Víctor Montoya

 
 

 



Cándida, el Negro y el perro


Víctor Montoya

 

Cándida, la artista porno, ha escandalizado a la apacible y conservadora ciudad minera, donde instaló un local a media luz, para ofrecer un espectáculo erótico, en el que un hombre negro y un perro hacían el papel de partenaires masculinos.

La función comenzaba con una danza hindú, que en los antiguos templos babilónicos y egipcios simbolizaba la concepción y el nacimiento, la reconciliación de la mujer con todo su cuerpo, empezando en el vientre y terminando en los tobillos. Aunque la danza no era de seducción y menos de contemplación, adquirió un carácter erótico en el cuerpo de Cándida, quien, además de masturbarse con vibradores importados desde París, terminaba el espectáculo con la intervención de su esclavo sexual, quien pasaba el día atado a la cama como un animal doméstico y por las noches se alternaba con un perro en un acto zoofílico, distinto y original, que provocaba varios minutos de suspendido aliento, no sin antes arrancar de sus casillas a los espectadores acostumbrado a los atavismos y las tradiciones austeras de la vida matrimonial.

Se decía que Cándida provenía de tierras extrañas, donde las mujeres eran diosas que encarnaban la armonía de lo sensual y lo sagrado, que dominaban los secretos del amor y eran capaces de conducir a un hombre hasta el umbral de la muerte y devolverlo nuevamente convertido en un sabio en las artes de amar. Por eso mismo, la presencia de Cándida, en medio de una población proclive a las supersticiones, constituyó uno de los hechos más insólitos después de la aparición misteriosa de la Virgen del Socavón.

Las mujeres casadas, remontadas en cólera y celos, la maldecían persignándose tres veces y la acusaban de ser un castigo divino o una víbora llegada del infierno para envenenar a las familias más conservadoras de la ciudad. Cuando la veían pasar por las calles, con un abrigo de pieles como único atuendo, la escupían con un desprecio que se hacía cada vez más intenso entre las mujeres, cuyos maridos empezaron a perder la noción de las buenas costumbres conyugales.

Así transcurrieron varios meses, hasta que una noche, reunidas en la plaza principal, decidieron desmantelar el local de Cándida, quien, en poco tiempo y a fuerza de ofrecer sus encantos, se convirtió en la manzana de la discordia y en la imagen emblemática del libertinaje sexual. La muchedumbre marchó rumbo al antro de perdición, ubicado en un barrio periférico de la ciudad, donde Cándida, envuelta en siete velos, se mostraba en el escenario vestida de Salomé, la princesa judía que sedujo al tirano Herodes con su danza, y que, a cambio de su virginidad, le pidió la cabeza degollada de San Juan Bautista.

Los espectadores le seguían los pasos con los ánimos caldeados, mientras ella se despojaba los velos al ritmo de la música, transformándose en una bailarina de harén, las joyas pendientes del cuerpo, un diamante incrustado en el diente y una perla reluciente en el ombligo. Su vientre era liso, casi adolescente, y sus senos hinchaban el sostén con la misma armonía que sus nalgas hinchaban la bombacha. Las posibilidades expresivas de su pelvis, el meneo de sus caderas y el temblor de sus senos, hacían de ella una hembra irresistible a las tentaciones masculinas.

Afuera no había luna ni estrellas y el viento embestía desde los cerros, rugiendo como bestia herida. Las nubes, negras y cargadas, se desplazaban en el cielo, y las mujeres, atravesando las calles donde se perdían las luces y las voces, se aproximaban al local de esa mujer que todas las noches hechizaba a los hombres con la danza del vientre.

Cuando el Negro irrumpió en el escenario, conduciendo a un perro que vivía enjaulado como pájaro, su sombra se proyectó en el telón del fondo, recortado como la silueta del Minotauro. Al mostrarse bajo el ruedo de luz descolgado desde las pantallas, el público se quedó mirándolo con el mayor asombro que imaginarse pueda, pues el Negro, el cuerpo de gladiador y la piel lustrosa como el cuero, lucía un dragón blanco tatuado en el pecho, un barco pirata en la espalda y varias mujeres desnudas a lo largo de los brazos.

Cándida, levantándose sobre la punta de los pies, bailó dando giros vertiginosos y, deleitando a los espectadores con una gracia que le brotaba hasta por los poros, se dejó caer en los brazos de ese hombre cuyos tatuajes, dignos de una atracción circense, eran un espectáculo aparte.

El Negro, aunque sentía celos de sus propios ojos, no sabía cómo dejar de exhibir a Cándida en ese ámbito saturado de tabaco y sudor, donde noche tras noche la poseía entre miradas encendidas y voces que se oían como el susurro de una serpiente entre las hojas.

Afuera, las mujeres seguían avanzando en tropel, las mantas y polleras desplegadas al viento. El rumor de sus voces chocaba contra las puertas y se alzaba hacía el cielo encapotado, donde los truenos parecían los rugidos de un animal extraño.

El Negro, cimbreando el cuerpo al ritmo del timbal, no la miraba a los ojos sino a los senos, que se bamboleaban con fruición dentro del sostén anudado a la altura del esternón. Cándida, consciente de que tenía delante de ella al esclavo sexual de su vida, se entregó en cuerpo y alma a un erotismo poco habitual, devolviéndoles a los espectadores más viejos el don de la fantasía y la potencia viril. El Negro enganchó una cadena en la collera de cuero y se puso en cuatro patas, imitando al perro que los miraba desde una de las esquinas del escenario. Cándida, dispuesta a ser ama y señora en el acto, lo sujetó por la cadena y lo paseó desnudo, hasta que él asumió sus instintos de animal salvaje y agitó la verga como un rabo entre las piernas. Fue entonces cuando Cándida, tras un golpe de palmas, lo incitó a lamerle los pies y a poseerla sobre los cueros esparcidos en el escenario. El Negro le husmeó el sexo y le desató las amarras del sostén con los dientes, poco antes de que ella se sintiera encendida por las llamas del amor y se quitara la bombacha de un tirón, dejando al descubierto la blancura de su cuerpo enteramente depilado. Luego se tendió de espaldas y ofreció el centro de su cuerpo, abierto como una jugosa fruta tropical. El Negro la abordó con una aterradora sumisión de esclavo y, levantándole las piernas a la altura de los hombros, la penetró con todo el peso de su cuerpo. En ese instante, entre los espectadores, cundió una excitación desenfrenada, que les aceleró la respiración y los latidos del corazón. En tanto Cándida, mordiéndose el labio inferior y quejándose en un idioma desconocido, atrapó entre sus piernas la cintura del Negro, quien, a tiempo de eyacular, emitió un sonido gutural, como un toro embravecido, y se tumbó contra el suelo dando gritos de placer.

Cándida le lanzó una mirada veloz y, arreglándose la cabellera arracimada sobre la cara por el sudor de la piel, se puso en postura de cuatro y retrocedió hacia donde estaba el perro, la lengua colgante, babeante, y la verga candente como un clavo recién sacado del fuego.

En ese trance, las mujeres forzaron la puerta y ocuparon el local con la firme decisión de reducirlo a escombros. Los espectadores, sacudidos por los insultos y el sentimiento de culpa moral, huyeron en desbandada, cubriéndose el rostro con lo que había. El Negro y el perro se escondieron detrás del telón, mientras Cándida permaneció en medio del escenario, donde varias mujeres, iluminadas por el furor y la venganza, la rodearon dispuestas a destrozarla con las manos. Una de ellas, con una enorme verruga en la mejilla, le dio una bofetada increpándola:

—¡Puta! —luego añadió—: ¡Contigo llegó el infierno a nuestras casas!...

Las demás, blandiendo los brazos como armas, la arañaron y arrancaron los cabellos de cuajo. Cándida, sin quejarse ni moverse, dejó que le cayeran los golpes y los insultos, hasta cuando el Negro, que volvió a su condición humana y recobró los sentidos de la razón, salió en defensa de su amor. Entonces, las mujeres, al verlo desnudo y en su estado más natural, se echaron para atrás y salieron por donde entraron.

Pasado el incidente, que sacudió los cimientos de la ciudad minera, no se volvió saber más de Cándida, del Negro ni del perro, salvo la historia de que este espectáculo se inició en Antofagasta, tierra de burdeles y pescados fritos, donde el Negro conoció a Cándida en un club clandestino del puerto, donde la escuchó cantar en un dialecto saharaui, con inflexiones del árabe clásico, y la vio mover el vientre al ritmo del timbal, con la magia y elegancia de las mujeres orientales. Terminada la función, el Negro la abordó instintivamente y, atraído por el olor a jazmín que le recordaba el pecho de su madre, la invitó a cenar alcuzcuz y a compartir la cama. Esa noche, apenas el cielo se vistió de estrellas y la luna asomó su pálida cara por la ventana, el Negro se sometió a los bajos instintos de Cándida, quien, al fundirlo con el fuego de su cuerpo, lo convirtió en su esclavo sexual y en sombra que la seguía por donde fuera.

 

 


 

 

 
 



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