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– La voz de Allende –

Por Nona Fernández
Revista de la Casa de las Américas. N° 279. Abril-Junio de 2015




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El 17 de agosto de 1990, a las ocho de la noche, en el Cementerio Santa Inés de Viña del Mar, comenzó la exhumación de los restos del presidente Salvador Allende Gossens. Su entierro había sido hace diecisiete años, en una ceremonia absurda y desoladora, con su mujer, una de sus hijas y algunos militares. En medio del horror del momento, el rito fue completamente invisibilizado por razones obvias. Pero en 1990, apenas estrenada la nueva democracia chilena, el entonces presidente electo de la república, don Patricio Alwin Azócar, el mismo que diecinueve años atrás había solicitado el pronunciamiento militar para detener el caos del gobierno de la Unidad Popular, tomó la decisión de trasladar los restos de Salvador Allende Gossens al Cementerio General junto a los de los otros presidentes del país, y darle los funerales de Estado que nunca tuvo. La operación fue diseñada con delicadeza y alta estrategia. El primer paso fue la exhumación, hecha casi en secreto, sin la presencia de forenses que pudieran ratificar la versión de suicidio dada en la época, pero no avalada por el informe de ningún perito serio. Tratándose de un operativo de tal magnitud se habría esperado una consideración así, esa es mi opinión. Pero aquí mi opinión no importa y el caso es que no hubo mayores cuidados, incluso las ropas que vestía el cuerpo del presidente fueron botadas a la basura, eso leí en varios informes. Sol o quedaron sus restos depositados en una pequeña urna para esperar su traslado a la capital. Hasta la fecha en la que se realizó la ceremonia en Santiago, el 4 de septiembre de ese mismo año, los restos del presidente se mantuvieron en esa urna en Viña del Mar.

Durante muchos años Salvador Allende fue para mí solo una voz. Sabía que había sido el último presidente electo del país, sabía que había muerto en La Moneda, pero no tenía imágenes de él, era solo una sombra oscura y desenfocada. En mi casa no había fotos de Allende. En ninguna casa de ningún amigo, de ningún pariente, de ningún vecino. Y si las había estaban muy bien fondeadas, entonces nunca llegaron a mi poder. Por esto, durante mis primeros años de vida Allende no tuvo rostro, ni cuerpo, solo tuvo voz. Una voz que salía de un casete regrabado de no sé dónde, pasado de mano en mano, que llegó a mí a través de algún compañero del liceo, supongo. El casete tenía dos discursos que se oían lejos, muy lejos, con mucha suciedad, porque de seguro mi casete era la grabación de otro casete regrabado de otro casete. Para escucharlo había que acercarse al parlante de la radio y con imaginación completar las frases que no terminaban de entenderse por el ruido. En esos años esa era la consigna, con imaginación terminar de completar todo: las frases inconclusas, las historias contadas a la mitad, los destinos de las personas que no estaban, el contexto de los discursos mal grabados. Pero en el caso de mi casete, los vacíos y la calidad del sonido no importaban, lo que importaba eran las palabras que salían de él. Por lo menos así me lo parecía en ese tiempo en que las escuchaba una y otra vez en mi pieza. Aprendí esas palabras. Las memoricé como memorizaba las canciones románticas de Mocedades que mi madre ponía en la radio, o las poesías de Gabriela Mistral que debía recitar en voz alta en el liceo.

El 4 de septiembre de 1970, veinte años antes del funeral de Estado que le preparó la democracia, Salvador Allende Gossens salió a los balcones de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile a hablar ante los miles de trabajadores y estudiantes y simpatizantes que festejaban su triunfo electoral. El discurso partía diciendo que hablaba por medio de unos deficientes amplificadores. Imagino entonces que ya en ese momento, en vivo y en directo, todo se escuchaba mal, y que alguien en medio de ese mar de gente grabó esa mala trasmisión que luego llegó por un largo camino a mi casa, a mi pieza, a mi grabadora, a mi oído, a mi memoria. Yo lo escuchaba y podía ver el momento. Toda esa gente reunida y yo entremedio de ellos, oyendo al recién elegido presidente, mirándolo como nunca lo vi, poniéndole un rostro a esa voz suelta que ya me era tan familiar. El discurso estaba lleno de agradecimiento y de proyectos, confiando a la gente su victoria, proclamando la segunda independencia, la independencia económica, así decía, donde todos tendrían un lugar porque los bienes del país debían ser administrados por todos. Terminaría con los monopolios, controlaría el comercio de importación y exportación, nacionalizaría los recursos de Chile, creando el capital social que garantizaría el desarrollo. Y yo repetía el discurso con él, no entendía mucho lo que decía, pero lo acompañaba desde mi rincón en la multitud, porque a diferencia del resto de los ahí presentes, yo venía del futuro y había escuchado tantas veces esas palabras que ahora también eran un poco mías. Podría transcribirlas todas ahora. Las escribiría y las iría diciendo en voz alta, como lo hacía en ese tiempo de grandes manifestaciones y discursos multitudinarios en la soledad de mi pieza de niña. Pero solo voy a registrar aquí el cierre, porque siempre me pareció dulce y lúcido, como son las canciones de cuna, las nanas para dormir cantadas por los abuelos. Los cuentos sanadores relatados en su pieza oscura.

Esta noche, cuando acaricien a sus hijos, cuando busquen el descanso, piensen en el mañana duro que tendremos por delante, cuando tengamos que poner más pasión y más cariño, para hacer cada vez más grande a Chile, y cada vez más justa la vida en nuestra patria.

Más pasión y más cariño.

El 4 de septiembre de 1990, veinte años después de pronunciado ese discurso, el cuerpo de Salvador Allende Gossens llegó a la Plaza de Armas de Santiago en una carroza fúnebre para ser ingresado a la catedral donde se realizaría una misa en su honor junto a su familia, amigos y a todas las autoridades de la nueva democracia. Cuando era niña y trataban de explicarme por qué había muerto Allende en La Moneda, me decían que paradójicamente había muerto defendiendo con un fusil todo un sistema podrido que él mismo se había negado a aplastar antes con ese mismo fusil. La Plaza de Armas se llenó de gente, cientos de personas que acudieron a la cita lo mismo que antes llegaban a una manifestación a la espera de un discurso. Yo estuve ahí. Fue lo más cerca que he estado de la voz de Allende. Intenté entrar a la misa, pero no se podía. Intenté acercarme al féretro cuando lo sacaban, pero tampoco lo logré. Fracasé en todo. Había muchos carabineros, mucha gente, muchos focos luminosos, muchos reporteros de televisión, muchos fotógrafos. El ataúd de Allende era exhibido en la cegadora claridad de una ceremonia hecha para la sobrexposición a las cámaras y a los reflectores. A la distancia vi el cuerpo de Allende salir de la catedral y luego alejarse en la carroza fúnebre rumbo al cementerio. Deben haber sido unos diez minutos los que estuvimos él y yo en la Plaza de Armas al mismo tiempo. No más. Igual que antes, solo me quedé con esa voz lejana escuchada alguna vez en la grabadora de mi pieza.

Más pasión y más cariño.


 

 

 

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