. Además de necesario para su seguridad. El poeta y la comedianta… ¡qué pareja! Estaban en todas las conversaciones de Sevilla. Los reyes de la farándula, así los llamaban a veces. Reyes no muy católicos, según se decía también. No se mostraban mucho juntos, no podían, pero así les bastaba, preferían concentrar su energía mancomunada en la producción teatral y en la fornicación nocturna, las que según parece se estimulaban recíprocamente. 

A veces, cuando reposaban desnudos, Felipa le tomaba la cabeza entre los senos y apretándosela le decía a ver, dime hombre por qué te cambiaste de nombre, y si él protestaba, lo aplastaba más. No sé, respondía sofocado. No sabes, qué. No sé si esto es tormento o portento… pero era portento, qué duda cabía. De todas formas, en el fondo, la Moralinda no quería saber. Le gustaban los misterios, ella también escondía secretos. Tenía con Zárate un buen acuerdo, compartían un deseo de discreción.

Pero hay cosas que no dependen de la voluntad, como ciertas imágenes que se quedan para siempre en la sesera. A veces están olvidadas, y olvidadas se quedan para siempre, por importantes que sean y quizás por eso mismo. A veces se recuerdan de pronto y vuelven a olvidarse de la misma manera. Pero otras, van reapareciendo de a poco, con pequeños toques, sin que nos demos cuenta, hasta que de súbito se presentan enteras.

La primera vez, ella lo había tratado con poco interés y mucho desdeño, en ese mesón sevillano desde donde reinaba sobre el mundo teatral. Porque nomás recibiendo de sus manos el manuscrito de Santa María Magdalena, le había dado las espaldas. Pero gracias a ese gesto de menosprecio el poeta pudo apreciarle las grupas, que las tenía abundantes y apetitosamente envueltas en un paño de seda. Y si no fue el paño lo que retuvo su atención en ese momento, igual se le quedó la imagen, y más tarde pudo comprobar que Felipa lo llevaba a menudo, ajustado a diversas partes de su loca anatomía.

Es posible que el recuerdo se haya puesto en marcha desde aquella primera vez, pero tan lentamente que quizás nunca hubiera aflorado sin otras circunstancias propiciatorias, como las evasivas de Felipa sobre su colección de sederías, o su reacción espantada cuando se oyó decir que tenía pechos de mora. Fue entre moros y sederías que se le vino por un atajo un recuerdo de infancia, cuando junto a su tío Antonio de Mora habían visto en la playa de Valencia al virtuoso tejedor Jun Derderián y a su familia, y a todo un pueblo, preparándose para el exilio en los días de la expulsión de los moros de España. ¡Ay Lerma, Lerma, alma mala!

Pasó a ser el paño de la sospecha. Porque era paño viejo y arrugado, con usura en los colores, con aljófares ausentes en las seguidillas y bordes deshilachados. Y viéndolo un día extendido sobre la cama se le vino otra imagen por el atajo del tiempo, y fue como ver la tela que Jun les había dado entonces, desplegada sobre el mostrador del negocio familiar en Madrid, y fue oír a su padre decir que era una obra maestra.

Y la Moralinda pasó a ser mora de la sospecha. ¿De dónde le venía esa sedería? Porque Alonso, que aquí más vale llamarlo así, no había olvidado que ese paño era la dote de la pequeña hija de Jun, la de los llantos nocturnos, aquella que otrora él hubiera querido consolar entre sus brazos, y que por fin los Mora habían logrado colocar en una familia sevillana. Le dio vueltas al asunto, sacó cálculos, pensó, reflexionó, siempre con el mismo resultado: todo concordaba. ¿Era posible eso?

Fray Gaspar de Carrángel entró discretamente y se quedó esperando en silencio. Don Bernardino, sumergido como siempre en sus expedientes, inquirió sin levantar la vista. A ver, dígame hermano.

-El licenciado de Oliber manda por usted.

Don Bernardino levantó los brazos en ese gesto tan ambiguo suyo que nunca se sabía bien lo que significaba, pero que esta vez parecía exasperación. Imaginó que lo llamaban a causa del poeta escurridizo, ese Alonso de Mora que no se dejaba atrapar, a pesar de haberse lanzado a su caza a cuanto espía, malsín e informador se tenía a mano. Exasperado, porque no lo había hecho mejor que el pretencioso Don Luis. Ahora se lo iban a recordar, no por primera vez. Lo peor: seguía convencido de que el reo estaba en Sevilla, sólo que después de tanto esfuerzo y de tanto celo inútil, después de tanto tiempo, ya iban años, poco a poco había ido bajando las manos. Otras causas que atender, la inminencia de un próximo auto de fe que la Suprema quería masivo, lo habían obligado a ese abandono tan poco suyo. Pero más valía un auto de fe sin Mora y con muchos penitenciados, que uno con Mora solo y nadie más. Basta de explicaciones vanas, se dijo sacudiéndose: lo que ocurría era que el poeta se la estaba ganando, tenía que reconocerlo. Era sin duda hábil, experimentado, un hombre de tretas inéditas. ¿Un rival superior? ¿Era posible eso?

En un momento había creído que la clave estaba en los textos. Lo inédito, en la edición. Por eso se leyó las comedias, los ensayos, las sátiras, todo lo que había publicado Mora y más aún, incluidos unos textos clandestinos que confirmaban plenamente la perfidia del reo. No había servido de nada. Por primera vez en su carrera don Bernardino veía el rostro del fracaso, se sentía sobrepasado y, peor, sin ideas. Una posición insostenible frente a la presión de Madrid, de adonde afluían sin cesar indicios de la presencia del reo en Sevilla.

“Si se confirma que persistís en no hacer lo que debéis, sabrá el Consejo hacer lo que debe hacer”. La misiva que el Primer Inquisidor acababa de recibir era una amenaza menos velada que la cruz verde en día de fiesta. Sin embargo, contrariamente a lo que temía Don Bernardino, el Primer Inquisidor, lejos de refocilarse en una satisfacción maliciosa de envidioso, se veía preocupado. Después de todo era responsable del Tribunal sevillano y ése no era el único ni el más grave de los reproches que le colgaban. No olvidaba aquella inspección de la Suprema cuyas conclusiones catastróficas podrían haberlo derribado y que afortunadamente él había logrado enterrar. Demasiado cerca quizás de los cimientos del Castillo de Triana, porque ahora don Luis Benito de Oliber tenía la impresión que su poder corrosivo los estaba atacando, y que el primero en caer sería él.

- La Suprema nos cree displicentes, dijo.

Don Bernardino apreció ese nos cree. Descartaba una responsabilidad exclusivamente individual, la suya, y sugería al mismo tiempo que la displicencia era mera creencia de los Consejeros madrileños. Añadió Don Luis que no podían quedarse impávidos sin reaccionar. Esté o no el reo en la ciudad, tenemos que hacer algo. De nuevo ese tenemos aliviador...

Pero al mismo tiempo ese hacer algo inquietante. Porque no se había dejado nada por hacer. Cada pista, cada indicio lo habían explotado, no sólo en Sevilla, en toda España, a pesar de la poca fiabilidad de los testimonios que llegaban. Algunos señalaban al hereje en las Alpujarras, a cuatro leguas de Granada donde pretendía juntar a su familia, otros en Pastrana acogido por unos primos, otros en Segovia, de donde lo decían originario. Unos lo hacían portugués, otros madrileño, unos poeta, otros capitán. Portugués que habla castellano con expedición, explicaba un malsín. Trigueño, más grueso que delgado, de buen cuerpo, entre mediano y alto, según otro. Y un tercero: fornido de brazos y piernas, la pantorrilla gruesa, el color moreno, los ojos grandes rasgados, lo blanco de ellos con algunas fibras de sangre de espantable aspecto, cuando mira enojado pareciera salirle fuego. A uno que lo describía como cerrado de barba con pera y buen bigote de color negro, delgado y escurridizo, don Bernardino le creyó más, por lo de escurridizo. Pero el hecho es que ante la variedad y la discrepancia de las denuncias tenía la impresión de buscar a un transformista. Todas esas pistas las investigó. Pistas que despistan, decía, porque nunca condujeron a nada, sino a mayor confusión. Ese era el inconveniente de la delación: útiles los malsines, pero no tanto. Hasta en las señas físicas discrepaban. Se preguntó un día si todos esos testimonios hablaban de la misma persona, y ahí mismo, en ese momento preciso, comprendió que no, que había en los parajes otro converso llamado Mora, un capitán que solía guerrear en Flandes, y residir en Segovia.

Así pudo descartar varios testimonios, y concentrarse en los más verosímiles. Afirmaban que un yerno del poeta vivía en Cádiz, y que le aguardaba con mucha hacienda, amén de cantidad de barras de oro y piñas de plata que debían llegar de Indias, y que si el poeta no iba a buscarlas era a causa de la guerra o lo que fuera. A don Bernardino eso le hizo sentido. Sabía que el reo era comerciante y que tenía, según los mismos testimonios, un primo en Lima. Decidió movilizar a un comisario gaditano para investigar al yerno. No pensaba encontrarlo allí, pero su olfato de sabueso le decía que quizás hubiere trazas en los libros de Constantino Ortiz, en cuyo caso se podría proceder a una confiscación. Eso al menos tranquilizaría a la Suprema.

Cuando el comisario Pedro Buján Ferreira se presentó en la casa de la calle Benjumeda en el centro de Cádiz, acompañado de guardias y corchetes y voceando la divisa de la Inquisición ¡álzate Dios a defender tu causa! hubo de callar rápidamente porque se enteró que estaba en la residencia de un familiar del Santo Tribunal. Eso no calmó sus ínfulas: ya venía desganado. Tenía mucho trabajo con las causas gaditanas, y ahora este inquisidor sevillano que le mandaba a allanar un hermano. Hubiera parado allí mismo la diligencia de no encontrarse en el lugar un cliente que, según le explicaron, estaba comprando barricas de vino toscano. El sujeto correspondía a las señas que le habían dado del tal Alonso de Mora, hombre más bien alto de cuerpo, ni muy grueso ni muy flaco, de buena cara, ojos pequeños, nariz de buena proporción, cerrado de barba…, y por eso el comisario Buján Ferreira se lo llevó preso, olvidándose de los libros y sin reparar que con esa descripción tan ambigua hubiera podido arrestar a media España. Pero andaba apurado y tampoco le hubiera molestado arrestar a media España. Fracasó la gestión de Cádiz, como tantas otras. La Inquisición podía arrestar a mucha gente, a Alonso de Mora no. Quizás se enterara más tarde don Bernardino que el comisario gaditano no le puso la mano encima por haberse presentado donde Constantino de Ortiz con un retraso sólo… de algunos años.

- Sí… eso es… murmuró Don Bernardino. Hay algo que podríamos hacer, y matar a dos pájaros de una vez.

No le pareció mal la idea al Primer Inquisidor. Así por lo menos tranquilizarían a Madrid por un tiempo. Iban a condenarlo por contumacia, al poeta hereje. Lo relajarían al brazo secular en efigie de cartón piedra y quedaría colgando en la Parroquia de San Ginés en Madrid un sambenito sulfuroso con su nombre, sus llamas y sus diablos dibujados, allí donde tanto lo habían visto, no lejos del Consejo de la Suprema. Pero eso no era lo más importante. Don Bernardino, se había forjado del reo la imagen de un hombre obsesivo, cauto, atento a cada detalle, por ínfimo que fuera, para no delatarse. Su condena, la quema de su estatua, lo harían tal vez relajarse — sí, esa era la palabra, se relajaría a sí mismo — pensando que el Santo Oficio abandonaba la partida. Entonces cometería errores, se denunciaría y caería ¡por fin ! esa pequeña raposa que destruía las viñas del Señor. ¿Exageraba don Bernardino, se contaba cuentos?Quizás, pero en algo tenía razón, y es que en el próximo auto de fe iba a haber entre los muchos penitenciados, un Mora, aunque fuera de cartón. Era lo más próximo de lo que la Suprema exigía.

En realidad la estrategia de Alonso de Mora no era tan sofisticada. Se cambió de nombre, como sabemos, por el de Gerónimo de Zárate, un hombre que se mostraba poco a pesar de sus éxitos. ¿Qué la discreción y la fama no se casan bien? Cierto. Pero su rutina cotidiana era innegablemente prudente y reservada. Escribía durante el día, caminaba a veces al atardecer y tenía, al anochecer, unos encuentros solitarios con la comedianta Felipa de Hoyos. No frecuentaba a mucha gente, no guardaba la ley de Moisés y practicaba abiertamente la religión cristiana en la parroquia de San Román. No tenía más vida social que eso, carecía de amigos y evitaba relacionarse con judíos conversos, sinceros o no. Por eso era indiscernible Alonso de Mora, había desaparecido bajo el entramado, como la sinagoga de la antigua judería bajo la iglesia de Santa María la Blanca. A él también se le asomaba un pedazo de columna y la primera en percatarse fue Felipa de Hoyos, cuando en un arrebato voluptuoso, él le había alabado sus senos, los pechos de Mora, revelando así, sin querer, su verdadero nombre. El poeta se había descubierto a su amante estando ya desnudo. ¡Qué hubiera pensado don Bernardino de su raposita! Porque no iban por ahí sus indagaciones, negligía por inclinación personal ese aspecto tan bajamente terrenal, tan animal de las cosas, bien que a todas luces fuera la más fructífera de las vetas, porque los hombres y las mujeres caen por donde pecan, y porque la discreción es una compañera improbable del deseo.

Ella también estaba desnuda, y más se desnudó al oírle alabar sus pechos de Mora: reaccionó como si le estuvieran diciendo mora. Por eso sospechó Alonso. Unas sospechas desquiciadas en las que al comienzo él mismo no quiso creer, pero que poco a poco se le hicieron convencimiento. Fue desenredando la madeja de los tejidos que ella coleccionaba, y de uno en especial: el que usaba para resaltar sus voluminosas asentaderas. Tuvo la certeza que era el mismo que Jun Derderián confiara un día a su tío Antonio en el Grao de Valencia, como dote de la pequeña hija que le estaba abandonando. De ahí a pensar que Felipa de Hoyos, la Moralinda, era esa hija… ¿La muchachita que cuando niño él había querido abrazar de noche, para consolarla, podía ser la mujer portentosa que ahora abrazaba voluptuosamente por la noche?

C’est sérieux, la curiosité decían las coquetas ninfas de Arthénice en París y tenían razón, la curiosidad es cosa seria, incluso en el hombre cauto que evita descorrer velos, sabiendo que un tironcito lleva a otro. Alonso de Mora fue presa de ella, y muy a su pesar llevó a su amante a repetirle una y otra vez su historia en el letargo de la noche. ¿Qué buscaba? Algún índice, un descuido, algo que apoyara sus sospechas. Y no necesitó ejercer demasiado su aguzado ingenio porque Felipa le contaba cada vez una historia diferente: allí donde había habido ovejas, hubo de pronto caballos, el padre no la trató más de oveja negra, de yegua tordilla la trataba, y pelada de la cola hasta el pescuezo, y los dos hermanos fueron tres y la quisieron desde lejos. Alonso se preguntaba cuanto divergiría la comedianta si tuviera que contar incontables veces su historia. A poco de andar dejaría de ser ella, aunque siguiera siendo ella. Porque no es que se fuera construyendo al relatarse, se iba arrancando de algo.

-Para qué galopas tanto tordilla, llevas tu historia grabada en las grupas.

Con un palmazo allí mismo — que no se lo dio — quizás se hubiera encabritado menos la Moralinda. Saltó del lecho como leona herida y se quedó mirándolo, grande como una montaña amenazante, una cordillera de quebradas, matorrales y lomas movedizas que se le venía encima. Alonso se deslizó hacia el espaldar. Ella, como sofocada, a punto de reventar con todas esas palabras que se le atropellaban en la boca sin poder salir. ¿Qué te has creído? le gritó por fin. ¿Qué soy una yegua que cualquiera se monta? El poeta comprobó una vez más que, amén de pequeñas satisfacciones personales, sus juegos de palabras podían ser desagradables para los demás. Felipa tenía la mirada revuelta por el estupor. ¿Podía él creer eso? ¿Era posible eso? ¿Acaso no reinaban juntos? ¿Acaso no caían tan violentamente juntos? Hubiera querido decirle que de tanto repetir tu nombre Mora he llegado a oír Amor, y de tanto repetir Amor, Mora.

Alonso, contra el espaldar, quiso disipar la ambigüedad de sus palabras. No he dicho que tu historia fuera una historia de grupas, le dijo. Eso es lo que tú has oído. En realidad, lo que quería decirle, era que la creía mora. Y no una mora cualquiera. Lo he sabido por ese pañuelo que llevas en las caderas. Ahí he visto tu historia.

Felipa se había cubierto con una saya blanca y estaba sentada al borde de la cama, inmóvil y majestuosa como diosa griega, escuchando a Alonso contarle la expulsión de los moros de Valencia, de su padre desprendiéndose de ella, de su dote, de sus cortas noches en Madrid. Y de las pulsaciones de su memoria, y de sus elucubraciones. Terminé por sacarte el velo y te vi. No por las ancas. Felipa lo miraba encantada. Mora Mora Mora, le dijo por fin. Y él también: mora mora mora.

En esos días estaban preparando con dificultad una obra de Gerónimo de Zárate donde una joven reina, casta y devota, era acusada de infidelidad por el mismísimo diablo reencarnado, que como se sabe es bastante convincente: la juzgaban culpable y la exponían en la cima de una montaña con los ojos reventados. Al comienzo no se lo confesaban, pero saltaba a la vista que el rol de la pulcra Beatriz no era para la Hoyos, ni por edad ni por morfología. Habían confiado en que el talento de la comedianta sería una compensación suficiente, como lo fuera cuando interpretó tan brillantemente a Santa María Magdalena. Pero en los lindes a los que ya se asomaba Felipa por esos años, la dificultad era mayor. No había corsé que resistiera a sus carnes, y cuando lograba encajarse alguno no lo soportaba. Terminaba sofocada, agotada y descontenta. Por qué escribirme esto, le preguntó un día a Zárate. El poeta, que se encontraba frente a su mesa de trabajo buscando imposibles arreglos, apoyó los codos y se tomó la cabeza a dos manos, agotado y descontento también. No sé, creo que no pensaba en ti. Será que ahora te gustan las desgarbadas impalpables, se había reído Felipa, búscate una de esas para tu comedia que yo no doy más. Recapacitó: no, mejor te la busco yo, Mora… Mora.

¿Y cumplió? Cumplió, sí. La obra la interpretó una comedianta joven sin la repercusión de Felipa. Zárate, insatisfecho, tuvo una sensación de fracaso y volvió a pensar en ella al escribir. Le compuso comedias de corte histórico, con abundancia de reinas sabias y maduras. Vaya, me has recordado, le decía con ironía la Moralinda. Pero a Zárate la veta mística se le daba mejor y recaía una y otra vez en personajes jóvenes y virginales. Me sale más fácil, decía como excusándose. Siguieron trabajando juntos, pero el monopolio de la Hoyos se fue acabando, hubo alternancia de montajes y comediantas. ¿Y él, conoció a otras comediantas? No pareciera, le siguió siendo fiel, estaba enamorado.

Tenía que vender comedias, y antes de venderlas, terminar de escribirlas. Pero cada vez que se disponía a hacerlo, después de haber limpiado con la manga la cubierta de su mesa de trabajo, que era también donde comía y bebía, lo invadían esas ideas parásitas y paralizantes. Le daba vueltas sin cesar a las vicisitudes de su retorno, removía, machacaba una y otra vez la misma materia sin sacar nada en claro. Era como si sus pensamientos terminaran en puntos suspensivos… Uno que lo obsesionaba y no lo dejaba escribir, era que tenía que huir y que para huir tenía que escribir. ¿Pero, quién puede escribir cuándo piensa todo el tiempo que tiene que escribir? Él, no. Por eso se pasaba así horas, sentado, pensativo y solitario. ¡Cómo viraba la vida! ¿Por qué no haberse conformado con lo que tenían? Sabiendo ella que él era Alonso de Mora, y él que ella hija de Jun Derderián. Entonces, quizás, nada habría cambiado. Los secretos compartidos se casan bien, son lazos fuertes, como los de las barcas del puente del Guadalquivir, cuando no las voltea una tromba de humanos y bestias zapateando. Los secretos también tienen su fragilidad. Para no perder encanto deben mantener su aura misteriosa, nunca revelarse enteros, sino se transmutan en historias banales, a veces vulgares, vergonzantes, cuando no descarnadas o peligrosas. Apenas descorrer una punta del velo, dejar siempre cubierto el ombligo de donde nace, esa debiera ser la regla. Pero aún cuando se la respete, nunca será por mucho tiempo, el develamiento es inexorable: por algún lado se libera lo oculto, sino por el habla, por los silencios, sino por la mirada, por la ceguera, sino por lo que se hace, por lo que no se hace.

Felipa tenía el hábito de desaparecer. A veces por una semana entera, a veces más. No preguntes, le decía a Alonso, y Alonso no preguntaba. Más aún, le gustaba verla llegar de vuelta renovada por la ausencia. Entonces trabajaban y fornicaban mejor, la rutina en cambio desalentaba. Eran unas interrupciones deseables... La ausencia, cuando dura poco, es buena para el amor, pensaba Alonso recordando los debates del salón de Rambouillet. ¡Qué simple era en fin de cuentas la respuesta!

Pero si Alonso no le preguntaba, sí se preguntaba. ¿Adónde iba? ¿Qué hacía? Trataba de adivinar, de atar cabos, no podía evitarlo, la curiosidad es algo muy serio. Una noche en que volvían enlazados al nido, palpó con su mano los aljófares de la sedería de sus caderas y encontró que había demasiados. Felipa la habrá restaurado, pensó, y se lo confirmó la impresión que tuvo más tarde, al verla desvestirse, de que sus colores estaban más vivos. Revivía el paño. Como yo cuando voy y vuelvo, le había dicho Felipa yéndosele a los brazos. Así quedó zanjado el asunto, pero sólo por un tiempo, hasta que Alonso volvió a ver la tela sobre el arcón del aposento, envejecida de nuevo, desdentada, ajada y desteñida. ¿Era posible eso?

No, una sedería no podía rejuvenecer un día y volver a envejecer al siguiente. Ni una sedería, ni nada. Y así como don Bernardino terminaría por comprender que dos Alonso de Mora diferentes se mezclaban en los testimonios de los malsines, este Alonso de Mora, el poeta, comprendió que había dos paños, el original tejido por Jun Derderián, que él conocía desde pequeño, y otro, una copia reciente apenas entrevista. Ambos en poder de la Moralinda… Y ahora el segundo había desaparecido. Soñaste, le decía ella, como sueñas todo el tiempo ¿vives en qué mundo Segismundo? o bien, ya entiendo por qué tu Tratado sobre nubes y por qué tu poeta de la Plaza Mayor. Se iba de evasiva en evasiva, y sus evasivas, como se sabe, solían ser convincentes.

Convincentes, no suficientes. Ese pequeño misterio venía a agregarse a una larga lista de otros pequeños misterios de Felipa, a sus cuentos variables y a sus desapariciones. Alonso pensó que debían ser un solo y gran misterio.

 

 

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Mario Lanzarotti, (Santiago, 1951) es un autor chileno radicado en Francia, donde ejerció durante largos años como profesor en La Sorbona. Ha publicado cuentos en revistas y diversos medios culturales. Esta es su primera novela. 

 

 

 



 

 

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(Las Tentaciones de Penélope, agosto 2022)