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Historia de una dicha extraviada


Prólogo a "La dicha tiene fin" de María Monvel. Antología poética.
Editorial UV, 2021, 136 páginas


Por Micaela Paredes


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Imprevisibles son los caminos que sigue una obra tras la muerte de quien la diera a luz, y poco fructífero, al menos para la tarea de rescate que nos convoca, sería escudriñar las posibles razones, literarias y extraliterarias, de que María Monvel no forme parte del canon de la poesía chilena. Lo cierto es que poco y nada sabemos hoy de la obra de esta mujer, nacida como Ercilia (Tilda) Brito Letelier, que publicó sus primeros poemas hacia 1917 en revistas y diarios de Santiago, y que con el paso de los años llegó a ser ponderada como piedra angular en la poesía escrita por mujeres de parte de algunas de sus pares, entre las que se cuentan Juana de Ibarbourou y la misma Gabriela Mistral, quien en su momento la consideró «la mejor poetisa de Chile, pero más que eso, una de las grandes poetisas de nuestra América».

 

María Monvel

 

Sus poemas no aparecen en antologías, salvo contadas excepciones, y su nombre nada dice a una parte considerable del mundo literario e intelectual de nuestro presente. Los casi inexistentes comentarios críticos repiten una y otra vez las mismas citas de lo que se dijo sobre su carácter personal y su poesía durante los años veinte y treinta, que fueron los de su trayectoria poética y vital, tempranamente truncada con su muerte a los treinta y siete años. Una de esas frases célebres es la que aparece en Selva Lírica, donde es mencionada como Tilda Letelier y se la describe escuetamente como una «muchacha de un fervor artístico saturado de cristiana sentimentalidad». En esa sintonía, «vehemencia», «frescura», «sencillez», «transparencia» y «feminidad» son los términos que la crítica solía usar para destacar su obra —y prácticamente la de cualquier poeta mujer a principios del siglo XX, en un contexto en que la tónica era no solo vincular obra y vida, sino justificar la primera en términos de la segunda. Quizás la aproximación que más justicia le hace poéticamente, más allá de los tópicos y lugares comunes que se destacaban en su poesía, es la de —otra vez— Mistral, que reconoce en la concreción de sus poemas una necesidad del decir plasmada con consciencia y rigor formal. La hechura del verso, su manejo sensible no solo en cuanto a emoción sino a la realidad material del lenguaje que hace posible la experiencia del poema, es lo que celebra y agradece la autora de Los sonetos de la muerte, al advertir que la «elegancia interior» y «flexibilidad espiritual» de Monvel se sustentan en un conocimiento acabado de las diferentes dimensiones que entran en juego cuando se trabaja con las palabras.

 

 

Muestra de esa conciencia poética se encuentra ya en su primer libro, Remansos del ensueño, publicado en 1918, en el cual la poeta exhibe y ejercita una pluralidad de metros de arte menor y mayor. Así como Mistral lo hiciera con el eneasílabo, Monvel prueba con versos de diez y doce sílabas, configuraciones extrañas en términos métricos y acentuales para la prosodia del español. También se ejercita en los metros más comunes, como el heptasílabo, el octosílabo, el endecasílabo y por sobre todo el alejandrino —que Darío cultivara y afirmara en la tradición hispanoamericana—, como en el poema «Comunión pagana»: «Ya está echada mi suerte. Te seguiré en la vida. / Para endulzar tus hieles, para amargar tu miel. / Te seguiré de lejos o de cerca; escondida / o visible. Por siempre seré tu sombra fiel».

En el siguiente poemario, Fue así (1922), recibido como libro consagratorio —por Juana de Ibarbourou en Uruguay y con comentarios laudatorios en Chile como los de Eduardo Barrios y Omer Emeth (Emilio Vaïsse)—, Monvel afianza un estilo que se sostiene en la musicalidad del verso, en figuras que la propician a través de la repetición, como anáforas y aliteraciones, y en un lenguaje directo que constata la experiencia de la pérdida amorosa como una presencia palpable sensorialmente, en el cuerpo físico y verbal: «Me pesaba su nombre como un grillo de hierro, / me pesaba su nombre como férrea cadena, / me pesaba su nombre como un fardo en los hombros, / como atada a mi cuello me pesara una piedra» («Me pesaba su nombre»). Pero a pesar de la clara atención a la forma y de la fuerza lírica de sus textos, su obra no busca, y así lo dice la propia poeta, arrimarse al «dislocado andar de las huestes modernistas», a las que califica de innecesariamente artificiosas.

En 1925, se publica una breve selección de poemas inéditos en Barcelona, como parte de la colección Las mejores poesías de los mejores poetas en la Editorial Cervantes, lo que instala su nombre en el ámbito internacional. Este libro aparece en el contexto de un viaje que Monvel realizó por Europa durante varios meses junto a su marido, el escritor Armando Donoso, y en el que tuvo oportunidad de compartir con varios escritores, filósofos y artistas, entre los que destacan José Ortega y Gasset, con quien llegó a cultivar una especie de amistad, y Auguste Rodin, a quien visitó en su taller. La conversación mantenida con este último le valió la conclusión de que «la última verdad es que el artista siempre juega»[1].

Aunque María Monvel no dejó ningún texto en prosa ni en verso que diera cuenta de su poética de manera explícita, a través de algunas de sus declaraciones y de la lectura misma de sus poemas es posible vislumbrar una idea de la poesía como un fenómeno que, si bien con intenciones estéticas y consciencia de sus mecanismos de construcción, no pretende separarse de la experiencia vital. En una entrevista, la poeta manifiesta que escribe «muy mal pero con sinceridad... Escribo para mí misma, para mis hijos cuando sean mayores, para los que me quieren, y para mis escasos admiradores a quienes agradezco, en sumo grado, tanta gentileza»[2]. Falsa modestia o franqueza, concordemos o no con su propio juicio, la suya se asume como una poesía escrita por necesidad, cuando y como las circunstancias de la vida lo requieren, y no como fruto de una decisión racional de hacer de la escritura una carrera o profesión.

Interesante resulta su discurrir en la introducción a la antología Poetisas de América —editada por ella misma y publicada por Nascimento en 1929—, un libro de gran importancia dentro del panorama poético de la época[3]. En las palabras preliminares, Monvel se pregunta qué hace de Latinoamérica un lugar tan prolífico para las poetas, a diferencia de lo que sucedía en España, hace justo un siglo, atribuyéndolo a la mayor libertad vital —moral, política, cultural— que percibía a este lado del Atlántico: «Todavía no puede la española como la americana vencer los prejuicios que la rodean ni hacer frente a las vallas insalvables que se le oponen para que se entregue a una profesión tan masculina como las letras». Aquí, al plantearlo como una labor hecha mayoritariamente por hombres, usa el término profesión, pero cuando se refiere a la misma tarea en manos de ellas, dice «trabajo, deporte de mujeres» y «soñador y blando deporte de la rima». Lo que podría, desde nuestro punto de vista contemporáneo altamente ideologizado en asuntos de género, leerse como un menoscabo de lo que hacen las mujeres en materia de poesía en comparación con los hombres, tiendo a interpretarlo como un asunto más sutil y complejo. Primero, porque dicha afirmación y el resto del texto en el que aparece están atravesados por una dosis de ironía. En lo que conocemos de su prosa, la poeta no rehuía las agudezas, el humor y las aseveraciones mordaces. En segundo lugar, porque si bien sus palabras son una provocación, la dosis de verdad sin dobleces que se esconde en esa valoración de la poesía implica una relación escogidamente amateur con las palabras. Amateur, no en su acepción inmediata de poco avezada, sino en la que se conecta con su raíz latina, amator: quien ama. Y el amor no es fruto de la voluntad, no se fuerza ni se programa; se da así como se recibe: gratuitamente. Esto no quiere decir que la poesía no pueda constituir, a la vez, una relación de conocimiento, pues justamente en este y no en otro sentido entiendo el adjetivo de «cristiana» que se le asigna a su obra: vehículo de conocimiento a través del amor, por y desde las palabras.

Provocador también es lo que, en el mismo contexto de la mencionada antología, Monvel dice al categorizar a las poetas antologadas[4] en dos grandes grupos: las que en su obra plasman la «sensualidad de todos los sentidos» y las que se atienen a la «sensualidad exclusivamente erótica». Más allá de lo que puede parecer una simplificación, dentro de la que por cierto identifica y comenta excepciones, lo crucial es que a través de su faceta de editora y crítica la poeta chilena abría un espacio para pensar la poesía que estaba escribiéndose en su tiempo: traza genealogías, reconoce notas distintivas y las lee a la luz de la realidad social y cultural del continente.

En comparación con su producción en verso, la obra en prosa de Monvel es breve. En 1918 aparece el cuento «La japonesita», y ocho años después El marido gringo, que consta de dos relatos breves. En estos últimos se aprecia a cabalidad esa faceta más lúdica a la que también tendía su escritura. El texto principal esboza un cuadro de la idiosincrasia chilena de la época con perspicacia y no se restringe a lo políticamente correcto: «Era una mujer buena y fea como son generalmente las mujeres que los gringos emigrantes eligen para esposas», rezan las primeras líneas. En la presentación que prologa estos textos, editados por la revista quincenal Lectura Selecta, se citan palabras de la propia Monvel, que confiesa estar trabajando en un libro de ensayos y que es el género que realmente le interesa, aunque no da mayores detalles de los asuntos sobre los que está escribiendo. No sabemos qué pasó con dichos textos que nunca llegaron a publicarse, pero sí hay registro de sus artículos ensayísticos en diarios nacionales e internacionales.

Su último libro publicado en vida, en 1934, lleva el título de Sus mejores poemas y consta de una selección, hecha por la misma poeta, de la que dejó fuera los textos de su primer libro y en la que dio a conocer algunos inéditos. Un poema incluido allí, que ya había aparecido en la antología española de 1925, es «Mi hija juega en el jardín», al que Nicanor Parra ponderó como un texto que debiese estar en cualquier antología de poesía chilena. El lenguaje depurado y la intención narrativa, combinados con un vuelo lírico sutil, son lo que debe haber llevado al antipoeta no solo a reconocer la calidad del poema sino a intentar una reescritura del mismo, como manera de hacerlo suyo. Y es que «Mi nieta juega en el jardín»[5] podría ser perfectamente un texto de Poemas y Antipoemas. En su versión, Parra cambia la figura de la hija por la de la nieta y modifica unas cuantas palabras, pero mantiene la esencia del poema original, que comienza así: «Mi hija juega en el jardín / y yo la miro quieta y triste, / triste de tanta dicha, triste / porque la dicha tiene fin».

Otra de las facetas de Monvel en la que apenas se ha reparado es la de traductora. En sus Últimos poemas, publicados póstumamente en 1937, se incluyen las traducciones que hizo de 16 sonetos de Shakespeare, en versiones que adaptan el verso a la métrica castellana y recrean las rimas. También tradujo prosa: del inglés, la insólita novela categorizada como infantil Las jóvenes visitantes, de Daisy Ashford, escrita cuando la autora tenía solo nueve años. Del francés tradujo el polémico libro del premio Nobel de Medicina y Fisiología, Alexis Carrel, El hombre: un desconocido, en el que se defiende la práctica de la eugenesia. También la novela policiaca Seis hombres muertos del belga Stanislas André Steeman, además de Los últimos días de María Antonieta, del historiador Frantz Funck-Brentano. Del italiano, vertió al español las memorias de Emilio Salgari. La traducción de estas obras no solo confirma que la poeta manejaba varias lenguas, sino que deja ver una curiosidad literaria diversa en cuanto a géneros y asuntos.

María Monvel fue una figura cautivadora en términos literarios, y en buena hora comienza a ser rescatada y releída[6]. Suscitó genuino interés en el círculo intelectual de su época durante el breve pero intenso periodo en que pudo dar cauce a su trabajo creativo desde diferentes frentes: el de la poesía, la narrativa, la traducción, la prosa ensayística y la edición. La presente antología preparada por la Editorial UV es una feliz invitación a conocer y reconocer la obra de una «pasajera silenciosa» que, tras su viaje por las inclementes sombras del tiempo, hoy arriba, otra vez, a buen puerto.

 

 

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Notas

[1] Citada en el estudio preliminar de Alejandro Concha Cruz en la antología Poemas de María Monvel, sin editorial e impresa en 2012 por el mismo antologador.

[2] También citada por Concha Cruz en el estudio mencionado.

[3] La antología ha sido destacada en Los museos de la poesía de Alfonso García Morales (ed.), Alfar: Sevilla, 2007

[4] Que son en total dieciocho, entre las que destacan ella misma, Gabriela Mistral, Delmira Agustini, María Eugenia Vaz Ferreira, Juana de Ibarbourou, Alfonsina Storni, Magda Portal y Dulce María Loynaz.

[5]. Los detalles de esta reescritura y la valoración que hizo Parra del poema original aparecen en el artículo «Aproximación a la obra de María Monvel» de Francisco Véjar, publicado en El Mercurio (Santiago) sept. 18, 1999, p. 12 (Suplemento «Revista de libros»).

[6] Dentro de estos esfuerzos por recuperar la poesía de María Monvel, la poeta y académica María Inés Zaldívar se encuentra preparando la edición de sus obras completas.

 

 


 

 


 




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