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Manuel Rojas en la constelación de su época:
oficio de la escritura y psicoanálisis de las clases

Federico Galende
Istmo. Literatura y Psicoanálisis / 2011 / Año 5/6 . Narrativa Chilena

 

 

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A Manuel Rojas hay que pensarlo al lado de Alberto Romero, de González Vera y de Edwards Bello. Es cierto que en su última década terminó escribiendo como el Faulkner de Las palmeras salvajes (el Faulkner predilecto de Borges), armando uno que otro manual sobre literatura chilena y componiendo incluso una pieza antiburguesa sobre las barriadas marginales con Isidora Aguirre. Pero sin esta comparación inmediata, la dialéctica que esbozó entre oficio y escritura pierde sentido, en parte porque fueron Romero, González Vera y Edwards Bello quienes introdujeron y se disputaron a la vez, un poco como el August Sander que retrataba a través de rostros cotidianos la fisonomía de las clases en Weimar, la instantánea literaria de la realidad social chilena.

Dos décadas antes que Rojas publicara Hijo de ladrón —una psicología de los oficios libertarios—, Romero había escrito una novela bien contrapunteada entre la desdicha del destino y la psicología de las clases bajas. Esa novela fue La viuda del conventillo, un pequeño tratado costumbrista sobre la debilidad de los caracteres sociales y las condicionantes de la precariedad y la traición. Tengo a mi lado un articulito que el crítico Manuel Vega escribió a propósito de esa novela en 1935 en El diario ilustrado. Se trata de un material interesante, que anima una primera relación entre el mundo del trabajo y el mundo del escritor: "Son las diez de la noche. En la esquina de Santo Domingo y Teatinos hay un hombre de pie, cuya silueta ha llegado a ser familiar a los vecinos del barrio". El hombre, desde luego, es Romero, sobre quien Manuel Vega anexa de inmediato un par de detalles raros: dice que "usa lentes a lo Harold Lloyd" y que camina con la lentitud propia "de los más ágiles cazadores de ambiente".

Se entiende: Romero ejerce el oficio del escritor, pero para hacerlo necesita antes salir a recolectar expresiones sociales que atisba en medio de la noche. Esas expresiones se las lleva de inmediato a su casa, con la destreza de quien transporta un bicho de luz que no debe apagarse en la mano pero tampoco escurrirse. Lo que Manuel Vega da a entender es que el oficio de Romero comienza ahí, en ese traslado cuidadoso entre un mundo y otro, en ese deambular que husmea y absorbe trozos de ciudad en una instantánea sobre la que trabajará durante el resto de la noche. Tiene que ser de noche porque de día Romero camina por Santo Domingo hasta el correo, donde trabaja un rato antes de cruzar la Plaza de Armas para perderse, enseguida, en alguna fuente de la calle Merced. Tiene que ser de noche porque además sólo ahí su cuerpo y la ciudad pueden comunicarse a la intemperie, una intemperie que resulta de la división precisa entre dos tiempos, el de la calle y el del escritorio, pero también entre el ya-no del paisaje de Chile —su pampa salitrera, los bosques del sur, la playa costina o el resto de los rincones de los que hablaba Mariano Latorre— y el no-aún de su metrópolis moderna.

En ese intersticio el escritor se hace fláneur, posa, se presta a la toma, el ángulo y el claroscuro, mientras busca de paso las fórmulas expresivas que necesita, esas instantáneas de perdición bajo la-discontinuidad de los faroles, esos retratos pasajeros de las clases desamparadas con las que más tarde empezará a componer sus collages. Mientras lo hace toma café. ¿Cómo le gusta a usted el café, Romero? "Negro, muy negro", dice que le gusta. Dice que le gusta así porque evidentemente así escuchó una vez que le gustaba a Balzac cuando Balzac escribía en la buhardilla de la rué Lesdiguiéres. Pero esto último no lo dice, no lo menciona, lo oculta. Oculta que le copia los lentes a Harold Lloyd, que toma el café como Balzac, aunque a la vez admite que para ser escritor hay que impregnarse de todo lo que esté a mano, como esas mismas voces roncas y desvalidas que palpa durante la noche y que, en lugar de llevarlo a escribir la novela del cajetilla o del Gentleman, lo conducen a fundar una especie de psicología de la amargura: la de los tugurios cuya traición o bajeza es el recurso que las clases altas depositan en el corazón solidario de los pobres.

La psicología de Romero es una teoría de la infección, una con la que también se infecta cuando concibe su oficio como el de un escritor que camina o el de un caminante que escribe. Sin caminar, sin recorrer la noche, sin trabar amistad con todos esos seres derrotados —"choferes, borrachos, mujeres gordas y desgreñadas"— no se puede escribir. Lo que Romero así consolida —a espaldas del escritor de embajadas o del ghostwriter que lo preceden: un Blest Gana, un Lastarria— es la figura del escritor moderno. El escritor moderno es el que trabaja dos veces: el que trabaja en la calle para absorber en su escritura el pulso del oficio nocturno y el que trabaja recortándose a sí mismo, a la vez, de la impersonalidad de ese oficio.

El artista moderno trabaja dos veces porque, tal como se puede deducir de las teorías de Ranciére, interviene en lo público, políticamente, explorando al mismo tiempo una excepcionalidad laboral que deja su práctica fuera del trabajo anónimo del resto de los oficios. Esta excepcionalidad es todo un espíritu de época; es la que Romero demarca y la que un escritor como González Vera había ido a buscar previamente al habla de los suburbios para contaminarse y distanciarse a la vez de eso que lo habita y está presente en sus novelas breves: la "fachada vulgar", la "pared pintarrajeada", los "pasadizos obstruidos", los "quiltros raquíticos" del conventillo. Si uno dice "para contaminarse", es porque en González Vera la primera persona de la narración suele asomar su cabeza en medio de pasillos atorados con braseros, medias tiradas y cajas de cartones repletas de porquerías. Pero lo hace de un modo distante: puliendo la voz, distinguiéndola del bullicio, utilizándola para pasar en limpio los quejidos de las viudas, las altisonancias de la chusma, los murmullos de los pobres, los gemidos de los enfermos; usando palabras que entresaca de la monotonía del rumor del conventillo para depositarlas enseguida en una escritura exacta, económica, distante, una escritura que, en la línea de Romero, entra y sale de las voces impersonales o anónimas de las que se nutre.

O sea que se trata de un escritor que necesita nutrir su voz de lo mismo de lo que necesita separarla, y para hacerlo le atribuye al oficio de la escritura un lugar particular: un vacío o un hueco en torno al cual gira la vida centrífuga del tiempo oral cotidiano. En ese sentido, las "vidas mínimas" no son cachos o trozos caídos de la pericia luminosa de la escritura sino al revés: la escritura es un pozo, una voz baja o menor, un punto invisible en medio del conventillo desde el que el hombre de letras espía las miserias de su propia clase. Este modo de proceder de González Vera, consistente en perseguir el rincón o la trastienda desde donde escrutar, sin ser visto, el mundo social que lo forjó, se opone claramente a lo que hace Edwards Bello: salir a la superficie del oficio para abrir las puertas tras las que se ocultan los excrementos de su propia clase. Sus crónicas son la solapa de una burguesía en decadencia que se esmera en "mantener las formas", crónicas que sabemos que por la época se consumen a escondidas, a espaldas de un ecumenismo que conjura las escenas del prostíbulo, el psicologismo de la ramera o la figura del héroe fugaz devenido "patiperro de la horda". Por eso podemos proponer, antes de llegar a Manuel Rojas, que entre El roto y Vidas mínimas, que se publican en 1920 y 1923 respectivamente, ya se traman dos grandes legados acerca de la relación entre clase social y oficio de la escritura. Pues si Edwards Bello se mueve desde aquel bisabuelo que funda la gramática del estado o desde el colegio MacKay o desde la educación sentimental francesa a la psicología secreta del prostíbulo y la escritura deshilachada, González Vera se mueve al revés: transita desde el oficio mundano —letrista de carruajes, cobrador de tranvías, barbero o incluso lustrabotas— al universo del escritor que se consagra a la economía política de la frase.

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Sin esta constelación, decíamos, a Manuel Rojas no se lo entiende, acaso porque sin ella tampoco habría escrito. En parte porque lo suyo es hacerse justamente un lugar entre la pose balzaciana de Romero, la voz desmedida de Edwards Bello y la lengua trabajada de González Vera. Es cierto que con González Vera comparte esa acumulación incómoda de oficios mundanos —de pintor a electricista, de artista circense a funcionario del trasandino—, oficios que por lo demás lo arrancan de aquellas primeras piezas sin ventana en el barrio de Caballito, de esas tristes tardes de domingo en Flores o esas caminatas por el barrio de Pichincha en Rosario (por entonces le llamaban la "Chicago argentina"), pero hay una diferencia fundamental: Manuel Rojas no traba el oficio mundano por detrás de la lengua que habla en limpio. Lo que hace, para seguir con los cruces entre clase y literatura, es todo lo contrario: acuesta esos oficios afligidos en la superficie misma del texto, los torna materia palpable, los hace escribir. Nadie podría afirmar que en Rojas hay un psicoanálisis, pero, si lo hubiera, éste consistiría en hacer hablar en bruto a las palabras, sin afinarlas. Las manos "gruesas", los párpados "abultados", la cara "cortajeada por el tiempo", las palabras "abarrotadas", las piezas "hacinadas", la comida "densa", el estómago "ahito". Todo allí se inclina hacia lo abundante y lo espeso, hacia lo capitoso y lo directo: la escritura es un caldo hirviente o una pócima que redime en el instante al hombre arruinado por el oficio.

¿Pero acaso no es él mismo un hombre arruinado? Claro, pero por eso escribe, por eso se convida a sí mismo esas cazuelas de vocablos primitivos. Éstas son un intersticio ya distinto al de Romero, un intersticio entre el cuerpo fugitivo del anarquista arrinconado en la última callejuela del cerro, atrapado entre el paredón y la policía armada, y el cuerpo que encuentra en las plazas animadas por las multitudes un calor en el que envolverse. Si allá arriba las palabras resoplan, gimen, escupen o hacen la pausa animal desde la que hablan los órganos que palpitan, aquí abajo en la plaza se convierten en orejas que atienden a la turba. Esto podría conducirnos a ver en Rojas a un primer pensador de las multitudes, pero en realidad las multitudes son en su literatura un espacio en el que traspapelar el cuerpo. Allí, en medio del bullicio, en medio de las agitaciones, el cuerpo se borronea o se deshace como blanco, se esconde como un pequeño árbol en un bosque de gritos. Las multitudes son menos un anhelo político literario que una guarida o escondite, una madriguera de voces en la que se pueden rastrear de paso los estallidos de los caracteres sociales y las estrategias de la sobrevida. En esos retablos anarquistas Rojas se encuentra con su propio vocabulario inconsciente, formado por las palabras "cojo", "hambruna", "cauceo", "picada" o "desalojo".

Pero más allá de esas palabras, que pueblan sus páginas como una psicología de voces intermitentes, la dialéctica de la multitud es finalmente el telón de fondo para otro contrapunto, que es probablemente el que más le interesa: el que se suscita entre el oficio impersonal del trabajador y el plus que, en la inmanencia del trabajo, lleva a terminar por fin con éste. Esto significa que el artista moderno, que en la literatura de Romero trabaja dos veces —como alguien que trabaja para entrar en relación con la lengua del otro y alguien que trabaja para retrazar la singularidad de lo que hace, a la vez, respecto de esa lengua—, tiene una vuelta de página en Hijo de ladrón, donde lo que Manuel Rojas compone es en realidad un tránsito literario entre el esfuerzo y la astucia. Más precisamente: entre el "esfuerzo de las manos" y la "astucia de los dedos". Si el esfuerzo de las manos lleva al mito del Sísifo condenado a la infinitud inútil y absurda del trabajo —el del cuidador de lanchas, el de la costurera sombría, el del reparador de las vías férreas—, la astucia de los dedos interrumpe abruptamente ese absurdo por medio de la intromisión de la magia del ratero.

La vida circular del conventillo que encuentra en González Vera la solución del escritor que huye, se convierte en Manuel Rojas en una dialéctica entre quien se dedica de por vida al oficio cuya forma circular lo humilla y quien rompe con esa humillación haciendo de la ciudad un lugar de paso y un escenario de ocasión para hacerse de algún botín. La fórmula de Manuel Rojas no es entonces, como la de su amigo José Santos, restarse a lo que circula inútilmente en el conventillo sino, por el contario, construir el tránsito por medio del cual se pasa de la "inutilidad útil" del trabajo a la "utilidad inútil" del oficio literario, de la inmanencia de la producción a la ilusión onírica del invento. Con independencia de que el invento sea una de las piezas privilegiadas de uno de los escritores que más se le aproxima, Roberto Arlt, este tránsito parece requerir a la vez de un pasaje que va del hombre tangible al fantasma etéreo. O también: de la dignidad del obrero de las "manos callosas" al cinismo encantador de los "dedos ligeros".

Se trata de un pase que anuda de un modo magistral "literatura" y "robo". Un nudo que en su camino no requiere del esfuerzo, sino de la magia o la destreza. No se vive para hacer de la experiencia del paseante un motivo para la literatura; se vive como se escribe. Por eso al padre de Aniceto Hevia, el ladrón, le sucede exactamente lo mismo que al escritor, que pierde su cuerpo macizo en el presente del oficio. El padre de Aniceto Hevia es el ladrón invisible que conduce a leer la figura del autor moderno como aquel que está muerto o que ocupa al menos, como dice Foucault, el lugar de un muerto.

Manuel Rojas se comenta de este modo a sí mismo, se hace su propio psicoanálisis a través de lo que escribe. Pero lo que escribe no toma nunca la forma de un cuerpo literario preciso cuya entrada o salida lo obligan a marcar tarjeta, la tarjeta del artista moderno, sino el cuerpo de una ficción en cuyo seno la vida del escritor aparece y desaparece varias veces. Él mismo confesó más de una vez que varias de las anécdotas de Hijo de ladrón eran trasposiciones de su propia vida en la figura de Hevia, cuyo padre es alguien que consagra el oficio a la destreza de un fantasma. "Las cerraduras de las casas en que vivíamos —dice Aniceto— funcionaban siempre como instrumentos de alta precisión: no rechinaban, ni oponían resistencia a las llaves y casi parecían abrirse con la sola aproximación de las manos de mi padre, como si entre el frío metal y los ligeros dedos existiera alguna oculta atracción".

La literatura de Manuel Rojas hace del arte de escribir una condensación entre el cuerpo que se humilla engrasándose con las grúas del puerto y el cuerpo que se desmaterializa para escurrirse del mundo de la producción. Escribir se convierte así en un oficio inmaterial por medio del cual el escritor analiza el gasto de su cuerpo en el oficio material lindante. No es que la literatura redima; pero sí puede tomar de los ladrones el uso ejemplar de esas palabras-ganzúas con las cuales se hacen saltar, sin siquiera rozarlos, los canceles de los estamentos formales de la lengua.

Manuel Rojas escribe para abrir fisuras en los panteones de una lengua hecha; o para profanarlos, rozándolos con la ilusión inmaterial de su oficio. ¿No son acaso sus ladrones los aguafiestas de las clases constituidas? ¿No son acaso ellos quienes irrumpen en los salones del barrio alto sin que nadie los note? Se irrumpe midiendo, rozando, burlando. Se irrumpe así, nunca forzando, como si en la yema de los dedos del escritor de oficio se hubieran alojado para siempre palabras que hacen saltar cerrojos. Después de esto, escritor y ladrón conviven bajo una misma sábana y son el mismo fantasma, uno en el que se unen el robo como exacción de la conciencia arruinada del oficio y la escritura como magia ya célebre del espíritu furtivo.



 

 

 

 

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