—El Laboratorio, desde la época de la pandemia, ha tenido un rol en las dinámicas sociales que me parece ha sido fundamental. ¿No es contradictorio que alguien, quien es crítico del «panorama de la poesía actual» renuncie a parte del tiempo que podría dedicar a la propia «creación» para pensar en lo que se viene gestando?
—Claro, a la propia creación como quien marca el 911 exigiendo el socorro inmediato de la musa como si ésta existiera y tuviese que cumplir con el horario de una jornada de trabajo. Esas son las cosas que critico, el sobredimensionamiento —y la romantización— de la figura del poeta como si en lugar de un trabajo, estuviéramos hablando de un «estado de gracia». Hay que salir de sí a buscar al poema, ¿todavía se escriben poemas no?; investigar, meter las manos al fondo de la tierra y palpar sus raíces, aunque una buena parte de las veces te encuentres solamente con un enjambre de lombrices entre un montón de mierda. Eso, ya es salir del «sí mismo» —el enemigo— en la medida que constituye un estorbo con respecto al movimiento centrífugo que la escritura, y, por ende, el autor, tendrían que establecer con respecto a la realidad, que no es más que la interpretación subjetiva que fabricamos a partir de la ficción. Una ficción es la forma en la que tú crees estar observando objetivamente «lo real», una de las invenciones más destacadas de lo que sobrevive en el mundo contemporáneo.

—No querría que dejásemos pasar tu visión crítica de las «escrituras del presente».
Eso, como una vez dijiste, que, sin ser falso, no es del todo verdadero.
—Lo único que yo critico son ciertas tendencias autocomplacientes o mediáticas, las mismas que valoran el poema como producto —suena mejor que mercancía, ¿verdad?— pero estamos hablando de lo mismo, ¿no te parece?. Hoy por hoy el sobredimensionamiento —y la romantización — de la figura del poeta lo convierten en algo muy semejante a una estrella pop. Es más lucrativo, al menos para el capital del ego. Hablar hoy de la idea de «trabajo» hace que el poema se humanice hasta constituir una forma política que encuentra su medio de expresión en una estética, que, bajo ninguna circunstancia ha dejado, ni dejará de ser ética. El poema es un acto tan político como estético cuya base no es otra que la ética. ¡Una santísima trinidad¡ —que, si te gusta la imagen en sí, nos posibilita el profanarla, así la volvemos sagrada, pero en la medida de lo humano. El problema es que hoy confundimos política con ideología y poema con proselitismo. Una declaración así te convierte en «facho», el «progre» hoy es un propagandista involuntario del vaciamiento ideológico que, sin quererlo, atenta, contra el poema sin saber que éste se encuentra más allá de sí mismo.
Hace unos días en El Laboratorio presentamos el libro de Valese, «Un fuego como el mar» y en determinado momento Valese, ella es lesbiana, declaró: «en el acompañamiento Maurizio fue una lesbiana» y, si bien, aunque como lesbiana no sería precisamente una amazona, si lo fui en la medida del vínculo establecido. Un comentario como el de Valese me honra.
El acompañamiento que desarrollo en El Laboratorio surge de un respeto irrestricto por el texto que se procesa, que se acaricia, que se patea. No yo. Sino, más bien nosotros, el participante y el acompañante. Muy al estilo ignaciano Ambos sabemos que si yo exclamo «esto es una mierda» no estoy hablando de nadie, sí de algo, del texto, y que, si continúa siendo o pareciendo una mierda, el fracaso no es del autor. Es de quien conduce el proceso. Yo me hago cargo. En El Laboratorio el único contendor es la soberbia, que podría estar en presente en cualquiera de las dos partes.
El proceso en sí, que, en realidad, me importa más que el producto, es lo más parecido a un matrimonio el cual no está fundado en el amor entre ambos, sino, más bien en la relación que ambos podemos establecer con el texto. Por decirlo así, es una intensa relación textual.
Cuando el texto aparece y sale publicado, yo desaparezco. En algunos casos queda esa amistad tan particular que caracteriza a la maestranza y al discipulado, porque la amistad es más legítima que estas categorías impostadas. Y creo que El Laboratorio funciona.
Sin ser una editorial hemos publicado 14 libros, sin ser una ONG, hemos organizado una feria del libro, sin ser gestores culturales hemos sabido organizar eventos, sin ser una empresa hemos forjado sociedades y alianzas… Si uno lee los libros de nuestros autores ninguno se parece al otro. Ni Maritza Mejía a Jasmín Carmina, ni Braulio Paz a Christopher Waller o Cayre Alfaro a Fabiola del Mar.
Pero tengo algunos pendientes: Diego Alexander Paiva, Luis Roldán, me encantaría editar y trabajar con Moisés Jiménez, con Cristal Alarcón, con Ana Carlina Zegarra… Pero, no creas, no es que en El Laboratorio todo es «color de rosa». Aunque no lo digan, no faltan quienes que vienen solo por temas de currículum con el propósito de enriquecer sus brochures.
A ésos El Laboratorio no les servirá de nada, ¿por qué? porque no leen y, sí, lo confieso, a pesar del rótulo de «escritura creativa» en El Laboratorio nos preocupa más la «lectura creativa», sin ella el lugar más triste al que podrían alcanzar es el del éxito, uno tan legítimo como su falta de discursos, de referencias, de propósito, de sentido.
Conozco aspirantes que son incapaces de distinguir un ornitorrinco de un ñandú, pero eso a ellos no les importa. Viajaron, los aplaudieron. Por ende, son poetas, son escritores, son prosistas, «se graduaron» aunque no se diferencien mucho del contenido que encontramos dentro de un par zapatillas.
—¿Y aún así te das el tiempo suficiente para dirigir un blog, el cual, a decir de muchos, es uno de los más paradigmáticos del siglo XXI y seguir publicando, qué experiencias podrías comentarnos sobre Malincuor?
—Dejé Transtierros varios años. Y sí, hay al menos dos o tres generaciones que crecieron teniéndolo como referencia. Si no como una influencia como un parachoques frente a la nadería. A lo largo del tiempo he tenido grandes compañeros, Luis Eduardo García, Jorge Posada, mi querida Ana Claudia Díaz.
Hoy trabajo, cuando ella puede, pocas veces, pero son, con Tania Favela, y también, incluso cuando no puede, con Reynaldo Jiménez. El objetivo que nos reúne es una utopía: la de salvar la escritura de sí misma, siendo conscientes, como dijo alguna vez Vallejo, que hay que ser poetas hasta dejar de serlo.
Me ilusiona pensar en Transtierros como una piedra en el zapato de la academia más puritana y conservadora, de todos aquellos que se descubren como gestores de corrientes y acciones que, en lugar de ser primicias, tal como ellos hubieran pensado, están presentes en la escritura hace uno o dos siglos. Incluso siento una extraña satisfacción frente a sus agravios, muy semejantes a las «pataletas de Pinina». (Miro a Medo desconcertado).
¿Ves, no sabes quién fue Pinina? Sin embargo, puedo apostar que el 21 de septiembre, regalarás un ramo de flores amarillas haciéndole honor a Floricienta. Algo parecido ocurre con la literatura. Los referentes, los referentes…
En su segunda etapa Transtierros, a través de Dolce Still Mostro, dio a conocer una nutrida nómina de nuevos autores que, con el correr del tiempo, su logro más grande fue haber podido integrar dicha nómina. En esta nueva etapa me entusiasma el flujo intergeneracional que, espontáneamente compartimos con Tania y Rey. Los tres venimos de «escuelas» diferentes: Tania es (y no) de formación «goliana», para mí Tania está más allá; Reynaldo orilló el neobarroso pero, más que como doctrina, esto fue originado por su amistad con Perlongher —hay mucha confusión con este punto, para mí Rey no es un «oso», si hablamos de barros, sino que sus textualidades son músicas derivadas con un sonido propio y particular que lo distingue de los epígonos y por último, yo, que en la última década me he acercado, y cultivado una escritura que puede tener tanto de los barrocos —quítame el neo, me quedo con el Siglo de Oro —como de los L=A=N=G=U=A=G=E Poetry y también de los postulados teóricos de Veronica Forrest-Thomson o de Marjorie Perloff. Somos diferentes. Coincidimos en abogar por una poética crítica, arriesgada y reflexiva, que rompa el molde de la tradición asumiendo la escritura como ficción, artificio, investigación y crítica radical.
Ahora, con respecto a Malincuor el libro en sí, como explicó Diego L. García, es una syntesis. Aunque el lector fije su atención en las expresiones dichas en otro idioma (porque no sabe Leer), es un libro claro, sentimental, autobiográfico y confesional —claro, esto en mis propios términos.
«Estoy ahí» en la medida que fui capaz de transformar el tiempo en espacio —desde las ventanas de un tren que no existe, o tal vez sí. No es autoficción, es una obra abierta—en los términos de Hejinian—en los que se activó esa alarma de la memoria que es el recuerdo. Es un libro sobre el paso del tiempo y sobre todos los Medo que alguna vez fueron para, contra todo pronóstico, alcanzar el presente. Y es mi presente en la escritura. Un presente que, en algún momento pensé que también debía comenzar a conjugarse en pasado pero que, contrariamente a lo que pensaba, me abrió a un tiempo futuro.
En una oportunidad dije que era la «última pieza», la que me faltaba para concluir un puzle. Por lo tanto, fue el que me abrió las puertas para pensar en ensamblar otros, siendo consciente que, felizmente, «soy de otra época», una en la que resultaba impensable a idea de un «poeta profesional» o un «productor de contenidos». Finalmente, y lo dije el día de la presentación, yo no soy —ni quiero ser un escritor profesional— como dijo Piglia, vestido de Renzi, «solo soy el hombre que escribe».
El libro es para mí importante, he dicho «para mí», ojalá que también para ¿mí? escritura en la medida que significó mi reconciliación con la cultura balcánica. Croacia siempre estuvo dormida en mi constitución cultural, no en la fenotípica —esa no se puede ocultar— y para los peruanos ésa determina tu forma de estar en ese país. Algo de esto lo comprendí conversando con Ena —a quien conocí en Sarajevo— o con Johana. Un encuentro muy loco en el cual una arequipeña, Johana es arequipeña, me daba las pistas para comprender «mi» cultura, una que en el mundo hispánico es incomprendida o estereotipada conforme la intensidad de tu «blanquitud», la cual termina por constituirse en un tema ideológico.
—Comentabas que el tren que recorre Malincuor es una metáfora a través de la cual el tiempo se convierte en espacio —en ese espacio específico— pero, por el planteo de su estructura, puede que me equivoque— Malincuor tiene también algo de plataforma, una en la cual el lector pasa a ser un prosumidor…
—¿Por las interferencias? —deduzco que Medo se refiere a las intromisiones que intervienen el libro desde «afuera», asiento. Las interferencias responden a la lógica de las redes sociales, «cortan», «desnaturalizan» el orden prestablecido para el desarrollo del discurso y reflejan, no dejan de reflejar la falta de conciencia ciudadana que hay en este país.
¿Tú me hablas del respeto por el Otro si tu perro le caga el jardín 3 o 4 veces al día?, ¿vamos a hablar sobre la democracia si la Junta de Vecinos decide anular las elecciones de la junta directiva?
La voz, las voces de «afuera» son aquellas en las que se dice la verdad. No hay mediación autoral. Y, al mismo tiempo, esas voces, y las apariciones de algunos nombres propios, conforme transcurre el libro, son también un homenaje a mis querencias.
Róger Santiváñez decía bien que todo esto, en su conjunto, es un «ajuste de cuentas» y, en ese ajuste, diremos, me hago consciente de cuál es mi situación como poeta en el Perú. No escribo ni para las mayorías legitimadas ni para las minorías postergadas, escribo para encontrar mi lugar, el cual proviene de otras culturas con las que estoy en profunda sintonía, aunque hayan venido de ultramar.
Durante años he debido escuchar que «no soy tan peruano como tú», que «no soy tan progre como ella» y frases de ese calibre y esto se debe —me lo explicaba un amigo muy, muy querido de Patria Roja— que Sendero Luminoso instaló en el imaginario ese componente racial, y le creyeron.
¿Vladimir Herrera es más peruano que yo por el hecho de morar en Cuzco? Tal vez. Pero también es más hispano por la forma en la que despliega su poesía.
El Perú es una suma de relatividades mal interpretadas por la mediación de los estereotipos. Con los años me he ido despojando de ellos mientras mis contemporáneos parecen aferrarse a ellos con un furor desmedido con el único propósito de afirmar su identidad. Yo no estoy obligado a territorializarla.
Cuando digo, lo he dicho, que soy un cualsea es porque lo soy, mi pertenencia más legítima está en mi propia historia. ¿Esto me convierte en qué? En nada. Sólo expresa lo que soy.
—En una línea de Malincuor escribes: en esta línea murió mi madre. ¿Por qué?
—Porque murió pues. Con la muerte no se juega, con la poesía, a veces, con el dolor jamás. ¿Por qué no expresarlos, por qué no testimoniar sin metáforas, como decía mi amiga Tamara Kamenszain?, ¿Por qué no es «bonito»?, y si no es «bonito», ¿no es poético?, ¿es que nos seguimos tragando el cuento de la poesía como la búsqueda de la belleza? Entonces sería mejor leyendo a Eguren.
Hay que escribir el presente, y como lo dicho reiteradamente «para que la historia exista» y eso, querida, no existe en los predios de la estética. Sí de la ética, sí de la política y, por cierto, lejos del panfleto, otra forma mal asumida de los cuentos de hadas.
—Otro aspecto que veo en Malincuor es la abundancia de referencias y referentes.
—¿Qué es la historia sino un referido? Otra cosa es que la ignores, y que los que se autodenominan poetas lo hagan de una manera similar por el temor de no ser «originales». La originalidad es el ángulo que elijes para expresarte y este no tendría ninguna validez si lo que faltan son las referencias para conocer desde qué ángulos anteriormente se pudo expresar algo. En fin, cosas de poetas….