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ESGRIMA

Oscar Barrientos Bradasic


"…a lo menos entended de una vez que Dios me atribula…ha cerrado
por todas partes la senda por la cual ando; y no hallo por dónde salir,
pues ha cubierto de tinieblas el camino que llevo… Arruinóme del todo,
y perezco, y como un árbol arrancado de raíz me ha privado de toda
mi esperanza…¡Oh, quién me diera que las palabras que voy a proferir
se conservasen escritas!... Porque yo sé que vive mi redentor, y él, al fin,
se erguirá sobre la tierra…"

Del Libro de Job, Cap. XIX.


Creo haber omitido - por un imperdonable descuido- un detalle importante en torno a Puerto Peregrino. En la temporada de verano las calles se atestan de turistas con camisas floreadas y cámaras fotográficas al cuello. Son más de dos meses muy calurosos donde la ciudad se ve virtualmente invadida.

Pero de cuando en vez, aparecen también personajes de viejas novelas o seres que exhiben su inmortalidad en la atmósfera pasiva de sus cafés.

Fue justamente en el café Princesa, local tradicional y punto de encuentro de una amplia gama de contertulios donde me sorprendí aquella tarde bebiendo unas cervezas con dos queridos amigos que vacacionaban en Puerto Peregrino: Georges Méliès y Milan Kundera.

Georges Méliès se veía serio y circunspecto como en sus mejores grabados, la expresión de sus labios finos tras la barba de candado le otorgaban cierta fisonomía propia de un filósofo. Por su parte, Kundera se veía suelto de cuerpo, gigantesco y con su pelo canoso de emperador romano algo desordenado, bebiéndose unas inmensas garzas de cerveza que más bien parecían floreros.

Primero hablamos sobre mujeres infieles y luego, Méliès reparó en un clarinete que yo llevaba celosamente guardado en su estuche. Le dije que me lo había regalado un amigo que conocí hace tiempo atrás.

-¿Qué escribe? - me preguntó Kundera cordialmente.

Me parecía una falta de respeto hablar de mis precarios relatos delante de un cineasta tan connotado y de un escritor de esa envergadura. Pero la cerveza pasaba por nuestras gargantas ahuyentando el soporífero ambiente y me sentí desinhibido.

-Escribo un cuento que se llama "Esgrima"- contesté- En homenaje a un cineasta que a usted, Méliès, le hubiese simpatizado mucho.
- ¿Era el dueño del clarinete?- preguntó Georges.
-¿Cómo lo sabe?
-Sus cuentos son bastante esquemáticos.- acotó el francés- Pero vamos, muestre esas hojas arrugadas que tiene ocultas bajo el ala y arrójese a los leones.

Les dije que estaba sin terminar y que era más bien un diario con hechos que me habían ocurrido. Sin embargo, Méliès insistía que si alguien no le contaba una historia en los próximos cinco minutos iba a tomar demasiada conciencia del calor y la humedad ambiente hasta derretirse como un helado en Sudán.

Pero Kundera bromeó diciendo que no me justificase tanto, que leyera lo que tenía, que no era un tribunal y que antes de que acabara de leerlo probablemente estaríamos borrachos.

Extendí los papeles en la mesa y leí:

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"El teléfono sonó con agotadora insistencia durante por lo menos media hora. Contesté con un vago gruñido que se podría traducir como aló.

-¿Lo desperté? - preguntó una voz gruesa.
-Sí- le respondí bostezando.
-Habla Tristán Fluvi, el cineasta.
-Pensé que había más de uno en este mundo- contesté desganado.
-¿Está usted borracho?
- Anoche lo estaba- respondí queriendo poner fin al interrogatorio- Son las ocho de la mañana y usted todavía no me dice lo que quiere.

Se instauró un breve, pero rotundo silencio al otro lado de la bocina. Cuando casi me disponía a cortar, el tipo intervino:

-Tiene razón, no hemos tenido un buen comienzo. Necesito su colaboración ¿aún escribe cuentos?
- Hace tiempo que no escribo uno- le dije- ¿Puede saber de qué se trata?
-Prefiero hacerlo personalmente- insistió el hombre- Le invito a almorzar en "El perro de circo" a la una. Sirven un estofado delicioso. ¿Conoce el lugar?
-¿Bromea? La última vez que estuve ahí, salí por la ventana tras encontrarme con el amable puño de un matón que me confundió con un compañero de curso que en la infancia lo molestaba por sus dientes de conejo. No guardo recuerdos muy gratos de "El perro de circo".
-Es verdad- respondió como disculpándose - La clientela puede ser un tanto inquieta. Pero pensaba invitarle un whisky envejecido de doce años.
- ¿Dijo a la una?
- Sí, ahí nos vemos.

Colgué el teléfono y mientras me duchaba traté de buscar en algún recóndito archivo de mi memoria, el confuso nombre de Tristán Fluvi, sin conseguir hallar nada que me remitiese a él. Quedando veinte minutos para la cita, me puse el terno azul que siempre uso en los funerales y encaminé mis pasos hasta "El perro de circo".

Entré al lugar sin vacilación. Se trata de esos viejos billares que a mediodía son restaurant y luego de la media noche, barsucho. Son iguales en todas las ciudades del globo, un salón de juego espacioso donde anónimos parroquianos hacen sonar las bolas de marfil con una mezcla de silencio y apatía, siempre con una atmósfera explosiva. Da la sensación de que basta tan sólo un chispazo para iniciar la revuelta.

Se puso de pie para extenderme la mano un caballero de sus respetables sesenta años. Sus ojos eran afiebrados y su barba desgreñada. Usaba un antiguo abrigo con esa tela amarillenta que llaman pelo de camello y tenía en la mesa el estuche de un clarinete. La ligera curvatura de su espalda y la tonsura amenazante le otorgaban cierto aire monacal.

-Soy Tristán Fluvi, póngase cómodo.

Ordenamos el menú y durante un breve rato hablamos de temas sin importancia. Daba la impresión que Fluvi trataba de dilatar las motivaciones reales de este encuentro lo más posible. Cuando los vasos de whisky reposaron en los extremos de la mesa, entró de lleno en materia:

-Debo disculparme por mi irregular aparición, no es frecuente en mi persona. Tengo un problema que sólo usted puede resolver. Tendrá sus honorarios por ello.

Mientras saboreaba el delicioso whisky no pude ocultar una expresión de risa ante una retórica tan imperativa. Pero el tal Fluvi ya me había obligado a salir de la cama, consiguiendo llevarme hasta el restaurant..

-Imagino que debo parecerle un desquiciado, mi estimado cuentista, y no descarto del todo que el agotador paso de los años haya alterado mi sentido del juicio. Pero vamos a lo nuestro. Si usted revisa las enciclopedias e historias del arte, se enterará que fui el fundador de la industria cinematográfica en este lugar…claro, en aquel tiempo el asunto era más precario. Comencé aportando música inédita con mi clarinete en la época del cine mudo, hasta que pude dirigir mis propias películas y montar mi estudio, el más grande y prolífico que alguna vez conoció Puerto Peregrino.

Se detuvo un instante y se zampó al seco el vaso de whisky incluido los hielos que masticó con golosa fruición.

-Todo iba bien, el apogeo mi situación económica, las luces que proyectaba el celuloide, mi transición al cine sonoro, que me hizo guardar en su estuche, el querido clarinete con el cual me gané me gané los garbanzos musicando las tiras del pasado, hasta que apareció un tímido muchacho de ojos negros y abrigo rojo como la cresta de un gallo. Se presentó en mi estudio con el nombre de Temístocles Soler. ¿Ha escuchado hablar de él?

Le respondí que sí, que todos en los periódicos de la ciudad hablan de ese caballero como el mayor director y productor de la ciudad. Poseedor de un verdadero imperio económico, construyó un gigante de piedra en lo alto de la montaña que se aprecia desde la bahía, desde cuyo dedo apuntando el mar proyectaría en los próximos días una vieja producción llamada "Esgrima". Toda la ciudad podría verla en un gran telón instalado en el muro del Museo de Bellas Artes.

Vi que Tristán Fluvi se entristeció notoriamente al constatar que tenía referencias de Temístocles Soler pero ninguna de él.

-Fue mi asistente de cámara en la primera realización con banda sonora que se filmó en Puerto Peregrino: "Esgrima". Era un delirio esperpéntico que, sin embargo, ocultaba una secreta belleza. En él, dos espadachines se disputaban el honor en un duelo a lo largo de una cornisa ¿Me entiende?
-La verdad es que sigo entendiendo poco, pero siga continúe- le dije- El whisky está bueno.

Sonrió con aprobación y pidió al cantinero dos dobles.

-Aquella maldita noche, luego de afinar los detalles de la post-producción, nos quedamos con Temístocles sentados en el parque bebiendo una botella de vino. Le dije que era como un hijo para mí (en realidad lo sentía) y le ofrecí que se asociara conmigo en la productora. Aceptó encantado. Como iba yo a saber que esa misma madrugada entraría oculto cual ladrón para robar "Esgrima" y patentarla a su nombre.

El relato de Fluvi se quebró así también como su voz.

-¿ Qué quiere que le diga, cuentista? Luego de eso, fracaso, tristeza, todo lo irremediable. Desde la última butaca del cine tuve que asistir al avant premier de "Esgrima", escuché las ovaciones y distinguí en la multitud a Temístocles, alzando sus brazos triunfante. Después de ello, seguí durante años sus triunfos, su ego monumental y ese coloso de piedra que erigió en una montaña para exhibir mi película. Mi único amigo fue el instrumento que volvió a darme el pan cuando recibía algunas monedas en las plazas o en los bares.

Fluvi acarició el estuche de su instrumento como si fuese una mascota sobreviviente de una época de gloria.

-Agradezco esta ocasión de almorzar con usted y sus recuerdos - le dije interrumpiendo su melancolía- pero aún no entiendo en qué puedo ayudarle.
-Usted debe escribir la verdadera historia de "Esgrima"- contestó con la mirada fija.
-¿Cómo así? ¿Escribir un cuento?.
- Un cuento, una novela, un reportaje, da igual. Ya conseguí un editor. Le contaré todos los detalles de ese gran telón inflado de hipocresía que es Temístocles Soler. Tengo pruebas para incriminarlo por robo intelectual. ¿Qué dice?

Traté de ordenar toda esa confusa y arrebatada madeja de acontecimientos y por cierto, la insólita solicitud de ser su biógrafo. Creo que me sentía algo contrariado.

-Creo que debo revocar su oferta- respondí- Mis cuentos están habitados por seres ficticios, no para revelar verdades de ningún estilo.

Fluvi mostró un gesto de desagrado y decepción.

-Vamos, no sea majadero- dijo- Usted, mejor que yo, sabe que en esta ciudad las nociones de realidad y ficción cambian como el clima. Además le pagaré con algo que tiene un valor incalculable: Mi clarinete.

El héroe de esta historia alzaba orgulloso el estuche de su instrumento. Al parecer, fue el último argumento y el hecho de que pidiera otra botella de whisky, lo que terminó por convencerme.


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-Su historia me apena un poco- dijo Méliès y sonó sincero- Imagino que Fluvi agotaba los últimos cartuchos, luego de una vida anónima, oscura, sin reconocimiento. Sé lo que es eso, usted bien sabe que fui estafado por Edison y terminé vendiendo en el mercado de las pulgas de París, algunos trozos de mi película… ¿Así que aceptó la propuesta de Fluvi?

La pregunta de Georges Méliès fue demasiado frontal y yo traté de ensayar una respuesta que diese real cuenta de lo que efectivamente ocurrió:

-No sé muy bien qué me hizo aceptar una empresa tan inusual y accidentada. Durante tres semanas trabajé entrevistándolo, tomando notas de sus amarillentos recortes de diario, reseñando críticas de la época y los afiches de la película. También consumíamos whisky con mucho entusiasmo en "El perro de circo". Creo que para alguien como Fluvi, mi presencia terminó convirtiéndose en amistad.
-Eso me interesa, eso me interesa- interrumpió Kundera con su rasposo acento gutural de eslavo sonriente- ¿Llegó a trabar amistad con Fluvi?
-Si es que amistad significa ser uno mismo en las penurias del otro, sí- comenté enfático.

Mi último alcance gravitó en el ambiente como ese polvillo espeso que reviste a los escombros inmediatamente después del cataclismo.

-Debo decirle que Fluvi me simpatiza y también su historia- repuso Milan Kundera- Concuerdo con Georges en su carácter epigonal, en lo de los "ultimos cartuchos", pero sinceramente no sé para dónde diablos va con su relato.
-Creo que Milan tiene razón- apuntó Méliès mientras encendía su pipa.
-Escribí la biografía de Fluvi y luego se editó aquí, en Puerto Peregrino- concluí resignado- Fluvi rejuveneció varios años cuando no pocos lectores se enteraron de que era el padre del cine en esta isla y que Soler era un charlatán que había plagiado "Esgrima". Les diré como sigue esta historia.

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Eran cerca de las once de la mañana y yo hojeaba distraídamente un álbum de fotos. Los golpes en la puerta me sacaron de la modorra que ya a esas alturas se apoderaba de mí.

Cuando abrí, me encontré a boca de jarro con Temístocles Soler. Se trataba de un sujeto de corta estatura, regordete, con unos bigotes rojizos rigurosamente cortados más arriba del borde del labio. Sus ojos eran almendrados e insolentes y calzaba un terno a rayas que le concedía ese halo de elegante vulgaridad que ostentan los hampones.

Lo invité a sentarse. Se acomodó en el arrellanado sillón de lectura, observándome con un silencioso desprecio.

-Creo que no nos han presentado- le dije sabiendo perfectamente a quien tenía delante de mío.
-Un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca- contestó pronunciando cada uno de los vocablos.
-¿Cómo dijo?- pregunté intrigado.

Prendió un cigarrillo mentolado y extrajo de su vestón el pequeño libelo con la vida y obra de Tristán Fluvi que yo había escrito. Luego, lo arrojó sobre mi mesa como si le quemara los dedos.

-Es usted un tipo vulgar, sin clase, sin educación, sin amigos- continuó- Se la pasa en los bares compartiendo con ebrios o en las plazas arrojando migas a las palomas. Su vida es gris. Nadie le llevará flores a su sepultura, nadie lo extrañará cuando muera.
- Puede que me extrañen los borrachos o quizás... las palomas- le respondí distraídamente.

Soler miró el departamento con una mezcla de asco e irrisión.

-Usted nunca tendrá distinción. Cualquier pelafustán lo invita a comer, a bajarse unas copas, le canta el disco que se aprendió luego de su estadía en este mundo y le declara su amistad. Usted no vale nada, se vende por unos billetes devaluados, es patético. Un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca.

Soler su puso de pie y observó el mar durante unos minutos. Después siguió:

-La vista es lo mejor que tiene este lugar. El decorado es horrendo, parece el cuartucho de un refugiado de guerra. Le compro este departamento ¿qué más puede costar?
-No está en venta- le dije mientras me acercaba al tocador- ¿Quiere un café?
-Dos cucharadas de café, nada de azúcar y tres gotas de leche descremada.
-Sólo tengo café y azúcar.
-Lo imaginé- comentó mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero dejando una atmósfera de menta y nicotina a la vez.

De nuevo no sentamos con una taza de café humeante en cada extremo. Parecíamos dos seres salidos de una comedia de equivocaciones, sin el menor asomo de congeniar en nada.

-Puedo contratar a un escritor de verdad- rompió el silencio- ¿Cuánto le pagó Fluvi por ese panfleto para adolescentes?
-Su clarinete- le contesté.

Estalló en una carcajada muy sobreactuada que parecía no terminar.

-Esto es lo último- dijo entre risas- Cuánta razón tenía yo, usted es un don nadie.
-¿Por qué no se va de mi casa? - le pregunté haciendo un ademán de despido- ¿Qué quiere?
-Sólo quería conocerlo y no me equivoqué en mis proyecciones- dijo poniéndose de pie en dirección a la salida- Lo veré en el reestreno de "Esgrima".

Abrió la puerta de calle, mirándome largamente con un rictus de profundo desdén.

-Ah, y demuela ese ridículo gigante en la montaña, afea la ciudad, es una mierda posmodernista o como se llame- le repliqué ya hastiado.
- Adiós, escritorzuelo decadente, arlequín ebrio bai...
- ¿Por qué siempre dice lo mismo?
- No sé- dijo observando el cielo raso como buscando una respuesta- Me gusta como suena.

Salió tras dar un portazo, dejando en el ambiente un vago sinsabor.


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A esas alturas mi cerveza estaba algo tibia y el relato fue interrumpido por la torpe entrada de unos turistas que se fotografiaban con los camareros como si estos fueran peculiares especies de zoológico.

-Bueno, bueno- repuso Méliès- ¿El relato termina aquí? ¿Quién se cree? ¿Scherezada?

Noté que Kundera esbozaba una pequeña sonrisa ante el comentario del cineasta francés.

-Vamos por parte- dijo Kundera- Y sabemos que Tristán Fluvi está perdido en su propio ocaso y que Temístocles (vaya nombre) es un arribista de tiempo completo. Una lógica muy maniquea para un cuento. El conflicto en torno a la autoría me intriga. Cuando era profesor de cine en Brno, conocí a varios aspirantes a cineastas que hablaban sobre la posteridad, un tema luminoso que se vuelve ridículo cuando caemos en la evidencia que nunca la disfrutaremos.

Georges Méliès se tornó grave, como si estuviese ligeramente ofuscado porque yo no terminé el relato.

-Veo, mi querido Kundera, que usted habla como los personajes de sus libros- planteó- Está bien, hablemos de cine. Después de todo hice Le voyage dans la Lune y alguna posteridad puedo albergar para referirme a este asunto.
-¿Qué quiere decir?- pregunté.
-El cine son imágenes proyectadas en una pantalla, es un lenguaje que en su soporte se ordena sobre el tópico de la posteridad- dijo Méliès acomodándose la corbata- Por lo tanto Fluvi y Temístocles son dos rostros de un mismo argumento. Los cuentos, como ambos bien sabrán, sólo se proponen la idea narrar una historia, y su cuento es más bien una retahíla de diálogos.
-Sí, es un cuento algo incompleto- respondí algo melancólico- No es de extrañar, todo lo que se habla en Puerto Peregrino bien podría considerarse un cuento sin terminar.
-Debe haberte dado cierto pudor recibir el clarinete como pago por tus servicios escriturales- reparó Méliès preocupado de mantener viva su pipa- Después de todo, era todo lo que tenía.
- ¿Por qué titulaste ese relato como "Esgrima" y no, por ejemplo, "La Trascendencia"?- interrogó Kundera con cierta sorna.
-Parece más bien el título de una de sus novelas. "La inmortalidad", "La insoportable levedad del ser" "La lentitud". Lo de Fluvi no da para tanto, ni siquiera es un cuento terminado- le dije.
-Insisto ¿por qué el cuento se titula igual que la película?- planteó Kundera.
- Ah, es por el final, ahí les va.

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El día del estreno del film, se agolparon multitudes en los alrededores de la bahía. Era una noche cálida. Luego de un agobiante día de sol.

El gigantesco telón instalado en la plaza tenía soportes propios de un teatro de la ópera, con pisos alveolados, panoplias y tapicerías francesas del siglo XIII. Daba La impresión de conjugar el arabesco y la chabacanería en una simbiosis difícil de asimilar. Un mobiliario de utilería que tomaba oscilantes y distorsionadas formas bajo el cortinaje de terciopelo, iluminado por antorchas, a la manera de un baptisterio egipcio.

Un gran gigante de piedra presidía con su dedo apuntando la gran página en blanco del celuloide.
Ahí note que la excentricidad de Temístocles Soler no tenía fronteras. Apareció caminando desde el brazo del gigante anunciando a la muchedumbre el reestreno de "Esgrima" como si fuese el dictador de un remoto país arábigo.

El dedo del coloso se encendió desde lo alto de la montaña y comenzaron a aparecer las imágenes.
Debo decir que la belleza de la película radicada en su serenidad y ritmo. Una historia donde aparecían gatos persas, atlantes, pianos de cola, columnas dóricas sosteniendo un teatro de sombras, estatuas de un museo de cera que se derretían en medio de una playa, hasta que aparecían los dos espadachines tratando de resolver con sus floretes este pacto firmado con la belleza.

No podría ser otro que Fluvi el creador de esa ópera al non sense y así lo confirmaba la cadenciosa música del clarinete que sonaba como fondo.

De pronto los espectadores se concentraron en dos hombres que vociferaban desde el brazo del gigante. Sus voces eran incomprensibles y se perdían en los ecos de esa especie de caverna que eran los muslos de la estatua

Una figura torpe y jadeante se arrastró por la lustrada manga de piedra. Soler retrocedía ante Fluvi que lo apuntaba con un sable, mientras en la gran pantalla los dos rivales proseguían su duelo ágil y acrobático.

A manera de un mosquetero de Dumas, Tristán entregó a su contendor otra espada y se inició otro duelo, el verdadero. En ese momento nadie sabía si los espadachines del telón eran los mismos y en alguna medida recreaban sus propias leyendas, con esas estocadas que se perdían en la penumbra.
Avanzaron por el extenso brazo del gigante hasta llegar a su dedo. Temístocles apenas conteniendo su barriga trastabilló en el borde del índice de piedra y miró al vacío con verdadero asombro.

Ahora se sentía un equilibrista mareado, un rey burgués, un arlequín ebrio bailando en la punta de la lengua de una vaca.

Temístocles se aferró al dedo de piedra unos instantes y cayó sobre lo ancho de la planicie como un bulto de correos.

En cambio, Fluvi apuñaló al aire con unas estocadas de soldado borracho, se fue introduciendo en la abertura del dedo proyector. La película se interrumpió y un destello brilló en el índice del coloso, mientras caía su cuerpo incandescente como una gota de luz en medio de la noche.


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Acaricié el estuche del instrumento y les dije a mis contertulios:

-Y he aquí el clarinete de Fluvi.

Méliès me miró renovadamente ofuscado.

-No me convenció ese final- dijo.
-A mí tampoco- respondí luego de beber al seco lo que quedaba de cerveza.
-Al menos sabemos que toda utopía por definición engaña- sentenció Kundera.
- Eso lo dice usted, Milan- replicó Méliès- Mis sueños fueron llevados a la pantalla con una dosis de ilusionismo que sólo la felonía pudo eclipsar.
-También los de Fluvi, y los de Temístocles- respondió Kundera palmeando la espalda a Georges- ya sea la página en blanco o el telón donde se proyecta la película, no hay peor tortura que añorar en la desgracia los tiempos felices. Y es bueno que así sea.

Méliès movió la cabeza levemente contrariado.

Pero yo le encontré la razón a Milan Kundera.

Desde la vitrina del café nos dimos cuenta que había oscurecido.


 

 

 

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