MANUEL ROJAS
 
 






punta de rieles, novela


Punta de Rieles
MANUEL ROJAS
Editorial Zig-Zag. 8ª edición mayo de 1996.
Edición conmemorativa del centenario del nacimiento de Manuel Rojas



14

.......... La conocí en Mantos Blancos, una salitrera que empezaba a trabajar y en donde la gente se conocía poco. Al principio hubo una huelga y muchos hombres se fueron. Ella vivía con don Roberto Campón, carpintero parapalos, de ésos de la construcción, hombre de unos cuarenta años, boliviano, chicón y mal agestado, con un genio de los diablos, además. Se agarraba ligerito con los que creen que porque unos chilenos ganaron la guerra del setenta y nueve ellos pueden llamar cobardes a los cholos y maricones a los cuicos. Los del sur, sobre todo los que llegan recién a la pampa, tienen esa costumbre. El nortino o el maucho que ha vivido mucho tiempo por aquí ya ni se acuerda, salvo que sea leso. Chilenos, peruanos y bolivianos han trabajado juntos en las salitreras y minerales, sin que los chilenos, por serlo, hayan tenido mejores jornales o mejores casas que los otros. Ya están a caballo. Don Roberto Campón no aguantaba moscas en el lomo: corcoveaba al tiro: "Muy bien. Los chilenos ganaron la guerra del Pacífico. Pero usted, ¿qué ha ganado? Si quiere ganar, pelee. Pelee, puis". El que lo había llamado cobarde o comepiojos no tenía más remedio que hacerle la cruza. Se llevaba la gran sorpresa. Campón, además de pegar muy fuerte con las manos, pegaba muy fuerte con la cabeza. El cabezazo era en la boca del estómago y el que lo recibía perdía el aliento y el equilibrio y se iba de espaldas y paraba las patas. Pero los compañeros rara vez permitían que las cosas llegaran tan lejos. A los dos o tres encontrones y antes que don Roberto empezara a poner cara de chivato, se metían y paraban la pelea. Sólo si el roto era muy pesado dejaban que el cuico lo cabeceara. Campón no era rencoroso y enseguida hacía lo posible por hacerse amigo del hombre con quien había peleado, cosa que el hombre no rehusaba, sobre todo sabiendo que el boliviano era dueño de una de las cocinerías de Mantos Blancos. Era la más chica, pero la más acreditada: en ésa, más que en las otras, era posible irse sin pagar. Don Roberto era desordenado y generoso. Casi no llevaba memoria ni mucho menos cuenta de lo que fiaba, y a fin de mes leía callado los pedacitos de papel en que los propios pensionistas le presentaban las cuentas: tantos almuerzos, tantas comidas, tantos desayunos. "¿Está bién?" "Si usted lo dice, compañero, está bien, puis." Algunos desalmados se iban sin pagar y otros le mentían; pero, en general, le pagaban, aunque poco. Se podía apostar a que perdía algo de plata y él habría apostado también. No le importaba. Tenía buen jornal, y como era trabajador y serio le ligaban buenos contratos. Ése era el hombre de la Rosa. A ella le hacía poca gracia lo que pasaba y discutía con él y hasta peleaban: ella echaba los bofes en la cocina, ayudada por una mujer y una chiquillona, y resultaba que a él no se le ocurría nada mejor que regalar lo que ella hacía. Don Roberto contestaba que si ella no quería trabajar, no costaría nada encontrar una mujer que se hiciera cargo de las cacerolas y del fogón. Le pagarían lo que fuera y listo. Casi todas las mujeres del campamento, casadas y solteras, estaban dispuestas a trabajar. Un sueldo, mucho más si era con rancho, hallaba montones de candidatas. Pero ¿para qué gastar plata en sueldos si ella podía hacerlo? Si era así, ¿por qué se quejaba? Se quejaba de que se dejara meter el dedo hasta las agallas, de que no llevara cuenta de lo fiado y de que no les cobrara a los sinvergüenzas que se iban debiendo. Él procuraba demostrarle que lo que le debían y no le pagaban no era mucho, y, aunque no le debieran nada y le pagaran todo, las cosas andarían mas o menos. Se perdía un poco y se ganaba otro poco: salían al fiel. ¿Qué más queria? Pero si se trabajaba nada más que para que esos malagradecidos no se murieran de hambre, ¿para qué tener cocinería? Mejor sería cerrar. No. Las bancas y las tablas y los caballetes del comedor, así como las cosas de la cocina, las sartenes, las cacerolas, las ollas y el servicio, quedarían parados, y eso sería una lástima. La Isabel y la Chepa perderían los pesitos que ganaban, y, lo que era peor, no tendrían ya el puchero asegurado, y esos sería más lástima. ¿Así es que ella trabajaba para que las dos mujeres se ganaran unos pesos, se llenaran el buche y se llevaran para la casa lo que sobraba? ¿Le había visto las canillas? No. Ella también comía, se vestía, tenía casa y hasta podía disponer de unos pesitos. "Así es que no soy más que una empleada suya?" "No. Es la patrona. ¿No quiere trabajar? No trabaja. ¿Quiere trabajar? Trabaja. Es libre de hacer lo que quiera. Siempre tendrá casa, comida, cama y algunos pesitos." Unos pesitos... ¿Valía la pena machucarse tanto por unos pesitos? "Bueno. Si no quiere trabajar, no trabaje.No costará nada encontrar una mujer que se haga cargo de la cocina. Todas las mujeres del campamento, las casadas y las solteras..."Al llegar aquí estallaba uno de los dos, él o ella, cansado él de repetir una razón que era muy clara y que no había para qué repetir, enojada ella porque creía que la estaban tomando para la broma. Yo no iba a esa cocinería y muchas de las cosas que le cuento las sé porque me las contaron entonces o después. El no había tenido nunca cocinería ni nada parecido. Pero cuando llegaron, y como todo andaba a la diabla y casi no había dónde comer, ella le propuso poner un negocio de comidas. Quién sabe si ganarían un poco de plata; por lo menos, se asegurarían las pantrucas. Además, a ella le gustaba trabajar. Eso contaba Campón. Don Roberto dijo que bueno. Habló con algún jefe, le dieron facilidades y en un dos por tres hizo las bancas y las mesas, compró los chimilicos de la cocina y empezaron a vender comistrajo. Servían carbonada, porotos, sopa de jigote, chanfaina, lentejas, chupes peruanos, anticuchos y seviche cuando llegaba albacora o sierra. Ël atendía las mesas, ayudado por una chiquillona, mientras la Rosa y la señora Chepa se agarraban con el humo y los fondos.

.......... Pero las peleas no eran sólo por la cocinería. Eran también por otras cosas. Estaban juntos desde un poco antes de llegar a Mantos Blancos. No eran casados y ella sospechaba que él tenía otra mujer en alguna parte, en Bolivia, en otra salitrera o en un pueblo de la costa. Escribía y recibía cartas y en una ocasión, hizo un viaje. Dijo que iba a Cochabamba a ver a su madre, pero ella no le creyó. Ése era uno de los motivos. El otro era más difícil y las peleas que producía se comentaban más que las otras. ¿Qué era? No se sabía bien o no se sabía nada. Ninguno de los dos contó nunca una palabra. Pero la gente oía o había oído contar lo que se decía. Las palabras no indicaban mucho. Se podían aplicar a cualquier pelea entre un marido y una mujer que ya están cabreados. Pero como se producían de noche, que es la hora en que menos pelean las parejas, llamaban la atención. Vivían en una casucha de tablas y de calaminas, a la orilla de la única calle del campamento, y las palabreadas se oían desde lejos, aunque mejor se oían desde cerca. Algunas palabras dejaban sospechar de lo que podía tratarse: hostigosa, hasta cuándo la cargosea, ¿no eres hombre?, parece que fuera maricón usted, déjeme dormir. Algunas de estas palabras hicieron que la gente corriera la voz de que entre ellos, en las noches, algo no andaba bien. ¿Qué era y quién tenía la culpa de que no anduviera de otro modo? Era difícil saberlo; las peleas nocturnas no eran de todos los días. Los que oyeron algo no supieron si era de ese momento o de siempre, si peleaban de vez en cuando o peleaban seguido. Una noche la rosca fue tremenda. Don Roberto Campón salió a la calle en calzoncillos y gritó y echó para la cocinería sapos y culebras y algo más. Durmió afuera y no volvió hasta dos días después, muy aperrado y recogió sus cosas y las metió en un baulito que se echó al hombro y se mandó cambiar. La Rosa, sentada en una de las bancas, lo miró hacer sin decir ni una palabra. Se llevaba nada más que lo que era suyo, sus ropas y sus herramientas. ¿Se llevaría después las bancas, las mesas, el servicio y las cosas de la cocina? También era suyo. No siendo casados, ella no tenía derecho alguno. Don Roberto Campón no volvió a buscar nada más. En los días siguientes arregló sus cosas en la administración, pagó lo que debía y cobró lo que pudo. Al otro día embarcó sus cosas en el tren, subió y cuando pasó frente a la cocinería se tomó de los pasamanos de la plataforma, echó el cuerpo hacia afuera y gritó, con voz de trueno:" Oye, hija de-la grandísima-tal-por-cual, ahí te lo dejo todo para-que-te-lo-metas en la reverenda que tienes yegua-de-esto-y-de lo otro machorra y que te muelan lo que más te duela..." Siguió gritando hasta que ya sus gritos no se oyeron más y siempre con el cuerpo echado hacia afuera. Llevaba muchos años en Chile y se decía que la madre era chilena: Podía apostar con cualquiera de los rotos de la pampa a quién echaba los peores y los mejores garabatos. La Rosa, a los primeros gritos, salió a la puerta. El cuico no le quitaba la cocinería y ella podía seguir trabajando. Entró para el negocio. Era la hora en que se empezaba a parar las ollas. "Vamos, niñas apúrense. Ahora soy yo la patrona. Se acabaron los bolseros." Así la conocí, como patrona, cuando llegué a almorzar a la cocinería.



Texto escogido de Punta de Rieles, novela de Manuel Rojas

 

 

 
 

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