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LA SANGRE Y LA ESPERANZA (Barrio Mapocho)
Nicomedes Guzmán, Ediciones Orbe, Santiago, 1943


Por Ricardo A. Latcham
Publicado en La Nación, 9 de enero de 1944


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Con Los hombres obscuros, Nicomedes Guzmán se asomó abiertamente al mundo proletario de la gran ciudad a sus tipos más característicos y tremendos en la complejidad de una miseria que los identificaba dentro de un cuadro social. Los obreros y lustrabotas, los suplementeros y los vagos, los ociosos y los luchadores se revolvían allí entre contrastes vigorosos, obtenidos por la paleta de un novelista nuevo y audaz, que no escribía para los gazmoños o los conformistas. Guzmán superaba la visión anterior del conventillo santiaguino, a la objetividad elegante de González Vera, al intuitivo naturalismo de Romero y a los tiernos y poéticos atisbos de Sepúlveda Leyton. En Guzmán, la literatura tiene un designio imperioso, un mandato superior a las buenas intenciones de los que introducían su piedad fugitiva en un ambiente en que sólo sabían encontrar la vulgaridad o la degradación. No significa esto que Guzmán no apure hasta los extremos la autopsia de sus tipos más repugnantes o despreciables. Pero su diferencia con los demás estriba en que no se detiene en la simple miseria proletaria, sino que profundiza en la lucha que ella provoca. La visión no ha sido deformada por un pietismo absurdo o por una complacencia naturalista excesiva, que en los peores momentos lo perturba, sino que se fortalece con los sentimientos de clase que dominan en los escritores marxistas y empuña la pluma como un instrumento de combate y de protesta. Lo que se hallaba confuso y a manera de sombríos brochazos en Los hombres obscuros, en La sangre y la esperanza madura y se despliega en facetas de una vitalidad creadora. Aquí se historia un barrio, con sus características inconfundibles y dentro del determinismo fatalista de la miseria, del dolor y de la explotación del hombre. Ha pasado ya el tiempo en que se buscaba en el pueblo un tema de exotismo intelectual, un deleite turbio para los sentidos o un escenario para exhibir difusas compasiones. Aquí el medio encarna en los protagonistas y ellos ensamblan perfectamente en la idea, inexpresada pero latente en el autor de construir una experiencia novelística proletaria desde la entraña misma del conventillo. La sangre y la esperanza no es un libro recomendable para los que no entienden esta calidad tácita en su relato y no sepan asomarse a la implacable repugnancia de su realidad.

Asistimos a la autobiografía de un niño obrero criado en un barrio santiaguino y amasado con el barro esencial de nuestro pueblo. Su lenguaje y sus maneras, sus reacciones y sus sentimientos se hallan magníficamente modelados. El tipo que simboliza Enrique Quilodrán, hijo de un maquinista y de una lavandera, encarna a millares de creaturas cuya historia verdadera no se había escrito. Aquí se mueve con libertad y con sentimientos desiguales, pero identificado con una emoción humana entrañada y definitiva, en los momentos en que reemplaza a su progenitor en la mantención del hogar, en el adhesivo brote solidario de su alma en los instantes de lucha anticapitalista. Desfilan el conventillo, con sordidez y con poesía, entreverados la escuela, con su abandono y autocorrupción entre niños desambientados y profesores míseros, la inexperiencia sexual de un semiadolescente que se cría entre turbios estallidos que provoca la promiscuidad y entre iniciaciones eróticas a media luz. Observamos el crecimiento psicológico del niño, en una diestra síntesis, de indiscutible valor documental. Nos sumergimos en la inspiración de las vidas obreras: el marido bondadoso y consciente de sus deberes de luchador, o sea el padre de Enrique Quilodrán; la muchacha enamorada del poeta revolucionario, Elena, tierna viñeta de arrabal, de fino trazo psicológico; la madre que hace descansar en sí el mantenimiento del conjunto en los días de paro o de enfermedad; las siluetas secundarias de los niños, de los amigos y de los compañeros de escuela, vívido tumulto de fraternidad, de miseria común y de instinto embrionario, desnudado por el pulso firme del novelista. Los antagonismos sociales también tienen su parte y provocan el nudo interior de la composición, a la vez que sirven de fundamento a las convicciones de Guzmán, menos declamatorias que las de otros que hacen literatura proletaria desde las boites y el teorema abstracto de los dogmas. No asimilamos aquí las cosas por un proceso directo de propaganda, sino que nos sumergimos en el corazón mismo de la miseria. Stalin decía, con frase acerada, que la literatura debía construir "la ingeniería de las almas". Aquí se confirma este mandato socialista. El mundo que describe Guzmán le sirve de palanca de combate, de firme instrumento de precisión óptica, de realismo obrero.

Pocas veces la literatura chilena se había asomado a un mundo más implacable, a un tan nítido y decisivo análisis que parte de lo subjetivo a lo objetivo, de lo parcial a lo general, de lo episódico a lo colectivo. No es ya el realismo esquemático de otros novelistas nacionales, sino una briosa interpretación de las causas de la miseria y de los antecedentes que la generan. El conventillo, evocado por Guzmán, no sólo tiene almas en bruto, difusa materia de humanidad, sino que revela las aristas más puras del sentimiento plebeyo en sus cubículos infectos y en las guaridas donde germina la protesta social. Ya ha pasado el período de creación novelesca en que nada debía interponerse entre el escritor y el mundo que representa. Aquí se desarman los complejos emocionales de los habitantes del conventillo.

Esta novela es un reflejo consciente del medio que circunda al autor y por eso se transforma en literatura tendenciosa, esto es de tendencia en el más puro carácter que puede darle el rumbo objetivo del desenvolvimiento social. Pero lo que un criterio incomprensivo pudiera hallar de tendencioso, no se confunde nunca aquí, con una mera idealización de los tipos proletarios o un contraste entre la pureza de sus intenciones y lo torvo de sus antagonistas en el medio económico que los condiciona. Sería ofender al novelista suponerle tal actitud. El, simplemente, disuelve los mecanismos elementales de sus tipos y los exhibe en todo su genuino valor, desde el ladrón que se roba los fondos del sindicato hasta los luchadores que caen en la huelga, defendiendo las mejoras sociales, desde el tipo romántico y fino de Elena hasta el abyecto de Pan Candeal, extraordinario vagabundo que se pinta en estas páginas. Pero no todo lo que aquí se manipula vive esencialmente en la crápula, en el abandono o en el desconsuelo desnivelador del conventillo. Hay otros individuos que agradarían al más exigente de los escritores que desean componer o aliñar la realidad. Los hay poéticos e idealistas, como el propio padre de Enrique y la ejemplar madre, los hay delicados y sentimentales como Elena, los hay simpáticos en su picaresco trazo arrabalero, como el humanitario doctor Rivas, el pintoresco y dicharachero tío Bernabé, el curioso Padre Carmelo y la popularísima beata de barrio pobre, doña Paremé, cazadora de cincos y dieces para la casa de Dios. El humorismo que despunta en estos trazos, compensará de otros cuadros más sombríos. No menos interesante es el conjunto de tipos femeninos, con las muchachas desharrapadas y eróticas, las incitantes hembras de la noche, las prostitutas de última clase y las turbias busconas, como la Etelvina y la Antonieta, menos repugnantes que expresivas, con todo, en sus elementales impulsos. Al lado de todas, se agranda la vieja abuela, descrita en el bien trazado capitulo segundo de la tercera parte, que forma una vigorosa pintura de tipo psicológico, no exenta de belleza y de ritmo.

Guzmán domina muchas condiciones del buen escritor, pero no disciplina aún su estilo por hacer concesiones a la facilidad caudalosa. Pero la fuerza que lo sostiene y el sincero tono que exhala toda su narración, hacen perdonar los agravios que, no siempre, inflige a la lengua. Ha ganado también este escritor novel en los trazos interiores, en los contrastes de luz y sombra, en la asimilación del lenguaje y del colorido obreros, que pocas veces transcriben los escritores poco acostumbrados a sumergirse en este mundo, y que algunos sólo conocen de oídas.

Las descripciones, con resabios de mal gusto en ocasiones, son por lo general precisas y se manifiestan con pinceladas oportunas, con manchas seguras, con nítidos caracteres de objetividad lograda y certera. Tomemos algunos ejemplos del extenso y desnivelado repertorio. "El otoño estaba a las puertas de aquel día con su rostro de mendigo enjuto y lánguido. (Página 39). “Las estrellas arriba, las tibias estrellas otoñales, oleando a través de la bruma liviana, abrían los ojillos lo mismo que liebres acorraladas. La noche hacia sonar sus cascos de sombra.” (Página 85). "La estearina, en las palmatorias era como el llanto del tiempo solidificado en extraños gestos, el tormento de quizá que esotérico corazón desgarrado. (Página 87). “Un humor de brillantes quilates se afirmaba en los labios del hombre. La alegría como yegua de carrousel giraba entre las paredes del cuarto.” (Página 112). “La noche, agitando sus alas empapadas, planeaba sobre el suburbio como una negra lechuza sin ojos. El viento escarbaba lo mismo que gallo viudo en los resquicios de la puerta.” (Página 228).

Guzmán describe con fuerza, con brío de escritor fogueado y consigue conquistar, a menudo, el difícil campo de la expresión. Las metáforas no carecen de poesía original, de rango criollo, porque generalmente, las obtiene con facilidad, del uso directo de los métodos comparativos. Algo así como los procedimientos que emplean los nuevos escritores norteamericanos, como Faulkner, Lardner, Caldwell y Steinbeck.

No cuesta incorporarse a este mundo, como no le costó a Pan Candeal, el aparecido que llegó al conventillo. La hirviente humanidad de Guzmán se ha conseguido por obra de su identificación con los chiquillos de obreros, con las bravías y heroicas hembras del arrabal, con los rateros y prostitutas y con los luchadores que se perfilan al final de La sangre y la esperanza. Esta novela nos parece un indicio de renovación en los métodos de la literatura chilena y un acierto de colaboración entre lo objetivo y lo subjetivo, entre el escritor y la galería humana con la cual se identifica. Es un tenaz y empeñoso avance, que se verifica desde Los hombres obscuros, hasta esta larga odisea de un muchacho que parte de la infancia y acaba en la pubertad. No sólo es un gran documento social, que conmoverá a los hombres sin prejuicios, sino un índice acusador de la miseria chilena. Al evocar al conventillo santiaguino, Guzmán ha revelado un escenario que sólo adivinaron sus antecesores, menos dinámicos y todavía asomados a un realismo y a un romanticismo estáticos.

 

 

 

 



 

 

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Nicomedes Guzmán, Ediciones Orbe, Santiago, 1943
Por Ricardo A. Latcham
Publicado en La Nación, 9 de enero de 1944