Mauricio Wacquez: "Frente a un hombre armado"
Bruguera, Barcelona. 1981 Por José Morales
Publicado en ANDALÁN, N°339, septiembre de 1981
Aragón, España
La selecta crítica nacional aboga con intermitencias obsesivas a favor de la novela de aventuras, en una curiosa caracterización de zapatillas y batín de guata que la define por su «divertimento», por su lujuria anecdótica. La oposición al tedio que cunde puntualmente en la lectura de los relatos psicologistas es, con seguridad, otro de los rasgos definidores que remarcan la alabanza constante. No estaría de más hacer transparente la inexplícita marca ideológica que, si no en la novela de aventuras, al menos respira en la bendición al renacimiento de tal género —en ocasiones, desmadradamente identificado con la novela—: tiempo no faltará para conducir hasta el final la polémica aún no definitivamente abierta. Pero, antes de pasar a otra cuestión, sugiero que se valore la negativa consideración de los elementos formales de que hacen gala los reaparecidos elogiadores del folletón, la novela de aventuras y la ramplona cursilería —pese a repentinas tributaciones de semióticos de pro y foráneas luminarias.
Nadie, claro está, llegará a afirmar que sólo en el contar cosas radica el secreto: que hay que hacerlo bien, esto es, escribir como los ángeles es indispensable..., con lo que se realiza una curiosísima e inaceptable reducción de lo que la forma sea —por mantener un dualismo de tanta tradición cuanto de inoperancia para el análisis del texto contemporáneo—. Preveo, con alguna tristeza, que una tal dirección crítica, acaso exagerada en estas líneas aunque detectable en los centros de santificación de la buena-mala literatura, terminará convirtiendo al escritor en un curioso y polimorfo trabajador a destajo.
Es en este marco donde aparece en su dimensión exacta, fascinante y sublime «Frente a un hombre armado», de Mauricio Wacquez. Señor del tiempo, revocador de la infamia transitoria de lo histórico, el chevalier Juan
de Warmi asiste a la devastación de su estirpe con la implacable lucidez de quien conoce el profundo secreto del rigor de la existencia. Inconsciente spinozista, ronda países, cuerpos y guerras —pero, ¿no es lo mismo?—revisando a un ileído Hegel, viviendo amargamente el espectáculo, el aburrimiento y la escenografía del Poder.
Espectáculo que por todos debe ser contemplado porque nadie se evapora en este océano de nieblas en el que el sofoco mortal del naufragio tan sólo se liquida arrebatando al otro la posibilidad de salvación, dialéctica truculenta porque «nada es tan parecido a la vida de un hombre como la vida de otro hombre» (pág. 191); aburrimiento imprevisto porque, luego de la primera victoria, no reluce sino la obediencia cargada de sabiduría que inspira perpetuar el dominio. Porque quien ha sido derrotado navega alocado y cobarde sin volver contra el amo el cañón de la escopeta. Escenografía colorista porque son las cacerías el espacio del juego, ahí donde lo fundamental del drama —quién dispara, quién está armado— cambia de manos, ahí donde la pólvora siega la vida de la víctima disparada por quien sabe qué tiene en las manos, bruñida arma que, para quien la limpia, no es sino el objeto que tiende al señor para el ejercicio de su deporte. En la aventura, el señor ha reconocido que debe matar para no morir; y que la identidad de la víctima es lo indiferente. La supervivencia es precisa; el a costa de quién o de qué roza el frío término de lo anecdótico.
Alucinante meditación la recordada por Juan de Warmi. Porque, paradójica y sorpresivamente, en el corazón de la víctima está reflejado nuestro propio rostro y los inocentes son la noble acusación de la insidia del Poder. La víctima es un trofeo nada más; quien ha superado el riesgo del combate arrastrará su existencia con la memoria helada en la que la sangre ha escrito la sonrisa de todos aquellos a los que fue preciso aniquilar para seguir contemplándonos. Es esta diabólica certeza la que hunde, la que lleva inevitablemente a esa soledad que, en un anterior y transparente relato (Paréntesis, 1975) ya había sido referida como la conquista suprema, inevitable y fatal del hombre.
En el destartalado desierto de este horizonte juegan las figuras de la novela de Wacquez, como lo hicieran Roger-Bruno-Isabelle-Renata a la búsqueda de la destrucción, ejerciendo implacable y cínicamente lo inevitable. Una figura privilegiada —la del desatinado encuentro pasional de los amantes— compone el retrato de la desolación. En la violación se genera el sabor de una victoria que oculta la final sorpresa a quien, creyéndose señor, la pasión ritual del sexo le hace compartir el triste papel de víctima.
Nada, no queda nada sino el retorno a la infancia, el buceo peligroso en la memoria que nada vertiginosamente hacia la irrecuperable infancia: «todo el misterio está ahí, en aquella salida» (pág. 87), recordará Juan de Warmi evocando el desenlace de su inicial combate. Pero es que refiere el momento en que su ser hombre armado perdió la opacidad de la ignorancia para comenzar a ser libre. El lector entrará en la sorpresa final.
Mauricio Wacquez ha conseguido una obra alucinante y endemoniada. Una novela donde la aventura se equilibra perfectamente con un vigor formal insuperable. Porque no es preciso sólo contar bien las cosas: o, quién sabe, el contarlas bien es infinitamente más que el decirlas bien. Sobran piratas, tesoros escondidos y bergantines; lo que no sobra es inteligencia.
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Bruguera, Barcelona. 1981
Por José Morales
Publicado en ANDALÁN, N°339, septiembre de 1981
Aragón, España