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GLACIS
(Mario Verdugo, Komorebi ediciones, 2022)

Por Cristián Gómez O.


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Nuevo libro de Mario Verdugo y nueva oportunidad para preguntarnos qué es lo poético, donde termina y donde comienza un concepto tan resbaladizo como ese.

Ya es conocido el ejercicio de Verdugo en torno a cuestionarse, implícita y explícitamente, cuál es la esencia de la tarea poética, cuya respuesta parece de antemano negativa, incluso el mismo hecho de plantearse tal cuestión sería, en el universo de Verdugo, ocioso. El poeta nos ofrece, en cambio, uno de los ensayos más radicales dentro de su obra al alejarse de cualquier concepción predeterminada de lo que es poesía, incluso aquella que los lectores de sus libros anteriores hubiéramos podido formarnos a partir de tales lecturas.

Desde el título pareciera que el autor intenta ponerle piedras en el camino a les lectores, aunque también podría tratarse de secretas señales de ruta. “Glacis” es una palabra que vine del mundo arquitectónico y militar: se trata de una inclinación o declive que rodea a una fortificación, con el fin de prevenir cualquier ataque. Es difícil suponer cuál es la intención autorial al titular así su libro, pero al aproximarnos sólo podemos suponer que las pistas y las huellas falsas que Verdugo esparce por estas páginas tienen no sólo la finalidad de llamar la atención sobre el proceso mismo de lectura (si es que no se trata derechamente de entorpecerlo), sino también de indicar hacia el sentido último de este libro. Pero antes, sin embargo, de tratar de desentrañarlo, de encontrar un supuesto significado oculto por debajo o detrás de estos poemas, quisiera abundar en el empeño de especular sobre el procedimiento mismo, la(s) práctica(s) de escritura que sigue Verdugo en este Glacis. El por qué de ellas tal vez nos indique el camino a seguir (subrayo el tal vez) para lograr una comprensión cabal de este conjunto.

Poemas en prosa o pequeñas narraciones, viñetas, si se quiere, donde una o múltiples voces despliegan sus ¿puntos de vista? y/o ¿opiniones?, como sea, es precisamente la inestabilidad en la definición de estos su principal argumento. Como si se tratara de una escuela de guerrillas contracanónica, los poemas de Glacis (permítaseme, por el momento, llamarlos de esa manera) se dedican a atacar el horizonte de expectativas de los lectores para derrumbar lo que estos entienden por literatura y/o –en el caso más específico del libro que ahora nos convoca– por poesía.

Me explico: el horizonte de expectativas, i.e., el código de comprensión del que se valen les lectores para decodificar un discurso y procesarlo/entenderlo como poesía, no es, en el caso de aquellos que se adentren en las páginas de este libro de Verdugo, el de lectores desacostumbrados a variaciones profundas en el escenario de la poesía chilena contemporánea. Asumiendo que el radio de alcance de un discurso como el poético no es masivo, sino que se dirige hacia ciertxs lectores entrenados en (algunos de) los pormenores de tal discurso, podemos suponer en consecuencia que aquellos están si no plenamente conscientes, sí al menos familiarizados, con nombres como los de Enrique Lihn, Miguel Arteche, Stella Díaz Varín, Jorge Teillier, Juan Luis Martínez, Eugenia Brito, Thomas Harris, Carlos Cociña y Elvira Hernández, entre muchos otros.

Esta lista, sobra decirlo, no quiere ser exhaustiva, sino que apunta simplemente a trazar un exiguo arco temporal entre los poetas de la generación del cincuenta y ciertos autores de los ochenta que se encuentran plenamente activos. Nombres más, nombres menos, en este listado se encuentra, por lo menos en cuanto a la poesía chilena, los puntos de referencia más visitados para definir el fenómeno poético. El horizonte de expectativas del que hablábamos no se ajusta, en consecuencia, a una idea probablemente periclitada de poesía que se relacione con los cuatro “grandes nombres”, i.e., Mistral, De Rokha, Neruda, Huidobro (aun cuando sea obligatorio y oportuno admitir que todo lo relacionado con estos estandartes se renueva milagrosamente una y otra vez), ni tampoco está necesariamente relacionada con otros que les siguen –Parra, Rojas, Rosamel, Anguita, La Mandrágora. Puede resultar una tesis arriesgada e incluso contradictoria[1], pero me parece que la idea de poesía que se maneja hoy –y contra la cual Verdugo dirige todos sus poderes– guarda una relación más estrecha con los señalados en un principio (autores, principalmente, de los cincuenta y los ochenta) que con las vanguardias de principios de siglo y su comprensión teleológica del tiempo.

Teniendo en cuenta lo anterior, es que la escritura de Verdugo en este libro resulta particularmente corrosiva, en el mejor sentido de la palabra, ante una institución poética que está expuesta a (y necesita de) una permanente renovación. Los textos en sí son una serie de anécdotas carentes de hilo narrativo, salvo en lo que se refiere a la enumeración de personajes que entran y salen dejando una huella ligada a sus nombres, quiero decir: el extrañamiento del vocabulario empleado (nada hay aquí del coloquialismo que impregnara la poesía chilena décadas atrás, aun cuando ciertos giros cotidianos son recogidos para exponerlos en cuanto rarezas) es una marca de estilo que recorre todo el libro, así como los apellidos que pueblan el conjunto son otra de las señales que indican un universo que, pese a todo, no carece de sentido:

X504 y FM 2030, verbigracia o, por citar otro caso, fréderic mistral y jan nepomuk neruda.
De tu parte: un complot para el que no has precisado sino de tres o cuatro
[cistercienses alérgicos

al crust punk, al grindcore y, era que no, a estas villas retorcidas y estridentes.

De resultas: “¡No pongas tus sucias manos en agatha christie! ¡Apártate ahora mismo de
agota kristof!” (28)


La libre circulación de los signos parece querer indicarnos la futilidad de toda jerarquía. Si para los no iniciados el crust punk y el grindcore significan poco y nada (pese a que a mediados de los ochenta resultaran en movimientos importantes dentro del underground musical, especialmente aquel que deriva del punk y del trash metal), no es aventurado suponer que los autores que inspiraran los seudónimos de Lucila Godoy Alcayaga y Neftalí Reyes Basoalto nos lleven a preguntarnos por el tema del original y la copia, por el de la autenticidad y la reproductibilidad: nombres falsos o verdaderos, melopea entre una autora británica del más tradicional whodunit y una autora húngara que viviera en Suiza y escribiera en francés, todo, absolutamente todo, pareciera dar lo mismo. En una reseña sobre este mismo libro, el poeta Jonathan Opazo plantea que Glacis va más por el lado de la melopea que de la logopea, enfatizando lo lúdico de una poesía que ha hecho de estos guiños su sello inconfundible. Efectivamente, desfilan por estas páginas “todo Anton, todo Alban, todo Arnold” y se pasa sin solución de continuidad de la “Musicología Profunda” a la “Toxicología Profunda”, de “Tomás Navarro Tomás” a “William Carlos Williams”. Cito a Opazo:


“en el inconsciente de MV, Verdugo Mario, el poeta que no la persona, la cultura aparece desplegada como un partido dominical de sonidos organizados bajo órdenes que obedecen más al melos que al logos. Más paila y menos cabeza, si por cabeza entendemos una cierta exageración o abultamiento del discurso por sobre la sonoridad y sus posibilidades a la hora de la jugarreta versal con sus extensiones de onda corta o larga, según corresponda.” (“Sólo puedes aclararles que oscurece”. Sobre Glacis de Mario Verdugo)


Sin duda alguna, Opazo acierta al señalar la relevancia de la sonoridad en este libro (como también ocurre en otros títulos de Verdugo, como Canciones gringas, aunque el procedimiento sea otro): el sostén del volumen está en la (in)armónica conjunción de dislocamientos lógicos, la cuidada selección del vocabulario y la bien estudiada sucesión de denominaciones que suenan parecido, pero esa es, básicamente, la única semejanza entre ellas. Entre medio de todo esto, y aquí sí me alejo de la lectura que hace Opazo de este libro, creo que esas cuasi-equivalencias sonoras sí apuntan a un logos, sí exudan una crítica de ciertas dinámicas ¿culturales, políticas? simbolizadas particularmente por ese personaje (Urquiza Urdizábal), mezcla de apellidos vinosos y/o supuestamente aristocráticos con un retorno ad honorem de su beca artística por Europa. Lo que Opazo ve como una inclinación de la balanza hacia “la paila” antes que a la cabeza, nos parece en realidad una descategorización de jerarquías e individuos –nombres, en este caso– asociados a ellas, un claro intento, por extensión, de crear una poesía independientemente de las formas consagradas. No es un logos (ni una práctica) menor.

A diferencia de cierta sociología malentendida que en los últimos lustros tiende no a asociar, sino a subsumir poesía con un trasfondo social, sea este de la especie que sea, la poética de Verdugo se adentra con particular entusiasmo en una liberación rabiosa de los significantes que, en este tiempo y en este contexto, no podemos más que considerar saludable. Y urgente.





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Nota


{1] Contradictoria en la medida en que tanto los autores del cincuenta responden/reaccionan, en buena medida, a las poéticas vanguardistas de principios de siglo, así como les autores de los ochenta lo hacen con figuras como Rojas y Parra.

 

 


 

 

 





 

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