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Toda la luz del mediodía

Editorial Zig - Zag, 1964

Mauricio Wacquez

(Extracto)
pag. 137 - 142

(Ahora hay ruidos familiares, puertas que me comunican con el mundo. Todo lo anterior constituye una unidad de tiempo que era preciso hacer llegar hasta este instante. Aquí comienza lo otro. Hoy de nuevo es verano.)

Nubes hinchadas, rojizas, vadean caprichosas, tapando la llanura. A través de los claros surge el cielo arenoso como un cristal empavonado. Es el cielo de siempre. Mientras el sol quema a ratos sobre los tejados, los pálidos pezones de las montañas cambian de color a lo lejos. La humedad (probablemente del río) cruza lenta como una muerte y empapa el olfato de un aroma metálico, penetrante. Una rama del jardín se eleva contra las nubes y aletea sacudida por el viento que sopla hacia el norte. Paulina ha entrado hace un momento y me ha comunicado el programa del día. Me ha revuelto el pelo. Ha reído. Yo no he dicho una palabra. Al verla marcharse me he quedado observando su figura nueva. Paulina ha cambiado y no termino de asombrarme.

Mi cuarto tiene tres puertas de vidrio, que miran al jardín. Es una habitación larga y luminosa, que en nada se parece a las que he tenido antes. Recibe el sol únicarnente en la mañana... Me gustaría describirla con devoción, pero siento que aún no me pertenece. Sólo es un cuarto más que no me conmueve. En medio de la tranquilidad de este verano, las tardes afuera son lentas y sofocantes, y mientras Paulina duerme la siesta, yo me ocupo en escribir aquí al resguardo del calor y del ruido. Sin embargo, a medida que avanza la tarde, mi vigor decae, pues comienzo a pensar en el momento en que ella entrará a decirme lo que deberemos hacer, la gente que hay que recibir y todas esas cosas. Aún no llego a convencerme de que estar viviendo con Paulina es el resultado natural de los hechos del tiempo. Ella ha encontrado la serenidad y algunas veces me olvido de que ésta sólo le pertenece a ella.

Nuestra vida en común es una vida corriente. Pasamos por la pareja novedosa y nos adecuamos perfectamente al horario lleno de sinsabores con que nos abruman los amigos. Nuestra casa (la casa de ella) muestra ahora un aspecto más alegre. Yo tengo un cuarto separado en el cual casi he reconstruido mi piso de soltero. El resultado de esto es una existencia que no nos aburre. Además, tenernos poco tiempo para la autoinspección. Vivimos continuamente en función uno del otro.

Nuestros acuerdos se realizan al margen de discusiones. Así, muchas veces me parece que ésta era la vida que siempre anduve buscando.

No obstante, ahora me siento como vacío para seguir expresando lo que hasta aquí me había resultado relativamente fácil. Tengo la impresión, al seguir este relato, de que empiezo a no ser consecuente con lo que me propuse. Estoy demasiado sensible a la autenticidad y la sola idea de vivir largo tiempo con esta angustia me da leves pinchazos desagradables.

Pero lo he intentado todo. Creí que podía realizar mi deseo con Marcelo, y no logré sino introducirme en una de esas cámaras oscuras que me cortaban el aliento. Sin duda, nuestras desgracias no son culpa de nadie; sin duda, la juventud de Marcelo lo permitía todo. Esto es aceptable. Lo que no puedo comprender es la proyección que ha surgido en mí, el punto al cual he llegado. Gusto en recordar que mi existencia pertenece a otra cosa. Por eso no me gustaría odiar a Paulina. Ella vive su autenticidad desde mí de la misma manera que yo pretendí vivirla desde Marcelo.

Estos pensamientos que describo han habitado en mí desde nuestro matrimonio. Desde entonces, la vida exterior se ha deslizado tranquilamente. Paulina profesa un verdadero culto por todo lo que pueda distraernos, y yo me adapto de muy buen ánimo a esos hechos intrascendentes.

Esto la desconcierta, se muestra cavilosa, y, aunque no me dice nada, yo sé que en el fondo de ella se levanta una mirada de asombro. Algo de eso había en la época de Marcelo. Recordarlo me produce risa. Quiero decir que no puede ser más absurdo. El único beneficio de la soledad es que al fin lo más trascendental se vuelve risible. He meditado aquello que es el centro de mi problema y lo he reducido a una ecuación simple: "Mis actos no son parte de mi vida, sino que sirven para otra realización". ¿Hay necesidad de preocuparse? Si los años transcurrieran sin remordimientos sería mucho más fácil la vida. Cuando pienso en los momentos en que Marcelo apoyaba la barbilla en el pecho y se quedaba así, con la mirada ensombrecida, me doy cuenta de que es de esos momentos y sólo de ésos de los cuales depende mi vida. En suma, que no estoy equivocado cuando pienso que una mirada, un gesto, significan mucho más que la mayoría de los otros momentos vividos a lo largo de toda la existencia.

Cuando con Paulina anunciamos nuestro compromiso, nadie se asombró. Al fin, yo me resignaba, pues sabía que tarde o temprano debía volver a ella como el único sitio que tenía para mí algún residuo de sentido. Justamente por ese tiempo, Marcelo se había ido a Farellones con Elena, lo que hizo que nuestro matrimonio no cambiara mucho las cosas. Hubo invitados, los más íntimos, y se brindó discretamente por nuestra felicidad. Paulina estaba radiante. Yo bebía su vida con los ojos y me repetía que ya nada más había por hacer.

Eso es todo. Recién anoche regresamos del campo. En un momento más deberé vestirme y salir a comer con Paulina. Desearía, sin embargo, permanecer aquí, escribiendo, para reducir la impaciencia que siento. Aún no ha escrito Marcelo. Pienso en su llegada. La deseo. Necesito mostrarle mi debilidad: que me vea todavía, aquí, al pie de mi muerte. Al fin de cuentas, en parte soy su padre. Pero no vendrá. No. Nuestro caso es distinto. Es un caso acabado. El ronda sobre mí y no lo sabe.

 


 

Mauricio Wacquez nació el año 1939, en un pueblo de la provincia chilena de Colchagua. Desde adolescente incursionó en el terreno literario, así como en el dibujo y la pintura. Su primer libro se tituló "Cinco y una Ficciones". En 1965 obtuvo su grado en filosofía, con una tesis sobre San Anselmo, y actualmente es profesor ayudante de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile.

El libro inicial de Mauricio Wacquez llamó la atención de los críticos chilenos. "Todos los cuentos, como partes de un mismo temperamento, señalan un talento excepcional", escribió José Donoso. "Hay un rastro indefinible de parsimonia expresiva, con lujos de captación aguda de los repliegues internos de sus figuras humanas", afirmó a su vez Alfredo Lefebvre. Y Tomás Mac Hale dijo entre otras cosas: "Su prosa tiene un toque de austera belleza, decantada, nítida, a ratos poética, pero de asombrosa vitalidad".

Esta primera novela de Mauricio Wacquez, premiada en el Concurso Literario CRAV —cuyo Jurado estuvo constituido por María Elena Gertner, Manuel Rojas, Juan Emilio Pacull, Miguel Arteche y Juan Enrique Merino—, presenta un argumento que llega a veces a los límites de la crudeza. Su personaje principal es un hombre que explora su propia conciencia, oscilando entre dos amores: normal el uno y anormal el otro. Sin embargo, el relato se desarrolla en un clima atenuado por la mesura del lenguaje, por la artística finura de la expresión y por una indudable habilidad narrativa. El desenlace, a su vez, tiene los alcances de una voluntaria salvación.

De la contraportada

 
 

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Mauricio Wacquez.
Editorial Zig-Zag, 1964.
(Extracto)