Proyecto Patrimonio - 2006 | index | Oscar 
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            ESA VENTANA QUE INDICA AL MAR...
              De "la ira y la abundancia", Mosquito 
              Editores, 1997
            Oscar Barrientos 
              Bradasic
            
            
          
          "A mi entrañable 
            amigo Arturo Vera,con quien buscamos continentes
            sumergidos y mujeres inexistentes, en todos los cafés de la 
            ciudad." 
          
           
          Alguna vez, en una comida de honor a bordo de un transatlántico 
            llamado "The gold", alabé las bellezas de la costa 
            bretona francesa, especialmente de L'll d'Yeu, dije que las playas 
            eran calmas y verdosas. Lo que no conté en esa cena ni en ninguna 
            otra, es que estuve en la lejana isla junto al  mariscal 
            Enrique-Felipe Omer Petain, el famoso militar que presidió 
            el gobierno de Vichyi.
mariscal 
            Enrique-Felipe Omer Petain, el famoso militar que presidió 
            el gobierno de Vichyi. 
          Mi existencia es un nido de destierros y desterrados.
            
            De los presentes en aquella cena no los recuerdo a todos, aunque sí 
            a tres de ellos por la importancia que tuvieron en mis futuras acciones: 
            El capitán Torreblanca, Charles Dubois y mi primo Zerbino.
            
            En ese entonces yo había dejado mis credenciales diplomáticas, 
            luego de desempeñarme por casi cuatro años como embajador 
            de Bélgica y a decir verdad, andaba de capa caída; algún 
            día narraré las bochornosas circunstancias por las cuales 
            renuncié a mi cargo y que la prensa europea aprovechó 
            tan bien.
            
            Mi primo (al tanto del asunto) me convenció de realizar este 
            viaje en "The gold", pero siendo honesto, no constituía 
            un retiro de la Liga de la Virtud. Eso lo supo siempre Torreblanca, 
            hombre imponente de refinados modales y actitudes parsimoniosas. Sus 
            ojos eran tan profundos que me asustaba mirarlo fijamente. Su bigote 
            entrecano le adhería un tono ambivalente, el de un personaje 
            solemne con rasgos carnavalescos.
            
            Por otra parte, Dubois era un viejo ladino, un francés intrigante 
            de contornos versallescos, cuyo pensamiento es como la mutación 
            intermedia entre una víbora y una rata. A través de 
            aquellos modales de aristocrático venido a menos deseaba ocultar 
            que vivía totalmente alcoholizado.
            
            Varias veces lo sorprendí en su camarote, ebrio a más 
            no poder, cantando "La Marsellesa".
            
            Además, yo llevaba cerca de dos meses en "The gold", 
            la tranquilidad del viaje me había dado tiempo para regularizar 
            mis escritos, algunos abandonados por la labor diplomática. 
            El capitán Torreblanca estaba muy al tanto de mis investigaciones 
            acerca de Lemuria, pues sabía que he tenido acceso a la biblioteca 
            de la Liga de la Virtud, ahí se hallan docu-mentos muy valiosos 
            en el tema.
            
            Torreblanca de vez en cuando me asediaba con preguntas incisivas, 
            pero con esa vaguedad estoica que sólo puede emanar de su boca. 
            Yo permanecía taciturno o a veces hablábamos de Byron, 
            luego le obsequiaba una novela y el muy tarado la leía con 
            furibundo interés para descubrir alguna relación entre 
            las respuestas que ansiaba y el libro recomendado. Con el tiempo el 
            recurso se agotó.
            
            Una tarde, en cubierta, Zerbino me aconsejó alejarme del capitán 
            Torreblanca, pues estaba empeñado en averiguar antecedentes 
            sobre continentes sumergidos. El consejo lo seguí: en adelante 
            me compone mucho más gentil con él, pero al mismo tiempo 
            más evasivo.
            
            Después de meditar un poco, me percaté que el capitán 
            no era ningún imbécil; "The gold" surcaba 
            la periferia del océano Indico, uno de los epicentros del objeto 
            en cuestión.
            
            Para analizar el asunto, la Liga recurrió a las páginas 
            empolvadas y a los autores más insólitos, la única 
            forma de arrebatarle sustantivos al infinito.
            
            Ptolomeo en el siglo II ubicó este continente al este de Ceilán 
            y Siam. Luego los árabes confeccionaron un mapa donde África 
            se extendía a las regiones del océano Indico.
            
            Probablemente los cartógrafos arábigos acertaron en 
            que todos los continentes fueron en la era primogénita un gran 
            continente.
            
            Lemuria evoca un lugar idílicamente salvaje cuyas laderas eran 
            pobladas por una apreciable variedad de animales fantásticos. 
            No me cabe la menor duda que el interés por transformar lo 
            inservible en sublime es originario de ahí.
            
            Los alquimistas reprodujeron el concepto con talento minucioso, los 
            iluminados de Baviera, Merlín en la corte del rey Arturo. Todos 
            argumentos de un mismo lenguaje.
            
            Hecatae de Abdera ya había mencionado este continente de origen 
            mítico. La tesis es confirmada por la Biblioteca Nacional de 
            Nancy: Un mapa anónimo de 1531 que describe una gran extensión 
            de tierra en África septentrional y central, hasta los límites 
            de Alaska.
            
            Hace ya bastantes años, la Liga discutía sobre Lemuria, 
            incluso yo presidí una de las comisiones encargadas de la investigación, 
            pero al tiempo fui enviado a muchas partes para cumplir misiones es-pecíficas 
            disfrazadas con el sólido membrete de las embajadas y mi trabajo 
            quedó inconcluso.
            Una noche hallé a Dubois en el bar, le invité un trago, 
            idea que no le pareció despreciable.
            
            Hablamos un rato de las enfermedades cardiovasculares y de otros temas 
            inútiles y ociosos, aunque lentamente noté que su discurso 
            se notaba más persuasivo, lleno de metáforas odiosas 
            y empingorotadamente afrancesadas, no necesariamente francesas.
            
            Finalmente me di cuenta de la orientación de sus palabras.
            
            -Yo poseo -dijo pomposamente- un par de empresas navieras, tu hermano 
            también, a lo mejor te agradaría ingresar al negocio.
            
            Yo conocí a Dubois hace años y me era familiar ese acento 
            gentil que trae curiosidades turbias.
            
            -No Charles, yo no nací para eso. Mi primo es sin duda alguna, 
            un buen empresario marítimo, pero no esperes lo mismo de mí.
            
            Estas palabras le resultaron muy molestas, escuetas y contundentes; 
            su semblante adquirió aún más hipocresía.
            
            -Pero piénsalo, no te precipites -insistió. Dubois comenzó 
            a desviar el tema hacia mi pasado, me conoció en el mundo diplomático 
            y luego desaparecí, según lo que me contó supo 
            de mí en Hungría. Le llamaba mucho la atención 
            mis continuas apariciones y desapariciones.
            
            Luego salimos a charlar en cubierta de otra colección de temas 
            vacuos, inservibles y saturados. Nos salió al encuentro el 
            capitán Torreblanca, fumando un grueso cigarrillo, con esa 
            vehemencia que lograba enfermar mis nervios. Provisto de seguridad 
            suicida, inició lazos de diálogo que acabarían 
            por hastiar a Dubois. El francés se retiró entre bostezos 
            argumentando sueño. Torreblanca deseaba sonsacar-me información, 
            en vista de ello, mi campaña de alejamiento comenzó 
            de inmediato. El capitán hablaba con fascinación del 
            mito hiperbóreo, pero a mi entender caía en algunos 
            errores.
            
            En primer término porque Atlántida, Hiperbórea 
            y Lemuria son tres conceptos distintos, unidos por una tela delgada 
            pero fuerte. En eso, las enciclopedias acrisolan en sus escaparates 
            grandes sofismas.
            
            Algunos hablan de otro continente; Gondwana.
            
            Según el mito grecorromano, los hiperbóreos serían 
            descendientes directos de la rebelión de los titanes olímpicos. 
            Estos seres se conciben bellos, sus mujeres sacerdotisas poseían 
            un pensamiento capaz de viajar a través del universo por medio 
            de una energía llamada "vril".
            
            Hiperbórea ocuparía el Ártico. Groenlandia e 
            Islandia constituirían parte de esa gran masa de tierra. Atlántida, 
            en cambio, es la ciudad derribada de Poseidón; la interpretación 
            más conocida se halla en "El Timeo" de Platón 
            y su metáfora del jardín de las Hespérides.
            
            Lemuria o Mu se supone la cuna de la humanidad. Hundida hace siglos 
            para dar origen al océano Indico, de eso, la arbitraria ciencia 
            ha admitido la existencia del lémur, monozorro que habita Madagascar 
            y un vestigio evidente, el gran arrecife conocido como la catedral 
            de San Petesburgo en las islas Desventuradas.
            
            Torreblanca afirmaba con seguridad asombrosa que "The gold" 
            se hallaría a no muchas millas de las huellas. En su camarote 
            me enseñó mapas que había esbozado como una suerte 
            de probabilidades geográficas.
            
            Cada veinte minutos yo le recordaba que desconocía el tema, 
            pero él seguía como si yo nunca hubiese pronunciado 
            palabra, con ese timbre lacónico y enfermante.
            
            -El viaje de Colón es mi norte -repuso-. Sus errores son pistas. 
            Ubicar los países de oriente en América es suponer puntos 
            que alguien debió revelarle.
            
            ¡Exacto! Colón llevaba impresa la cruz de los templarios 
            en sus carabelas. Torreblanca comenzaba a asustarme. Al cabo de unos 
            minutos fingí un malestar estomacal, el capitán a pesar 
            de su insistencia dejó que me retirara a mi cuarto sin problemas.
            
            En mi camarote redacté una carta a la Liga, narrando con lujo 
            de detalles las embarazosas circunstancias en que me hallaba envuelto 
            y tomada en cuenta la astucia de Torreblanca, pedía consejos 
            para actuar a futuro. Enviaría mis líneas en el primer 
            puerto que arribáramos.
            
            Pero los días pasaron inexorables y sin indicios de tierra. 
            Observar la cortina gris de la mañana acariciando la superficie 
            del cielo cada día. me hizo creer (en una atrevida especulación) 
            que Torreblanca había desviado la ruta original. Primero me 
            produjo asombro, luego desesperación y finalmente unos deseos 
            incontenibles de estrangularlo.
            
            El resto de la tripulación asistía a los vinos de honor 
            con rigurosidad frívola y los matrimonios se paseaban por las 
            noches en cubierta, como quinceañeros en el malecón 
            de los enamorados.
            
            En cuanto a Dubois, parecía que el alcohol lo había 
            vuelto más cursi que de costumbre. Cuando me lo encontraba 
            en el bar solía narrarme historias fantasiosas de amores con 
            una polinésica en un supuesto naufragio en el Caribe, desafiando 
            tiburones con un madero de la embarcación. Concluí que 
            en caso de ser verdadera la historia, si yo fuera tiburón no 
            me comería a Dubois.
            
            Al día siguiente de este episodio, soñé que era 
            un escualo de ojos torvos y amarillenta dentadura; en medio del mar, 
            me devoraba a Dubois con zapatos y todo, pero él continuaba 
            hablando eternamente en mi estómago. La pesadilla se repitió 
            varias noches.
            
            No sé qué me hizo volver a escribir poemas, no lo hacía 
            desde hace años. En las noches leía como un invasor 
            de mis propias impresiones los versos que componía durante 
            la tarde... eran palabras muertas, que alguna vez constituyeron el 
            abecedario de mis sentidos, todas ansiaban una esperanza, la antigua 
            armonía de los años que ya pasaron, virginales y dorados.
            
            Una mañana, Zerbino me despertó con urgencia, la noticia 
            debía ser muy buena para disipar mi sagrado letargo. Pasó 
            que durante la madrugada hallaron un cuerpo flotante, Torreblanca 
            mandó lanchas de rescate para indagar al respecto; a pocos 
            minutos sorprendieron a una mujer aferrada a un grueso tablón, 
            totalmente inconsciente. Era inexplicable cómo no pereció 
            ahogada.
          
          II
          Dos días después de este suceso, Dubois, Zerbino y 
            yo, almorzábamos en el camarote del capitán un delicioso 
            manjar acompañado de vino para degustar, Dubois se bebió 
            casi toda la botella.
            
            La conversación cayó irremisiblemente en la inesperada 
            visitante y las cosas se pusieron color de hormiga. Esa fue la oportunidad 
            en que más odié a Torreblanca, pues sabía que 
            su versión era falsa y no lograba disfrazar sus mentiras. Me 
            manifestó interés en charlar acerca de literatura y 
            tomamos un café en su oficina, hablando de Stendhal, hasta 
            abordar el tema que realmente le interesaba.
            
            -Yo sé quien es usted -me dijo encendiendo un cigarrillo-, 
            los que hemos navegado los principales puertos del mundo sabemos mucho 
            de algunas personas. Usted no me recuerda, yo era un grumete con mucho 
            de neófito en el barco que lo llevó hasta la isla donde 
            estaba exiliado el mariscal Petain; todos en la tripulación 
            sabíamos su identidad y la filiación con la Liga de 
            la Virtud, pero ahora la situación es distinta y los datos 
            que pueda ocultarme no se comparan a mi fascinación.
            
            Lo observé con miedo, era como estar frente a una víbora, 
            esos reptiles siempre me han producido la horrible sensación 
            de estar exprimiéndome el alma con los ojos.
            
            -Ese no es el tema más importante. Por lo pronto sígame.
            
            Me condujo con andar perezoso hasta una lejana pieza contigua al casino 
            para mostrarme algo realmente increíble.
            
            En ese pequeño cuarto yacía una esbelta mujer de ojos 
            glaucos, observando el mar por la ventana. Era de facciones armónicas 
            y sobre sus hombros caían unos cabellos negros como el azabache, 
            en irregulares ondulaciones.
            
            Llevaba un vestido gris, rústico y pragmático, seguramente 
            confeccionado por alguien a bordo.
            Desde donde yo la observé parecía una ninfa, su mirada 
            triste buscaba en el mar una inmensidad nueva, eso me estremeció 
            en grado sumo, sentí deseos de abrazarla, de besarla...
            
            -En mi vida he visto muchos náufragos, pero esto llega a lo 
            insólito -prosiguió Torreblanca.
            
            Luego me narró algunos antecedentes acerca de aquella mujer 
            tan singular. Tras averiguaciones que Torreblanca ejecutó por 
            medio del sistema de comunicaciones, se registra en esa zona, el naufragio 
            de un navío llamado "Foster"; entre los pasajeros 
            desaparecidos se halla una mujer que coincide con el nombre y las 
            descripciones: Selina Greskal.
            
            Eso me resultó extremadamente novelesco pero lo siguiente llegó 
            a lo irrisorio.
            
            El navío se hundió hace más de dos meses y tomando 
            en cuenta la distancia del hundimiento con cualquier tierra cercana, 
            resultaría imposible su sobrevivencia en tales circunstancias.
            
            Torreblanca acarició sus bigotes, comentándome:
            -Sin duda que ni en sus más disparatados sueños imaginó 
            esto.
            
            Lo observé estupefacto y con acento fuerte, pleno de confusión 
            y rabia, respondí:
            -Su problema, capitán, es que está totalmente loco. 
            Gente como usted debería vivir envuelta en una camisa de fuerza 
            y no al mando de un trasatlántico.
            
            Saltó de su lugar como un tigre y me levantó por las 
            solapas con una reciedumbre descomunal. Sus pupilas desorbitadas eran 
            dos destellos que parecían encandilarme.
            
            -i No sea imbécil! -me gritaba-. Esa mujer no es Selina Greskal, 
            proviene de Lemuria.
            
            Al instante me arrojó contra la pared como si fuera un insignificante 
            muñeco. Cuando me levanté, pude verlo más sereno, 
            peinando los cabellos de la mujer. Ella era dócil a las rudas 
            manos del capitán y siempre de cara a la ventana pronunciaba 
            palabras en un idioma desconocido donde lo único que distinguí 
            fue el nombre de Selina.
            
            -Admito que el caso es sorprendente... -dije aún mareado-. 
            Que Lemuria exista es aceptable, pero que la pueblen hombres submarinos 
            es digno de una novelita de ciencia ficción barata.
            
            Torreblanca se dirigió a una repisa donde se hallaba una pequeña 
            cajita azul, la abrió y extrajo un collar.
            -Expliqúese esto. ¿También es digno de una novelita? 
            La llevaba en el cuello cuando la encontramos.
            
            Se trataba de una medalla que describía un madero con las serpientes 
            Inda y Pindala, recalcando los puntos magnéticos que generan 
            intersecciones, conocidas entre los esotéricos como "chacras".
            
            Mis reflexiones fueron interrumpidas por el melancólico llanto 
            de Selina, el capitán la consolaba con actitudes muy paternales.
            
            Cuando llegó la noche, bebimos un par de tragos con Dubois 
            en mi camarote. El hecho fue que en menos de dos horas yo estaba absolutamente 
            borracho. En ese instante asumí una actitud sublime, parece 
            que me creía un personaje de alguna novela de Salgari, enamorado 
            de una bella mujer de ojos verdes y pelo oscuro. Un desquiciado o 
            "mago frestón" poseía cautiva a mi amada y 
            yo estaba dispuesto a dar mi vida por ella si fuese necesario. Creo 
            que ese fue el comienzo de mi obsesión. 
            
            Había conocido muchas mujeres hasta aquel entonces, pero siempre 
            las consideré como a las víboras, mientras más 
            bellas, más venenosas al morder. Selina era una mezcla de fuerzas 
            irreconciliables en mí, el misterio condecorado por la callada 
            cortina de la atracción.
            
            Fue en ese momento cuando olvide si era Selina Greskal, una lémur 
            o un monstruo.
            
            -¿Me acompañas en busca de mi sirena? - interrogué 
            a Dubois que se hallaba en peores condiciones que yo.
            
            A pocos minutos, estábamos en su cuarto, contemplando su belleza 
            sobria, su cuerpo afrodisíaco en ese vestido convencional y 
            sus pupilas todavía de cara a la ventana, al pie de las olas 
            más tempestuosas que nunca.
            
            -No sabía que Torreblanca raptaba princesas - decía 
            Charles con la lengua trabada.
            
            Me acerqué a Selina y pude ver en su rostro un rasgo maravilloso: 
            Una cavidad pequeña pero visible que se movía en dirección 
            contraria a sus ojos.
            
            Entonces creí que Torreblanca estaba en lo cierto. Se dice 
            que los lémures poseían el tercer ojo, el mismo del 
            cual aún hablan los iniciados del Tibet. Por su mirada desfilaron 
            ante mí, siglos de historia, el catastrófico desprendimiento 
            de las Américas en pos de Lemuria, los sueños devastados 
            en la imaginación de los corsarios, las piedras radiantes que 
            eran propulsión de las naves lemurianas. Oriente y Occidente 
            reducidos a una mirada, a la ignorancia de todas las generaciones...
            
            Ella no sólo era hija de la era mítica sino también 
            de esa enciclopedia bastarda que me unía a Torreblanca.
            
            Tal vez Selina no era más que una europea perdida, cuyo radical 
            paso por Lemuria la pudo transformar en una anfibio de belleza espectral, 
            en una unión urgente y terrible de los templos mayas, los légamos 
            del Nilo y las avanzadas tribus del Mar Rojo.
            
            Los días siguientes fueron grises y sedentarios, aunque el 
            capitán nos había anunciado que pronto llegaríamos 
            a tierra. Esto constituía una esperanza para mí. Zerbino 
            era el más contento con el viaje. Indiferente a todo lo que 
            ocurría, alabó las maravillas del navío, mientras 
            una sonrisa desganada y floja se dibujaba en mis labios. Con ese porte 
            de fraile bonachón que caracteriza a mi primo, intentó 
            varias veces averiguar la razón de mi pesadumbre, pero jamás 
            le conté que me veía enamorado de una mujer desconocida.
            
            Selina por su parte, apenas Torreblanca la expuso en cubierta, logró 
            cautivar a todo el mundo, pese a su lengua incomprensible, pero en 
            la primera oportunidad que tuvo quiso arrojarse al mar, por ello permaneció 
            cautiva en su camarote los días si-guientes, mirando siempre 
            el mar, lo que provocaría en su ser unos estados depresivos 
            muy prolongados.
            
            Pensé llegar al fondo de los planes que urdía el capitán. 
            Deseaba desembarcar a toda esa tripulación frívola, 
            preocupada de las intrigas de la realeza británica e intentaría 
            descifrar la lengua de Selina para que le indique la ubicación 
            de Lemuria.
            
            El asunto explotó cuando Zerbino me comentó coloquialmente 
            que Torreblanca le había manifestado el agrado de recibirme 
            en su embarcación durante el viaje, ya que mañana en 
            la noche atracábamos en Australia.
            
            Mi carta a la Liga no tendría razón de ser.
            
            Cada noche, a expensas del capitán Torreblanca, asistía 
            al cuarto de Selina junto a Dubois. para admirarla, pero jamás 
            logré comunicarme con ella. Su reacción era realmente 
            extraña y su estado cada día más catatónico.
            
            La desesperación lograba invadirme y el plan surgió 
            espontáneo, como una solución recóndita que dormía 
            al interior de mi memoria.
            
            Dubois y yo penetramos durante la noche en el camarote de Selina. 
            Intenté expresarle mi estrategia por si existía una 
            pequeña posibilidad de que me entendiese, pero todo fue inútil.
            
            Con encendido brío, le leí un poema que había 
            escrito, hablaba sobre el mar sereno en la costa de la isla de Yeu.
            
            Ella tomó el papel y lo apretó contra su pecho, como 
            si comprendiera el significado de mis versos, como si hubiese conocido 
            esas aguas... tal vez el asunto estaba más unido de lo que 
            había imaginado.
            
            La llevé en brazos a cubierta, su mirada refulgía al 
            contemplar las olas tranquilas, al sentirse desatada del feérico 
            cautiverio de la ventana. Le di un beso con una tristeza que me oprimía 
            el pecho.
            
            -¡Eres libre, alma atormentada! Vuelve a tu país, a tus 
            mares o a Lemuria.
            
            Acto seguido la arrojé al agua y junto a Dubois la observamos 
            alejarse nadando como un pez vigoroso. Charles dijo algo tan cursi 
            que ni siquiera vale la pena recordarlo.
            
            Reflexioné mucho rato apoyado en la baranda.
            
            Me di cuenta que las aguas de la costa bretona francesa eran el verdor 
            de sus ojos, proféticos, anunciando su llegada a mi vida, años 
            antes.
            
            Incluso aún, cuando la noche está espesa y recorta su 
            amplia oscuridad en el límite del horizonte, creo ver sus cabellos 
            agitándose briosos como si corriera por las montañas 
            y en el mar, sus ojos tristes, su historia sumergida, su ser entero 
            enjuiciando el círculo de vidrio...