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Presentación de Pedernal de Natalia Rojas

Por Javier Bello



 


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Malas noticias: una mujer debe ser asesinada. El poema de Stella Díaz Varín, titulado “La casa”, representa la cabellera de una mujer como metonimia de su cadáver: “Dejaban mi cabellera colgando desde el tronco de la puerta como trofeo”, dice. Se trata de “un trofeo, una ganancia obtenida después de una guerra”, afirma Eugenia Brito, comentando estos versos; la sujeto del texto de Díaz Varín se vuelve así “un signo abierto y demandante. Un signo intercambiable, como una moneda”. “Yo diría que se trata”, explica Marina Arrate al respecto, “no de una difuminación de fronteras, sino al revés: de la forma de establecer el límite. El límite es una mujer muerta. (…) el precio de la civilización patriarcal ha sido pagada con el sacrificio de una mujer, con la mujer. Y he aquí, el tótem, los recuerdos del tótem.” Este crimen, que se declara ofrenda necesaria e implica un triunfo simbólico como consecuencia, entraña, además, la frontera, más allá de la cual resulta imprescindible que el cadáver sea apartado. El primate debe separarse del árbol, el niño de la madre, les está prohibido regresar. Los restos, como un trofeo, metaforizan la intransitividad e inmutabilidad de la Ley, y advierten sobre el inminente castigo para los infractores, son escarmiento y escarnio. Lo indeterminado debe ser cortado de raíz, de manera imponente y visible. Sin embargo, aquello que se perdió a partir de este “hecho de sangre” permanece en el inconsciente lo que dura el tiempo: azogue intermitente de la mirada-espejo de la madre y tamiz del sintagma roto de la piel materna, gruñido y vuelo de los animales que desafían la confiscación paterna del lenguaje y la cohesión simbólica de la especie bajo el paradigma marcado y dominante de lo fálico, lo vertical, lo erguido. A partir de la interdicción, lo indistinto –bestial y materno– representa en sí mismo todo lo que no tiene raíz, lo que deambulará en la psique y en el cuerpo femenino como un fantasma, a imagen y semejanza. Bajo este Pedernal de Natalia Rojas, es posible observar, sobre el propio cadáver desmembrado de quien habla, sobre los fragmentos de la sujeto en constante fuga metafórica, la rearticulación de esta escena, en la que se desposan imaginación y lenguaje. Sujeto tránsfuga y sujeto en trance, ella es la ofrenda, el “depositante silencio en llama”. Límite en sí misma, lo refrenda con su propio sacrificio y desintegración, y lo transgrede con sus apariciones hechas “pedazo”, las incursiones de su recorrido plural, múltiple, sostenido a partir de un “recuerdo anfibio y arrancado”, de su insistente excavación de esa “herida anónima”, el sitio de la mutilación, contraviniendo el mandato de lo constitutivo. Nos enfrentamos en la lectura a los paisajes de la madre como mácula, tal como la propone Lacan: “la mancha cubría el fino hilo invernal. (…) lo irremediable que se comprende. lo callado. lo distancia”, aquello indeterminado –lo– y aquello indeterminado terminante –lo ninguno– que ella debe “enjugar” en el poema. El pedernal –“dureza extrema en cualquier cosa”, según lo define el diccionario en una de sus acepciones– puede representar el arma en el crimen original, de ahí el pedernal que “choca”, las “flechas” que aparecen en estos breves poemas, su violencia incandescente. La chispa del pedernal puede, además, dar vida al fuego, al pacto de la tribu, luz y calor de los hijos en contra y a su vez en reemplazo de la madre abyecta; la hablante misma se transforma en ese fuego arcaico de venganza: ella es la hoguera y la llama, el recuerdo de haber sido victimaria y el recuerdo de haber ocupado el lugar de la víctima. Voracidad y plumas representan aquí la rebeldía ante las reparticiones y los órdenes del pacto tribal y, al mismo tiempo, la apropiación de la hablante del tótem que re-sacraliza ese primer cuerpo sacrificado. Canibalismo, violencia y amor bestiales sobreviven a la prohibición, y son representados en la ritualidad lujuriosa y al mismo tiempo mortuoria de estos poemas. Pedernal es un libro sobre el duelo, pero sobre el propio duelo, lo re-velado se transforma aquí en el velar –con un cirio– ese cadáver que sustenta toda apropiación simbólica, y que aquí resulta el cuerpo mismo de quién habla, de quien escribe. La ausencia de la autora, su supuesta muerte, insiste de tal manera que ella misma acude, como presencia significante, a la vigilia de sus restos, a decir con obstinación algo que le cuesta decir. No la dejan decir, no se deja decir, no puede, no se puede –“lo que se enmohece y se encalla”–, aquello que es de tal manera transgresor que altera el fundamento del lenguaje, su capacidad de manifestarse, su linealidad y cohesión, su coherencia, asaltadas paso a paso por la agramaticalidad de los juegos de palabras, los neologismos, los balbuceos pre-edípicos, los códigos auditivos y táctiles mamíferos y alados, resueltos en la significancia mayor del texto. La forma nuclear que asume esta aproximación en los poemas de Pedernal, si nos referimos a los estratos del pensamiento, la representación y el metadiscurso, es la de la tautología; reproduce la función intransitiva, intocable, de la Ley. “Sin pensar” –así se abre el primer poema del conjunto– la sujeto nos enfrenta a la factura de un pensamiento que, como el inconsciente, hace su propio trabajo, elabora la noche transformándola en noche –pero esta noche, la noche del propio duelo–, le permite a la sujeto devenir “estero como los esteros”, convierte lo mismo en lo mismo; su trabajo –extremo, intenso, absoluto– es circular, intenta iluminar lo iluminado, hacer visible lo visible, como la vela para los muertos encendida en pleno día, el tiempo de “la luz cuando es luz”, “la presencia que se ha ido al patio, al sol”, la mirada que la observa partir, la mirada que expone el fundamento visual, la presencia de la materia –el origen de la vida “perforaba la ventana”–, develándolo en su anverso poseído por la nada y la oscuridad, exhibiendo así el inseparable tejido que engarza, paso a paso, en el sin tiempo de la pulsión, libido y tánatos, vida y muerte. Metaironía, parodia seria, suspensión de las contradicciones y oposiciones del representar: ella está “yerta pero en pluma” (vertical/horizontal) y puede “alumbrar por dentro” (adentro/afuera). El drama de estos poemas comienza cuando lo que se encuentra presente parece no estar en el lugar de la tautología –“la mano tuya está-no”/ “está-sí”, “tus ojos cerrados”/ “abiertos”–, el desfondamiento de la sustitución de lo igual, la estrategia paranoico-crítica que articula, en estos poemas, la dualidad presente/ausente en una cara de la misma moneda y en su implacable ahora. Porque la sujeto, en su “amargo ejercicio” mistraliano, en su rojiana “metamorfosis de lo mismo”, “no entiende el vacío”: se trata de la “dicha perdida” que “pasa saludando”, del “brindis contigo”. El “Dios que dice” –una de las leves figuras del texto– se retira, dejándole tan sólo lo que no está, los ojos amados. La deja con/en los libros –remedos del Libro de la Ley–, cuyas páginas no se repiten como la mano amorosa que “se repite ausentemente”. Lo deseado, enuncia la poeta, es “fuego viejo que se quema hoy, que yace como ausencia, que emite ese abismo que se arranca”. Lo deseado se fuga presente en su propia ausencia, ausente en su estar, y ella es voraz, todo se vuelve “pedazo” insuficiente, fragmento de lo que no está. Necesita ver lo in-visible: “haz de este eco de plumas un órgano de fuego”, “haz un nido y muéstramelo”. Este fundamento que se agrieta y se ausenta parece identificarse finalmente con el poema –lo que no se ve, lo que no se dice– que en sacrificio final ella entrega al otro, al nombre del otro, perdiendo así su firma la escritura. “Encielar”, “enpiedrar”, “entrigar” son neologismos, formas de la transubstanciación –la pedernalización– de lo que quedará en lo mismo. Testigo, testimoniante, testaferro de la violencia ancestral, ésta se volverá contra ella, negándola: “una saliva ninguna. un azar ninguno. un quiétame ninguno”. La sujeto se pregunta “y ahora cómo lo digo”, “no logro terminar este poema”, pero lo dice, lo hace, lo escribe, se constituye a partir de su negación en tanto enunciante de las palabras que leemos. La acción performativa se lleva a cabo en su lenguaje y su cuerpo, por ejemplo, anunciándose y despidiéndose: “me voy llegando”, “adiós”, “hasta luego”. “Obrera de la risa”, ante la insoportable mismidad practica el “ejercicio del gorgojo”: demoler lo sólido, lo grave, corroer el fundamento, para transformar el viejo fuego en fuego nuevo, crear una “manada de espejismos”, como era “en un principio”, ser “la voz oculta de la historia”, ser la que perfora, pero termina rasgándose “entera como el riesgo”, bruñéndose a sí misma –erosionándose, como el pedernal; maquillándose, como la máscara–, gruñéndose como los belfos del animal, cantándose como el pájaro y el poeta, y como el poeta y el animal lo hacen con el lenguaje, tomándose, robándose, violándose, “de tajo a hurto”. “Quiero hacer conmigo”, varío el verso de Pablo Neruda, “lo que la primavera hace con los cerezos”.

 

 

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Selección de poemas Natalia Rojas
Pedernal (cuadro de tiza ediciones / Vox, 2011) 

 

sin pensar esta noche en noche, ardo un cirio, depositante silencio en llama. esta es la mano que me hace transitar. alumbra engaño a la luz del camino antojadizo que insiste arder una vela a pleno día

 

la mancha cubría el fino hilo invernal. yo no entiendo el vacío. enjugo la palma que rozó lo irremediable que se comprende. lo callado. lo distancia. y yo sigo enjugando porque no entiendo el vacío. la mancha se ocupa de desnudar lo que ves en el fuego y en la voz de los elementos

 

pedernal que se agita perdona la posible aparición de la poca palabra. presencia ajena y besada como el niño que bota el pan añejo. perdona por hundir y pronunciar. perdona por no aparecer y ser primeriza: el pedernal cuando choca, me inunda y promete flechas, lagunas y paladar. perdona por decir al unísono: humo, acantilado y cariño. perdona las paredes que llevo de álamos, crujidos y polvo. perdóname por perderme en el aliento último

 

y quedarme vapor. caudal llano de viento, ojos de la fruta aguda que habita en la mano. temblando en el recorrido de cada pata y bruces de este animal que me lleva a la residencia. alelí y cúrcuma. y hacerme beso alzando la mudez del tacto. la brisa y el trueno cierran el día. me aúpo, relincho e incendio la sombra del poema perdido: el que no escribo cuando me hago vapor. el que no escribo, pues lo encielo, lo dejo a tus ojos, lo enpiedro, lo entrigo, lo firmo con tu nombre.



 

 

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Presentación de "Pedernal" de Natalia Rojas.
(cuadro de tiza ediciones / Vox, 2011)
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