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EL HOMBRE DE PLAYA ANCHA

Por Manuel Rojas
Clarín. Santiago de Chile, 4 de mayo de 1972


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Hace poco, en Valparaíso, estuve varias veces, 3 ó 4, porque tampoco es hombre de todos los días. La primera lo llamaron al Riquet, a instancias mías -era la hora del té-, y vino rápidamente a buscarme. Conversamos. Y al día siguiente conversamos de nuevo, esta vez sentados en la Plaza Victoria, que más que plaza parecía muladar, tan sucia estaba. Parece que la Municipalidad está esperando que llueva y la lluvia se encargue de asearla. Es una plaza de otros años, no de aquellos que yo recuerdo, cuando, en el buen tiempo, la gente oía música y se paseaba por sus amplias aceras. Hoy no se pasea nadie y no sé si alguna vez hay alguna música ahí.

Ese día me dijo que tenía que viajar a Santiago: "Un compadre me tiene desafiado a un asado". Pensé que no lo iba a ver hasta la semana siguiente pero, con gran sorpresa mía, el día sábado lo hallé sentado en el café Samoyedo. Vi, en la semioscuridad, que un hombre me hacía señas desde una mesa. ¿Quién será? Me parecía un negro cualquiera, aunque me acerqué: era él. Un poco asombrado, le pregunté:

- ¿No te fuiste a Santiago?
- Sí, pero volví en seguida. No me gusta Santiago.
- ¿Y qué andas haciendo aquí?
- Pensé que aquí te podía hallar.
Pero la verdad es que había venido por un remate que se efectuaba cerca. Quería comprar unos escritorios para sus hijos.
- ¿Te han salido escritores?
- No. Estudian y necesitan algo en qué afirmarse para escribir sus trabajos.

Conversamos. Me contó delicias sobre la vida de los escritores del Puerto y me reí. Le dije que por qué no escribía todo eso y me contestó que todos estaban vivos y no quería disgustarse con ninguno: "Son gente de armas tomar", me aseguró. Ese día quedamos de vernos al siguiente y almorzar juntos. Nos juntamos en la casa del remate ese día domingo. Todavía seguían rematando y se veía mucha gente: "ese gallo es rematero -me dijo por un hombre que pasó cerca de nosotros-, cuando se encapricha con algo sube y sube hasta que se lo adjudica". Fuimos a almorzar al Club Naval, que es su picada favorita a las horas de almuerzo y en donde los metres y los mozos lo conocen tanto que ni siquiera le preguntan qué se va a servir: carne a la plancha con arroz. Bebe agua mineral, el vino le está terminantemente prohibido, y deja que su invitado coma lo que le guste. Pero ese domingo había mucha concurrencia y me serví el menú muy modesto, pero barato. Después volvimos al remate para ver si podían entregarle sus pequeños escritorios. Esperamos mucho rato, hasta que al fin, cansado, lo dejé y me fui a descansar un rato. Y lo vi una vez más y desapareció con el pretexto de que tenía una cita importante para el día siguiente: "Es temporero -me dijo el poeta Parera-. A veces le da por venir a buscarme en las tardes durante un mes seguido. Luego desaparece y vuelve a las quinientas".

Pero ya lo había visto bastantes veces y no me quejé. Por lo demás, lo tenía conmigo, pues había llevado un libro de él, el último, "Retrato hablado" y leyéndolo lo recordaba, ya que leerlo es como escucharlo. La misma compostura, la misma naturalidad, la misma gracia, la misma dejadez, mezcla de pesimismo y alegría, la misma mesura, aunque en lo escrito es más apretado, más enjuto, más desengrasado que en la conversación, pues debe cuidarse como quien se cuida el peso. "La mujer era buena, pero se puso putaza", dice el personaje de "Soledades". "Le dio por los uniformados -prosiguió con la complacencia del investigador que acaba de descubrir una ley particularmente esquiva-. Cabo que llegaba al retén se lo servía... y yo, ¡buenas peras!, en la luna".

Pero la perla de este libro, a mi juicio, es el cuento titulado "El hombre del traje blanco", no por su tema, que tampoco es malo, sino por la sensación de Valparaíso que dan sus páginas, sensación que a un hombre que ama esa ciudad le sobrecogen profundamente. Se trata de un hombre que necesita un traje y un trabajo y otro hombre le proporciona, por medio de sus amigos, ambas cosas. Entretanto, conversan, conversan y pasean. Ha llovido. Mientras caminan sienten el Puerto. "Detrás de los ruidos habituales percibíase a ratos ese rumor sordo, remoto, naval, y cotidiano que los porteños llevan en sus oídos como caracolas invisibles. Atravesando una plaza diminuta con figura de proa, se internaron hacia la izquierda por una calle engalanada como una bengala con luces verdes, rojas, amarillas, azules.

Caminaban sin prisa, en silencio, sumidos en sus pensamientos.

Es hermosa esta calle -dijo Schumann-. Casi la había olvidado.

Lleva un nombre ilustre y marinero; y es también una especie de club. Ningún porteño que se respete deja de visitarla por lo menos una vez al día".

Es la calle Esmeralda. Cuando los dos hombres se separan, Schumann dice:

"Tengo la sensación de que han transcurrido años desde nuestro encuentro. Han pasado tantas cosas imprevistas. A ratos he tenido la sensación de estar en un país distinto, con gente también distinta".

"Valparaíso es un país distinto -responde su amigo-. Se sube a la cabeza como un vino generoso; hay que tener los nervios bien templados para tolerar sus primeros impactos".

Pero, casi tanto como Valparaíso, es Playa Ancha el lugar que ama. Voy a veces a Playa Ancha y paseo por sus calles y avenidas y aunque no esté con él al lado, estoy con él en el pensamiento. Así como Ñuñoa era la patria de González Vera, Playa Ancha es la de Carlos León.



 


 

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Por Manuel Rojas.
Clarín. Santiago de Chile, 4 de mayo de 1972