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La poesía del chileno Mario Meléndez: diálogos con la muerte
(presentación de su libro El mago de la soledad, 9/8/24, Bs As)


Por Jorge Boccanera


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Decir que esta nueva antología de Mario Meléndez, es de alto vuelo, podría sonar a frase transitada para colocar un elogio; a menos que ese vuelo lo pongamos en contacto con una de las referencias fundamentales de la poesía chilena: Vicente Huidobro y su libro Altazor, que supo llevar el nombre provisorio de Viaje en paracaídas. Uno de los primeros libros de Meléndez porta en su título con el oxímoron de Vuelo subterráneo y empieza con un poema dedicado justamente a Huidobro, a quien Meléndez homenajeará en varios de sus textos. Incluso en este poema hace un traspaso de voz para que escuchemos a Huidobro autoelogiarse con imágenes inusitadas y grandilocuentes propias del personaje: “soy más inmortal que las agujas/ y en mi boca suspiran las estrellas”. Siguiendo el tema del vuelo, digamos que este barrilete (“volantín” en Chile) tiene mucha cola. Es uno de los puntos que considero importante en la poética del autor de El mago de la soledad, su relación con la lírica de su país, que lo antecedió -Huidobro, Neruda, De Rokha y Jorge Teillier, entre otros. Pero al mismo tiempo que entronca con esa reconocida tradición, la singularidad de su voz lo instala en lo que O. Paz llamó la tradición de ruptura; y aquí aparece una figura primordial de la poesía: la paradoja, ya que se rompe con una tradición para ensanchar otra.

Esto, lejos de aludir a una influencia malentendida como mero calco, tiene que ver con lo que portorriqueño Ángel Flores, quien hizo la primera traducción al español de La tierra baldía de Eliot en 1930 llama en su prólogo “influencias destiladas”. Pienso en imaginarios que interactúan con zonas con fronteras imprecisas; y se retroalimentan; en suma, una circulación de formas que habilitan aquellos elementos que ya están latentes en aquel que las recibe.

Otro de los logros de la poesía de Meléndez, es que se sitúa en el cruce que instalaron las vanguardias latinoamericanas de los años 20, entre la innovación formal y la búsqueda de identidad, sin caer en la mera modernolatría. De ahí que convivan en su antología el gesto disparatado del Dadá y la prosopopeya del ultraísmo que da vida a cosas inanimadas (como esa escoba que “gime en las noches/ mientras barre el polvo de la soledad” o unos tomates cortándose las venas), y lo vernáculo en textos como “Guacolda”, la esposa del líder mapuche Lautaro y “Que salga el indio entre las piedras”, entre otros.

Está claro que en los libros que integran esta recopilación subyace un planteo que expresa una lucha de contrarios: Eros y Thanatos; Parranda y funeral, diría en uno de sus títulos nuestro poeta José Antonio Vasco; o usando palabras del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, una poesía “de mortaja y pañal”. Ya que, si por un lado el espejo refleja al circo, la frase socarrona, las burlas de la desdentada, los gusanos parlantes de la Parca y cierto humor zumbón, aquel que mira en esa superficie pulida se topará también en su reflejo con el gesto grave y la pesadumbre del que sabe que hay un final. Lo dice mejor Meléndez en el título de uno de sus libros: La muerte tiene los días contados, (claro, los nuestros, no los de ella) que escribe el poeta tiene los “pies helados” y “cuerda para rato”.

De modo que la muerte –y en menor medida otros tópicos como las palabras, la infancia, el silencio, la locura y la figura de Dios- pasa a ser el eje central de El mago de la soledad, convocando a las imágenes de mayor peso: “Eva guardaba sus muertos/ besándolos en la boca”… “la muerte pidió que la cremaran/ y esparcieran sus cenizas/ sobre todos los vivos”; a las que se agregan escenas de desgarro como en el poema “Sr Pessoa”, donde anota: “la mano que mece la cuna/ fue cortada por un tren de carga”, o haciendo coro con el vozarrón de arenga de Pablo de Rokha, en un poema que le dedica, lleve en su brazo en alto “El verso degollado a la luz de los infiernos” Estamos hablando de uno de los núcleos más trascendentes de la poesía universal: lo efímero, el tiempo, esa muerte que Gabriela Mistral llamó (“la empadronadora”). De ahí que sea difícil para cualquier poeta un abordaje sobre ese eje con cierta originalidad. Sin embargo, Meléndez se instala en este núcleo con rango de obsesión martillando una y otra vez –sobre todo en sus libros La muerte tiene los días contados, Jardín de escombros y Partitura para aves de mal agüero- para aunar imágenes contundentes ligadas al ritual funerario. Tema al que suscriben casi todos los poetas de Chile, del Neruda de “Solo la muerte”, al Gonzalo Rojas y su libro Contra la muerte, y Enrique Lihn con su obra póstuma Diario de muerte y Armando Uribe Arce (1933) cargando al hombro su volumen de Los ataúdes (se dice que en 1998 Uribe reclamaba su muerte y se encerró a esperarla en su casa donde vivió enclaustrado hasta su deceso en 2020).

Pero de todos los referentes me interesa subrayar aquí otro autor del país trasandino, a Oscar Hahn (1938) con su libro editado en 1977 y considerado un clásico de las letras chilenas: me refiero a Arte de morir, aquel de “la muerte tiene un diente de oro” y “está sentada a los pies de mi cama”, y por fuera de este libro, uno de sus textos más logrados: “Hueso”.

Pero cuidado. La poesía de Meléndez no le va en zaga a ninguna de estas referencias que enuncié con el sólo ánimo de darle una ubicación temática; de subrayar un punto de convergencia de la poesía chilena. Ya que su voz resuena con pecho propio (diría Vallejo), pasa del coloquio a la imagen visual, del tono narrativo a la escena onírica, de la frase popular a la cuerda social (“La playa de los pobres” o “Abrígate, Gladys”, dedicado a una destacada dirigente comunista); va de la parodia y el grotesco, con un lenguaje de textura surrealizante engarzada al absurdo. Su escritura se vale, también, de numerosas referencias culturales, ya que El mago de la soledad guarda una sala de espejos deformantes que parece salida de un cuento de Bradbury, y que página a página es visitada por un desfile de personajes que entran a una especie de feria, parque de diversiones, con algo de aquelarre y carnaval: Marilyn Monroe, Miles Davis, Elvis Presley, Van Gogh, Kafka, Picasso, Cervantes, Rimbaud, el Marqués de Sade y, aunque Meléndez no lo nombra, ahí está también Nietzsche anoticiando por un altavoz que Dios ha muerto. Hay también numerosos poemas cortos en este libro, un formato con el que el poeta logra una mayor condensación de sentido.

Por otra parte, si bien la muerte capitaliza la mayor parte de los textos de este libro, hay como dije otros temas a saber: la locura, la infancia, la injusticia social, el silencio, las palabras, Dios. Sobre las palabras dice en un poema: “la lengua habla a través de sus recuerdos… se hace entender a cucharadas… La lengua habla aunque se llene de hormigas/ aunque se pudra”, seguirá cantando y ladrando.

Por su parte, su alusión a un Dios está lejos del “altísimo” que enunciaba el Huidobro de “el poeta era un pequeño Dios”, dado que el hablante aquí no es el poeta oracular, cósmico y altisonante de Altazor, sino una voz que desanda el camino pedregoso de los días y habla desde lugares precarios. Un Dios entonces más terrenal, descuidado, callejeando junto a su compañera de juegos, la muerte, a ratos ingenuo, a ratos desorientado, pintando “grafitis/ en las tumbas de los niños muertos”, escribe Meléndez; “peinando a sus muñecas en un patio abandonado” o metido en labores extrañas. En el poema titulado “N. N.”, el poeta anota: “Qué tipo tan raro es Dios/ a veces pasea a su perro/ adentro de una fosa/ ¿Estarán los huesos de su hijo acaso/ o los de su verdugo?”

Los juegos de sentido, los contrastes entre sueño y realidad, la sobrevida y la finitud, lo palpable y sus espectros, nutren los momentos más logrados del libro en poemas como “Crónicas de un circo pobre”, “Apuntes para una leyenda” y, entre muchos, “Nadie nos enseña a morir”.

El valor de la poética de Meléndez, creo yo, no sólo radica en cómo tensiona los polos vida-muerte, sino en modelar un lenguaje en base a lo trastocado, lo desconcertante; vale decir, esa puerta a las transfiguraciones que posibilita a la poesía abrirse a múltiples significados y cantar sin desmayo, como dice Meléndez en uno de sus poemas, “para que se oigan más fuertes los gritos del silencio”.


 

 

Jorge Boccanera y Mario Meléndez durante la presentación
en (SADE) Sociedad Argentina de Escritores, Buenos Aires, 9 de agosto de 2024.



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