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Artistas, locos & criminales.
María Luisa Bombal

Disparos en la niebla



por Alejandra Costmagna
La Nación, domingo 30 de mayo de 2004




El 6 de mayo se cumplió un nuevo aniversario de la muerte de María Luisa Bombal, quizás la más intensa de las escritoras chilenas contemporáneas. “De qué me sirve ser autora de La amortajada cuando mi desesperación es tan grande”, dijo alguna vez la trágica enamorada de un piloto que escapaba de ella y de los balazos que un día la escritora le descerrajó en los pasillos del Hotel Crillón.

En una entrevista publicada en 1939, María Luisa Bombal admite: “Cada uno lleva en el fondo de su alma una tragedia que se empeña en ocultar al mundo”. Y luego zanja: “La tragedia que degenera en violencia no es tragedia. Es un simple hecho de policía”. Tragedia o hecho de policía, la ruina de los afectos será un motivo primordial en la vida y la obra de la autora chilena. También lo serán el abandono, el misterio de la existencia y la muerte: tópicos universales escudriñados por la escritora a partir de ciertos episodios biográficos que asomarán con frecuencia. Personajes como la mujer anónima en La última niebla (1935), Brígida en El árbol (1939) y, sobre todo, Ana María en La amortajada (1938) traducirán cautelosamente determinados fragmentos de la arrebatada existencia de la Bombal.

QUERÍA MORIR, TE LO JURO

Es 1931 y la pálida muchacha de flequillo recto que cruza el Atlántico mira todo con curiosidad. Con veinte años, un metro 62 de estatura y menos de cincuenta kilos de peso, María Luisa Bombal llega a Valparaíso a bordo del trasatlántico “Reina del Pacífico”. Desde la cubierta divisa a su madre, la viuda Blanca Anthes; a sus hermanas menores, las mellizas Blanca y Loreto; y a Eulogio Sánchez, piloto, fundador de la Milicia Republicana y amigo de la familia. “Tal vez amaba en ti ese patético comienzo de destrucción. Nunca hermosura alguna me conmovió tanto como esa tuya en decadencia”, dirá la protagonista de La amortajada años después. Pero entonces la muchacha que viene de París, donde ha pasado los últimos años estudiando literatura en La Sorbonne, no prevé ningún comienzo de destrucción. Ninguna hermosura en decadencia.

Algo en aquel hombre la conmueve y de inmediato surge la relación afectiva. Sin embargo, una mañana Sánchez confiesa que es casado y, aunque está separado de hecho, asegura que eso dificulta su vínculo. María Luisa suele esperarlo en su casa de calle Catedral como una novia clandestina, pero no quiere dejarse vencer por el desánimo e intenta distraerse. Por esos días nace su amistad con Pablo Neruda, quien la apoda “Abeja de fuego”. Con él y otros amigos se reúne frecuentemente en los cafés Venezia y Mozart. Aunque este nuevo eje va acercándola a su incipiente oficio, la presencia (la ausencia, más bien) de Sánchez es un ruido en su mente. María Luisa parece vivir dos mundos: la algarabía del circuito literario y el embotamiento de un amor no correspondido.

El derrumbe de la relación se impone veinte meses más tarde: una noche el hombre invita a María Luisa y Loreto Bombal a cenar en su casa. Al llegar, la escritora se excusa para ir al baño, pero a mitad de camino se detiene en el escritorio. Ella sabe que su amante tiene armas, y eso es precisamente lo que busca. En un cajón encuentra una pistola y sin pensarlo apunta a su cabeza y luego al pecho. Otra vez la cabeza y el pecho, la cabeza y el pecho, hasta que el fogonazo estalla y la pólvora baña con una brisa caliente su hombro izquierdo. El relato de La amortajada recreará luego parte de su testimonio: “Saqué el arma de la manga de mi abrigo, la palpé, recelosa, como a una pequeña bestia aturdida que puede retorcerse y morder. Con infinitas precauciones me la apoyé contra la sien, contra el corazón. Luego, bruscamente, disparé contra un árbol. Fue un chasquido, un insignificante chasquido como el que descarga una sábana azotada por el viento (...) ¡Ay, no, nunca tendría ese valor! Y sin embargo quería morir, quería morir, te lo juro”.

A partir de entonces, María Luisa empieza a programar el olvido. En septiembre de 1933 deposita sus manuscritos en una maleta y parte a Buenos Aires, donde la espera el recién asumido cónsul de Chile: su amigo Pablo Neruda. Poco a poco se va dejando cautivar por lo más granado del mundo cultural porteño. Así aparecen Federico García Lorca, Oliverio Girondo, Alfonsina Storni, Victoria Ocampo y su querido Georgie (Jorge Luis Borges). Entre escrituras y festejos, una noche conoce al escenógrafo y pintor Jorge Larco, a quien vislumbra de inmediato como una especie de cómplice artístico. Él, a su vez, se fascina con la sensibilidad de la joven chilena.

A los 24 años María Luisa publica su primera novela, La última niebla, y es celebrada por la crítica como una de las voces más audaces y talentosas de la escritura femenina contemporánea. El libro -que trata de una mujer embriagada durante años por la pasión de algo que no sabe si fue un sueño, un espejismo o un encuentro real- anuncia los tópicos principales que encauzarán toda su narrativa: la precariedad de la existencia, el difuso límite entre la vida y la muerte y las tragedias minúsculas que, como ella misma dirá más tarde, “cada uno lleva en el fondo de su alma”.

 

AZORÍN: UNA LATA

Tras La última niebla, la autora no para de escribir. Aunque su refugio emotivo más rotundo está en las letras, la relación con Jorge Larco se fortalece. O eso cree ella. Con la vista torcida -y acaso cegada por el recuerdo de Eulogio Sánchez- no recae en que esa pasión es imposible. Según admitirá ella más adelante, el pintor es homosexual. Como sea, deciden casarse. Y así se encuentran un día en su departamento de calle Juncal mirándose sin saber qué decirse, agotados tempranamente de esa unión fraternal. Poco tiempo antes, como augurando su propia historia, María Luisa ha escrito en su primera novela: “Noche a noche, Daniel se duerme a mi lado, indiferente como un hermano. Lo abrigo con indulgencia porque hace años, toda una larga noche, he vivido del calor de otro hombre”.

La ruptura con Larco se precipita y ella vuelve a la pieza solitaria.

En el muro tiene una foto de Neruda, quien ha sido designado cónsul en Barcelona. A veces observa el reverso de la fotografía y se anima con las palabras del poeta: “María Luisa adorada, abeja de fuego, te beso en el corazón”. Aunque pasa la mayor parte del día escribiendo, no abandona la vida social. Su amistad con Borges es quizás el ancla más visible con el mundo exterior. La madre del autor de El Aleph, Leonor Acevedo, la invita a comer todas las semanas. Ahí, en casa de Borges, ocurre un episodio de aguda complicidad que relatará en una entrevista publicada años más tarde en María Luisa (Andrés Bello, 1984), biografía escrita por Ágata Gligo:

“Estábamos comiendo una noche doña Leonor, Norah Borges, su marido Guillermo de Torre, Jorge Luis y yo”, rememora. “Guillermo, con su acento español, empezó a decir que los escritores latinoamericanos no saben castellano, que no hay escritores en Latinoamérica, etc. Esto delante de Georgie, que ya había publicado gran parte de su obra poética, y delante de mí. La señora Leonor y Norah se levantaron de la mesa, un poco avergonzadas; pero Guillermo, no contento con lo que había dicho, fue a buscar un libro de Azorín y empezó a leerlo en voz alta, para enseñarnos lo que era el castellano. Al poco rato, preocupado porque doña Leonor y Norah no volvían, se levantó él también. Georgie y yo seguimos hojeando Azorín. Este libro es una lata, dije yo. Es mucho mejor lo nuestro. Jorge Luis me contestó: Tienes razón. Corrijámoslo. Y empezamos. Poníamos los signos que se usan para la corrección de las pruebas de galera, por ejemplo, cambiar adjetivo con sustantivo, suprimir, invertir orden, etc. Le pusimos también notas marginales como mal gusto, repetido, y tachamos párrafos enteros, escribiendo otros en reemplazo. Georgie dictaba, y era yo la que escribía, obediente (…) Al día siguiente, doña Leonor me llamó temprano para decirme que no le abriera a Guillermo, que quería matarme: el libro le había sido dedicado por el propio Azorín”.

Aunque María Luisa admite ser lenta, no deja pasar un día sin escribir. Así lo hace hasta que en 1938 nace La amortajada, su segunda novela. Con la misma prosa delicada que mostrara en La última niebla, la novelista relata acá la historia de una mujer que durante su propio velorio revisa su existencia, mientras observa el comportamiento de los vivos que la visitan. La crítica definitivamente la consagra. En su columna literaria de La Nación, Alone cataloga a la autora como “una princesa de las letras”. Y el propio Borges en Buenos Aires dictamina: “Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nunca nuestra América”.

Eufórica con sus nuevos textos, al poco tiempo comienza una nueva relación afectiva. En Carlos Magnini, médico culto y adinerado, ella busca tranquilidad; no pasión. Pero de inmediato afloran los celos provocados por el fantasma de Eulogio Sánchez. “¡Oh, la tortura del primer amor, de la primera desilusión! ¡Cuánto se lucha por el pasado en lugar de olvidarlo!”, ha escrito en La amortajada. Magnini ofrece financiarle un nuevo viaje a Chile. Es sólo un modo de apaciguar la irritación, argumenta. Y ahí está la escritora, con dos novelas y diez años después de aquel día en el “Reina del Pacífico”, en la losa de un aeropuerto.

 

YO DISPARÉ, YO LO MATÉ

Una mañana, en Santiago, el matutino la golpea: es una fotografía de Eulogio Sánchez y señora en las páginas sociales. El piloto regresa al país luego de unos años de residencia en Estados Unidos. “No. No lo odia. Pero tampoco lo ama. Y he aquí que al dejar de amarlo y odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital. Nada le importa ya”, ha diagnosticado en su ficción. María Luisa intenta no afectarse y llama a Magnini a Buenos Aires. No alcanza a emitir ni una palabra; él se adelanta: “Me casé hace quince días. Que le vaya muy bien allá y en la vida”. Y enseguida cuelga.

La traición de Carlos Magnini y la fotografía de Eulogio Sánchez se cruzan en un mismo vértigo. Es como una de esas tragedias que, según dice ella misma, “cada uno lleva en el fondo de su alma y se empeña en ocultar al mundo”. María Luisa da con el número telefónico de Sánchez, indaga su ruta cotidiana con suma exactitud y planifica. Elige el céntrico Hotel Crillon como punto estratégico. El día escogido, 27 de enero de 1941, ordena que le suban un cointreau a su habitación. En su garganta se atasca el aire pesado. La ventana del Crillon anuncia el movimiento callejero como si fuera la pantalla de un cine. Y en medio de la tarde lo ve: Sánchez camina moviendo las caderas igual que una marioneta. De golpe, la autora de La amortajada se encuentra tras él con sus brazos horizontales apuntándolo, pensando en matar así su mala suerte. Luego sólo escucha el ruido seco que provocan sus tres disparos. Sánchez cae frente a ella. “¡Yo disparé, soy la única culpable, yo lo maté”, grita orgullosamente. Pero su exactitud con la pistola no es la misma que con las palabras, y Eulogio Sánchez sólo está herido.

Tras cuatro meses de reclusión, la escritora queda en libertad. Se considera que ha actuado privada de sus facultades mentales. “De qué me sirve ser autora de La amortajada cuando mi desesperación es tan grande. Nunca tuve tino en el amor. Ése es un hecho. Al enamorarme perdía un amigo y lo reemplazaba por una tragedia”, se lamentará en una entrevista concedida a Hans Ehrmann en 1962. Con la tragedia a cuestas, sigue escribiendo. Más tarde se traslada a Estados Unidos, se casa con el conde Fal de Saint Phalle, sufre de alcoholismo, no deja de escribir. Saint Phalle muere a fines de 1969 y poco después ella regresa a Chile.

Es probable que al enterarse del fallecimiento de Eulogio Sánchez en un accidente aéreo sintiera una especie de alivio. Pero ya era tarde: a María Luisa Bombal, como a la protagonista anónima de La última niebla, se le ha ido la vida buscando un amor que acaso no haya sido más que un sueño o un espejismo. A pesar de la grandeza de su obra, la autora no ha podido ni podrá escapar nunca a la sentencia que uno de sus personajes fijó tempranamente, como firmando un pacto con la tragedia: “¿Por qué, por qué la naturaleza de la mujer ha de ser tal que tenga que ser siempre un hombre el eje de su vida?”. El 6 de mayo de 1980, un coma hepático la fulmina y muere sola, a las tres de la madrugada, en una pieza del Hospital del Salvador.

 

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María Luisa Bombal: Disparos en la niebla,
por Alejandra Costamagna,
Fuente: La Nación,
domingo 30 de mayo de 2004.