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El Sirlo


Marcelo Munch

Un Sirlo él y ella golpeó mi ventana sin pedirme permiso. ¿De qué eres?, le pregunté yo sabiendo la respuesta, sabiendo que sus anhelos eran también los míos, sabiendo que este era un episodio que se había colado desde un embrujo virgen y solitario, sabiendo que su dolor lo había hecho hombre por la cobardía canalla de las bocas todas, sabiendo que, a fin de cuentas sin memoria aparte, son escasas las horas de contar con aquellas líneas de su fogosa silueta sobre mi piel. El Sirlo me mira, sabe todas sus respuestas y no escatima esfuerzos en doblegarme con su silencio.

El Sirlo ha emigrado desde los nervios del fuego. Él y ella me dijeron que sí se puede renacer, ¿y porque he de hacerlo? fue mi primera pregunta, él y ella me miraron materno. No hagas preguntas que no te atreves a contestar, me respondió. Supe entonces que estaba ante mí mismo. Voy a romperte el cuello por impertinente, sentencié, ¡quién eres tú para venir a ñauñaurme jamasmente!, me gritó de fuego con un tirón de orejas que me dejó cojo, cojo y bueno casi lindo pero ido. Me puse a llorar, y el Sirlo se puso a cantar sobre mí un canto de lo más extraño para consolarme. Yo no quise oír, quise dormir y que él mismo se durmiera a mi lado para después verlo desvestirse. Pero no cerré los ojos, al verlo a él y ella así entre cortinas y visillos pude distinguir su extraña delicadeza, un algo como nostalgia, de pena tibia y rezagada de un no decir. Peinaba sus plumas pausadamente con un run-run de lo más íntimo, y un susurro de tanto en tanto repetía lecciones y avisos que alguna vez yo también oí pero que no recuerdo, hazte fuerte no te hagas grande… eres un pájaro… deja que la vida cante… que no te vean llorar… Entonces el Sirlo supo que yo lo miraba, y supe entonces que él ya me había visto y siempre lo había sabido.

- Ven conmigo – me dijo – vamos a inventar un cuento.
- No quiero – sentencié – tú te irás de mi lado y no quiero perderme contigo porque no sabré ya donde estar – Yo salí corriendo y restregando una promesa – te juro que no sabré nada de ti ni de tus hadas.

Pero no fue cierto, con los días y los años, el Sirlo me fue enseñando que la distancia es una causa y una condena, y es también una memoria, una pausa a veces inexistente, a veces precursora, a veces respuesta de una respuesta, jamás nunca punto final. Yo me fui igual entonces, más temprano que tarde descubrí que el Sirlo me hablaba con una verdad más implacable que la muerte.

- La muerte no tiene voz propia – me gritó al marcharme, y yo no le creí. Lo vi alejarse quedándose quieto en mi ventana, quise decirle adiós y prometerle que pronto volvería, pero no era cierto, y él y ella también lo sabían. Recé cada día desde entonces que él y ella no olvidaran cada uno de los días para que me relataran después todo cuánto fue, y todo cuánto será.

Hay un Sirlo ahora mismo que está sosegado sobre una nube. El Sirlo me mira, hoy ha dejado sus plumas de alas blancas. Sus semillas son de colores de azúcar ámbar, y su voz ya no se viste de rasguño de sangre. Sus pupilas han germinado en mi sonrisa, se ha cumplido su pacto de ventisca en mi memoria. Yo lo recuerdo a él y ella tan fresco y cálido, me dejo seducir a pelo rojo sin importarme sus puños duchos de fragores.

- Mírenlo – grito a no sé quién – véanlo cabalgar bajo fundas de piel y harapos, bajo nubes, sobre limbos y lirios de colores, véanlo ahí germinar, será la última vez que su prodigioso brote se ventile entre retablos de rescoldo.

Ahora el Sirlo se ha puesto de pie, se abrocha los zapatos y se abotona los dientes, ha de partir de nuevo y definitivamente, ya está preparado para embaucarse en otra nueva cruzada, esta vez a lo mejor la más alta y placentera de todas las anteriores, esa de que tanto se escatiman esfuerzos y parábolas sin ni un real sentir, esa que llora y goza de dolor a más no poder pero que debajo de todo peregrinaje de curtido letrero, la indolencia ciudadana a fin de cuentas es un traje de palo ya sabido, y por ello, la fe en los indios manantiales se extingue irremediablemente.


Stella Díaz Varín
(La Serena, 1926 - Santiago, 2006)

 
 

 

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