La mujer escritora de América —aun en aquellos países que le son más hostiles— trata hoy, cada vez más, de expresar la tragedia de su alma, y lo consigue en una clara y noble plenitud. Lo que caracteriza el aporte de la mujer a la lírica, es el monólogo para aliviar sus sentimientos, o la confidencia, para acallar la angustia de su soledad.
La mujer, de acuerdo con sus facultades expresivas, dice sus propios dolores, la angustia que la oprime, el deseo que la atenaza, las alegrías peculiares que iluminan “el abismo estrellado de su alma”. A pesar de que los motivos sean idénticos, ¡qué variedad de matices, qué riqueza de tonos, qué ardorosa y ardida sencillez la que las hace diferenciarse!
Si no se puede pensar en la poesía americana actual sin que se pronuncien nombres como los de Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou; al lado de ellos, y cuando se habla de Chile —es forzoso acordarse de María Monvel, mujer admirable que ha hecho por la poesía lírica chilena, gracias a su auténtico genio creador, —lo que yo quisiera que las mujeres escritoras hiciesen por cada uno de los países fragmentados de Nuestra América.
Estoy convencida de que María Monvel se expresa con tan recatada dulzura, con tan altiva coquetería, porque tiene el gusto innato, irresistible y profundo de la elegancia. Que esta expresión ha enriquecido la existencia de millares de mujeres, y que ha sido tan importante en el desarrollo del conocimiento del alma femenina, es algo que corre parejas con su parca y sutil calidad. Lo que la diferencia principalmente de Gabriela Mistral, es que Gabriela posee la madurez del dolor y a María el dolor le ha servido para dotarla de un aire más feliz. Lo que la une a Alfonsina Storni es la riqueza temperamental, y lo que la separa es la carencia de cerebralismo. Finalmente, lo que la aproxima a Juana de Ibarbourou, es la gracia espontánea y sencilla y lo que la aleja es una sensibilidad más interiorizada, más rica en el sentido del espíritu.
Quizá el amor haya hecho de María Monvel una poetisa tentada por la gracia. Porque para esforzarse en penetrar en su mundo lírico, se necesita tomar el camino de los enamorados y no el de los críticos, Poesía fervorosa, que se siente pero no se piensa, que se gusta pero no se analiza. Su mayor aporte es un verso diáfano, limpio, "fácil por la plenitud", —como dijera la Mistral. —La verdadera substancia de esta poesía trasciende más allá del libro. Por perfecta que sea la. estrofa, lo que dice interesa mucho menos que la cantidad de sentimientos que sabe sugerir. No quiere decir esto que su forma amable no cautive; lo que acontece es que el verso es la historia de su espíritu; y es su espíritu —maduro de sutilezas— lo que percibo como un espectáculo cambiante de la naturalidad y de la emoción.
No sólo a la poesía se ha dedicado María Monvel. También ha sido tentada por la aventura de la crítica. Su libro Poetisas de América, si bien no pasa de ser un excelente florilegio, tiene la virtud de perfilar con rasgos alusivos a diez y siete mujeres representativas de la lírica americana. En forma breve, precisa, queda aprisionada su reacción ante el fenómeno poético. Una reacción ingeniosa, delicada, y sincera, en. la que hasta para establecer diferencias no abandona el matiz. Esas opiniones, sintéticas en exceso, dejan una sensación de vacío, de que algo les falta, a pesar de la sutileza de un estilo que absorbe tan gran cantidad de ciencia y de esfuerzo sin que la limpidez cristalina rompa un momento la línea vertebral del arte. El libro me produce la sensación de un delicioso cuaderno de notas, en el que se recogen las reacciones conmovidas de una mujer habituada al ensueño, a la expresión elegante y a la dignidad de pensamiento.
Por su espontaneidad y refinamiento, por lo transparente y flexible del verso, por el halo de uncioso vitalismo que mana de su palabra, por su expresión nítida, por una especie de amable filosofía —dulce y desencantada— por su apetencia espiritual, por la primacía que le otorga al tono, el alma de María Monvel fraterniza con los más claros ingenios latinos. Parece en ocasiones una mujer reflexiva y otras juguetea como una adolescente con los asuntos frívolos. Los poemas que agrupa en Remansos de Ensueño, Fué Así, y los inéditos que incluye en la selección publicada por Cervantes, poseen sobre los recursos poéticos bien logrados, plenos de elegancia interior, el don inapreciable de un sentimiento infinito y esa fuerza suprema de su ser: el ritmo.
Todo en María Monvel es música porque todo en ella es alma. No es la suya una música elocuente, sino vigilada, a la sordina, capaz de todas las sugestiones. Su verso posee lo esencial, esa vibración íntima, esa indefinida fosforescencia que acaricia, inflama y modela, en virtud de una ebullición interna, que diluye y rompe con suavidad la corteza formada por el dolor.
Natural y contradictoria, sencilla y enamorada de todo artificio —artificio que tiene el buen gusto de no llevar a sus poemas,—clara, veraz, tierna, amable, coqueta y llena de vida, la poesía de María Monvel es la expresión delicada y sutil de la feminidad. Más bien que el amor es el ansia de ternura, la que en sus versos pone un velo de claridad erótica, una sensación del mundo a través de los niños y el anhelo de sentirse amada. María Monvel ha sabido castificar el deseo, expresando con púdica sinceridad las complicaciones femeninas del sentimiento amoroso. No hay duda de que en su poesía ha expresado con grata simplicidad la pureza casi religiosa de sus sentimientos. La maternidad representa su más genuina vocación, pues en las rondas infantiles, en los poemitas leves que consagra a los niños, es en los que se encuentran las raíces y el sentido de su vida. Solamente una gran pasión podrá apartarla de este camino, que parece haber nacido de la fuente misma de su sangre.
¿Cómo su alma fué rechazando los más femeninos sentimientos, para sustituirlos por una pasión avasalladora, que desviando el instinto la. hizo torcer el rumbo? Una tempestad parece haber arrasado el islote tranquilo de su vida. María Monvel siente en sí el drama de los opuestos. Las corrientes uránicas trabajan en su inconsciente, y al salir a la periferia, la obligan a fijarse en otra mujer. Se acalla la voz de la poetisa, o no ha llegado a nosotros la expresión de esta nueva modalidad, y la que otrora fuera profundamente maternal y femenina, se consagra en el alma y en la sangre al culto del amor lesbiano.
En la evolución de los sentimientos de María Monvel vamos a destacar tres fases: primero una fase erótica diferenciada que corresponde a su matrimonio, en apariencia feliz, luego una fase de superación en la que se consagra a afirmar el sentimiento maternal, y por último, la fase trágica, en la que se marca el retroceso hacia estados indiferenciados, propios del período infantil, en los que la regresión y el estancamiento de la libido, fijada en determinada persona del mismo sexo, la llevan a buscar alivio al drama que la tortura, en un dejarse llevar por la corriente, en una entrega total, omnipoderosa, a las tendencia uránicas.
María Monvel se da cuenta de la tragedia que la realidad le depara, y reconoce temblando, que ya no puede amar a nadie, si no es a la mujer a la que se encuentra ligada por la pasión del alma y el anhelo sexual. No contamos con suficientes elementos para determinar todas esas influencias que ejercieron acción decisiva sobre el cambio de la expresión erótica de María Monvel. Todo sentimiento de valor y las consecuencias del mismo, quedan desarrolladas de una manera errónea. María valora el acercamiento, la presencia y carácter de su compañero, según el objetivo ideal que ella se había fijado de antemano, y de pronto comprende que ya no puede satisfacerle, y que su ángulo de enlace está presidido por la atracción a una vida en común con otro ser del mismo sexo. Ya todo el curso de su vida está obligado a seguir un camino que la conduce lejos del hombre. El objetivo final de su erotismo se transforma, y en virtud de una perspectiva errónea, toma a otra mujer como objetivo de substitución.
En María Monvel este sentimiento, —como todo lo suyo,— es de una profundidad infinita. Su pecho estalla de desesperación. Pero, ¿cómo reprimirse? Lucha en vano contra la preponderancia que sobre
su ser ejerce el complejo homosexual. Se aísla, se arroja, por decirlo así, de rodillas ante la mujer fatal a quien idolatra; implora a su marido, y éste, el gran crítico chileno Armando Donoso, con una abierta comprensión, sopesa su caso como un estado desvalorante de la sexualidad, y lucha, con tesón y paciencia, por reeducar el sentimiento amoroso de su mujer. Pero todo en vano. Nada contribuye a apaciguar la pasión que se ha desencadenado. El momento dramático se acrecienta con la muerte de la amiga, es decir, del objeto en que se ha fijado la pasión de la poetisa María Monvel sabe que la muerte ha hecho definitiva la separación y no quiere creerlo.
Se reconcentra en sí misma, se va haciendo cada vez más introvertida, huye de todo encuentro, de toda mirada; se refugia en la más austera soledad.
Abandona el mundo, se hunde en su dolor, en un rincón cualquiera de su casa. No le importan los hijos ni el marido; el recuerdo de la muerta se le convierte en una obsesión. Sabe solamente que ama su memoria, que aún la sigue amando, y trata de encontrar en el suicidio un escape a su angustia, a su estado de neurosis obsesiva. En vano el esposo lucha contra todas estas propensiones. La rodea de cuidados, la somete a una estrecha vigilancia. Ella burla todas las consignas, sortea todos los obstáculos. y en el invierno de 1936, pone fin a sus días, escapando al fin y a la postre, por el camino falso del suicidio. Su última petición es que la entierren al lado de la tumba de la mujer fatal, que si supo atarla en la vida, también ha sabido encadenarla en la muerte. Fiel hasta el sacrificio, su marido cumple esta postrera voluntad. Y el silencio se hace en torno a la tragedia de su alma. La obra lírica de María Monvel en contradicción con el patetismo de su muerte, ofrece una doble resonancia hecha de dulzura y de angustia, de dolor y sacrificio, como jamás mujer alguna arrancó otra armonía de más trágica elocuencia a su destino.