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        Caminaré sobre películas de escombros
              
              Una lectura sobre arte cortante (1988-2018) de Marcelo Novoa
        
              
  
                Por Víctor Campos
        
        
        
             
            
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        Estos fragmentos he apuntalado contra mis ruinas
          T.S. Eliot
        
        Urbe violenta,  perdida candidez. Coraje adolescente, mas tedio triunfal. Lenguaje abolido;  recoger sus escombros. Entonces, componer desde la descomposición: el involuntario  e inevitable “cadáver exquisito” proveniente de lenguas que diversas nos  atraviesan a diario: analogía hoy tan manifiesta como imposible de resolver en  un estético ímpetu acaso irruptor. Con todo, la pluma cae y dicta escenas  cartografiadas desde el núcleo de la ciudad: errático espeleólogo que busca asirse  de. Mas todo es ruina, palabra demacrada: “tiembla / es lo único /  deletreable / de momento” rezan los versos de élitros, poema inaugural  que evoca a la efigie del monstruoso insecto kafkiano.
         Así, la ciudad al  borde de su derrumbe terminal o ya derribada de antemano es el escenario de la  ejecución verbal de una voz: asistimos a la sensación constante del mensaje final  dejado por escrito, similar a la naturaleza que los poemas de e. e. cummings  poseyeran. Escribir un poema como si fuera siempre el  último. Allí el despojo aparece  como condición, pese al enrarecimiento sintáctico dado en tanto manufactura: un  anónimo e impersonal sujeto que contempla sus ruinas y recorre la podredumbre  que permanece: “caminaré sobre películas de escombros, sucesivas / calles de  similar miseria; lloverán incesante orina / ángeles lisiados sobre encendida  pantalla de guerra”.
último. Allí el despojo aparece  como condición, pese al enrarecimiento sintáctico dado en tanto manufactura: un  anónimo e impersonal sujeto que contempla sus ruinas y recorre la podredumbre  que permanece: “caminaré sobre películas de escombros, sucesivas / calles de  similar miseria; lloverán incesante orina / ángeles lisiados sobre encendida  pantalla de guerra”.
         Es ante la  atmósfera aludida que se erige la voz torcida, afectada, intrincada, como si la  tarea fuera llegar a la turbia esencia del habla coloquial y no a su doble empleo  mimético. Así, la sintaxis rota y su constante agramaticalidad es estigma  señero del lenguaje apuntalado en las páginas de arte cortante (Ediciones Altazor, 2019): la resaca de un surrealismo que comprende su  fracaso. Entonces, se exhibe una especie de escritura automática mas anegada  por el tedio (“aquí nada se conmueve”) y, por ende, renunciando a la  emocionalidad impetuosa del vanguardista. El escriba reconoce que su discurso  ya no será más que “restos que se alimentan de restos” (al decir de Enrique  Lihn): un hablante que trata de nacer desde lo pasado y lo muerto, recogiendo  las palabras profanadas (las únicas), esas “caries en plena boca de dios”.
         Mediante estas  últimas es que se evoca una sucesión de personajes que dispersos caminan por la  ciudad: carniceros, suicidas, mendigos, bastardos, lectores, la gran masa  andante. Se trata de sujetos que forman parte del desarraigo y la miseria, con  el alcance diferencial de que algunos creen despojar a terceros, mientras que otros  son o fueron los despojados. Entonces, habitante y lugar obedecen a dos  retratos provenientes de la misma sustancia, caras de una misma moneda.  Continuando, la geografía dibuja los perfiles de individuos que se encuentran  completamente divorciados de sí y, en consecuencia, a la deriva de lo ajeno.  Así, el poema se presenta como un pequeño trozo de espejo sucio en donde es  posible vislumbrar apenas algunas zonas del cuerpo: “ojo con la astilla / la  idea misma de labio / azul degenerado / excusarán lectoras / mi lengua mor di  da?”.
         Antes de  proseguir, cabe destacar que el tono francés heredado en su abolición permite  vislumbrar un intersticio: la poesía de Novoa se encuentra en medio del Santiago  Waria de Elvira Hernández y de los Metales pesados de Yanko González  Cangas, libros de influencia primordialmente anglosajona. Ergo, se cimenta una  cualidad verbal que forja una identidad al tomar la suficiente distancia de  proyectos paralelos: misma sensibilidad y fijación por la urbe agrietada, pero  diversa manera de resolver su expresión. Al paso de arte cortante aparecen Rene Char, Arthur Rimbaud, Conde de Lautréamont, Enrique Gómez-Correa,  entre otros miembros que forjan una cercanía tan propia como extraña con la  materia textual. La casi imposibilidad de la expresión otorga todavía el marco  para el juego y la plasticidad con la lengua. Al fin y al cabo, es como si todo  adoptara una organicidad no funcional o, más precisamente, un intervalo entre  lo funcional y lo disfuncional.
         Retornando al  temple del lenguaje mismo, sucede una rotura que advierte las torpes naturalezas  en pugna del individuo entregado a la muerte, en el epicentro del daño y la  desmoralización: “ahogo no sumisión vertical ruina / del aire hablo por quién  no clama / si de plano negaste tinta al papel / acá quedan tus humanos zapatos  / allá tu nariz adolescente cesando / hueles el homenaje a destiempo? / risas  negras aletean tal cuervos”. Así, estos poemas se desplazan en un lugar impreciso:  en la formación de un incipiente pensamiento difuso; en la fractura de la mina  del lápiz al momento de graficar una tachadura o palimpsesto; en la rotura de  una llave de paso; en el incierto momento del tropiezo o, finalmente, en un ave  con alas lastimadas que intenta inútilmente emprender el vuelo, rememorando la  imagen del dañado albatros baudelaireano y que el mismo Lihn referiría  posteriormente como “un muñón de alas”. Hay variados versos en Novoa que evocan  dicha imagen, mas cabe referir al poema apenas i reseca espuma que la  recoge lúcidamente: “calmó su velerar este remolque en la playa / no insistas  albatros de tinta tu tempestad / de analogías: pneuma o larva de naufragio /  trata de blancas danzando plena carretera? / qué rimar ala rota o abatida vela?  / si apegué / mi labia marinera, apenas i reseca espuma”. Así, el hablante nace  “entre dos latidos que bien pudiera ser el tiempo”, a medio camino del hecho que  creíamos consumado, dotado de un ego peculiar que confiesa impersonal su  embrollo y devasta toda probabilidad de dialéctica: “no salgo aún adentro de mí  mismo / trincheras ocultas a ningún enemigo / se los doy firmado: soy mi  traidor”. El yo se reduce a “presenciar más desastres”, ya que tampoco puede  saciar del todo sus concernientes necesidades: “no alcanza una vida para apagar  la propia sed”.
         Esa condición,  admitida por el lenguaje de arte cortante, delata no precisamente una  expresión concreta, sino el conflicto mismo de la posibilidad de expresar ‒aludido  previamente: “inusual cartílago / no hueles otro asunto / que este maloliente  encierro” sentencian los versos que abren el conjunto nominado parpadeos y que certeramente aluden al agotado órgano de la lengua. Así, una cuota del  origen de este lenguaje está resguardado por la pugna expresiva de un  “traductor de lenguas mordidas”. No en vano, también es posible asimilar el  quiebre sintáctico a la escritura dadaísta de un Tristán Tzara. El poema ciudad  dadá confiesa ante lo advertido: “viejos vicios modernos, soporten mudos /  incontrolables el tráfico a perpetuidad en / la intestina. mírales bien a  través de la luz / sangrienta”. Retornamos a la imagen señalada en el inicio: la  grafía como un cadáver exquisito mas no motivado por el ímpetu de la ruptura,  sino como una de las escasas vías potenciales de verbalizar el urbano cruce de  voces (las cursivas constantes en los escritos devienen ademanes necesarios).
         Sobre el temple  que ejecuta la palabra, se ha advertido que prima el tedio: el hablante  confiesa ver “cuerpos hinchados de tedio” en la “juvenil tierra baldía”. Todo  espíritu se ha desmoronado, y es en aquel sentido en que se adolece cierta  amnesia que en ningún caso es una oportunidad para rehacer alguna especie de  épica o gran canto: “si huir es olvidando, ni siquiera la muerte les impedirá  el paso”. Así, en el campo abierto de la ruina se actúa bajo la lógica del  olvido, sin posibilidad de enarbolar utopías: “su otro yo se ha roto” son  palabras que confirman al caso la muerte de la videncia rimbaudiana para el  hablante de un hastiado ego. No reside la necesidad de expresar escepticismo  alguno, ya que dicha prueba de rigor fue dada: solo la expresión de la rotura  nuevamente puede ocupar las páginas: “juro que vi cuerpos hinchados de tedio,  pies / lastimados por ningún rito, insomnes parejas / muertas en las cunetas”. Yace  el quiebre incluso de los sustitutos modernos ante la pérdida del paraíso, como  Baudelaire manifestara en sus Paraísos artificiales: todo consumado y el  quiebre como único designio circular. Un poema decidor a lo identificado es en  esta playa sin fin, en donde lo preocupante no es que el sueño sea lo  arruinado sino la pesadilla: “así amontoné sueños cuenta granos / la arena  espantosas aves marinas / arruinan mis pesadillas cada noche”. No hay razón  entonces que opere de modo funcional, ya que “si enarbolé lucidez / rechazo ahí  mi reino”.
         Finalmente, arte  cortante se erige como una poética de una resuelta complejidad gramatical,  elaborada desde la blasfemia y la profanación del campo devastado de la urbe.  Se recogen las palabras cual residuos por un sobreviviente y es esa la  experiencia que contiene el poemario de Novoa: los versos como marginalia de  ese libro abierto que significa la ciudad, grabando las imágenes que escurren  por las paredes en una libreta dominada por una mano entre hastiada y  afiebrada, entre anémica e iracunda, entre cansina y obsesiva. Se trata de  levantar los escombros para revelar el conflicto mismo que dicha acción implica:  un “consuelo otorgado por error”.