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Del lado de los perdedores

Por Cristián Vila Riquelme
Gran Valparaíso 31/01/05


El ensañamiento de alguien que se da ínfulas de crítico con la obra de un escritor magallánico da pie para un análisis del papel que juegan aquellos personajes

Aunque en este largo país de desastres llamado Chile se confunde la crítica literaria con una empresa de demoliciones -desde que Alone marcó una pauta, personalísima por lo demás, en dicho ejercicio-, me parece que la tarea de un crítico literario es sobre todo generar entusiasmos y estímulos lecturales en los posibles lectores de una obra. El señalar falencias o redundancias en ella cobra sentido en la medida que le sean de utilidad a su autor.

Críticas del tenor siguiente, como la cometida por Vicente Montañés, en La Nación, a propósito del nuevo libro de relatos del escritor magallánico, Oscar Barrientos Bradasic, "Cuentos para Murciélagos Tristes" (Editorial Cuarto propio 2004, 128pp.) no conducen a nada más que no sea al automasajeo del ego del "crítico" -ese gustito, tal vez no tan secreto, de sentirse "superior" a un autor que, a todas luces, si se conoce su incipiente obra, tiene más talento y más lenguaje que el "crítico" en cuestión.

"La feroz batalla de la prosa por rechazar los afanes posesivos de la lírica", propone, y no sin clemencia, el escritor Clemente Riedemann en la contratapa de este mitologizante volumen del vaya que ha sido premiado Óscar Barrientos, "dan origen a un grupo de historias colmadas de una retórica (…)." Etcétera. O sea, si se hace necesario hablar de semejante batalla, parece que ésta ha sido perdida. Pero la "lírica" aquí "vencedora" es un poco suicida: se apuñala a sí misma en una delirante combinación de desvaríos predecibles que desdibujan el territorio más o menos fantástico de Puerto Peregrino. A Barrientos las palabras y las historias le bailan entre los dedos, se le escurren en una retórica "a lo Álvaro Mutis", la misma que fue discretamente advertida por el contratapista, y los asomos de verdadera "poesía" (en el sentido profundo del término) se frustran sin llegar a constituir la fábula mítica que busca el autor. Para conmover y convencer, que eso es la buena literatura, Barrientos debe despejarse la cabeza y aprender que los murciélagos no son tristes ni alegres.

Veamos la retórica de Montañés: "mitologizante volumen del vaya que ha sido premiado Oscar Barrientos…"; allí se devela enterito, porque indudablemente ese "vaya" no está allí sólo como una expresión de sorpresa, sino que como una especie de sospecha -ese "vaya" también podría interpretarse con "y yo que sí sé de literatura, vaya qué he sido poco premiado".

Sigamos: "delirante combinación de desvaríos predecibles…", nos dice Montañés, y bueno, en qué quedamos, ¿son "desvaríos delirantes" o "predecibles" y por lo tanto no "delirantes"? Porque mal que le pese al "crítico" de marras, es un desvarío siquiera pensar que un delirio puede ser predecible, a menos que, claro, el "Código de la Biblia" y otros "desvaríos" por el estilo sean absolutamente ciertos y... predecibles.

Más adelante afirma: "las palabras y las historias le bailan entre los dedos": ¿será ese baile, acaso, un pecado de lesa majestad?

"No creeré en un Dios que no sepa bailar", decía Nietzsche, e indudablemente, si aplicamos a la literatura y al arte en general la noción de baile, de danza, es decir, de aquello en lo cual entra el deseo y el cuerpo -el movimiento- de inmediato es otra la perspectiva que se nos abre. Entre otras cosas, o entre las mismas, vaya uno a saber con esto de las intertextualidades y de los críticos chilenos tan sabihondos y pluscuamperfectos, esa "retórica a lo Álvaro Mutis" que Montañés critica sería aquí motivo de orgullo, pero parece ser que para Montañés no lo es, ya que tiene en su cabecita lugares tan comunes como que la buena literatura debe "conmover y convencer".
Si es por eso, hay varios autores que habría que haber tirado al tacho de la basura desde el momento mismo en que se les ocurrió la peregrina idea de escribir: Joyce, Proust, Kafka, Dos Passos, Beckett, Borges, Saramago, el mismo Mutis, Echenoz, Bolaño y tantos otros, sin hablar de los poetas o de pensadores de la talla de un Nietzsche, de un Spinoza, de un Wittgenstein o de un Deleuze (este último escarnecido por otro Montañés, un tal Sokal, y que, tal como el primero, ya se quisiera haber escrito aunque fuese media página al estilo del denigrado filósofo).

Ya lo sabemos, la impronta de Alone (que quiere decir "solitario" en inglés, y que al menos dicho crítico, que se llamaba Hernán Díaz Arrieta, asumió emblemáticamente al darse cuenta que sus saltos de humor lo dejarían alone), como ya lo decíamos, es ineludible, tanto que algunos "críticos" de este país creen que también hay que usar seudónimo. Al menos el cura Valente usa éste como poeta, y como crítico utiliza su nombre "de pila".

Además, ¿qué diablos quiere decir este "crítico" con esa frasecita, bastante poco feliz, para seguir siendo francos, de "verdadera 'poesía' (en el sentido profundo del término)"? ¿Conoce él, seamos serios, siquiera qué puede denominarse como "verdadera poesía" y más encima "profunda", que no sea deudora de una cierta concepción decimonónica de ella y de lo que es "profundo"? Más vale que se dedique a aplaudir las últimas tautologías del poeta Zurita, que dejan bastante que desear.
Pero la guinda de la torta (bastante descompuesta, por lo demás) es ese finale allegro con moto: "Barrientos debe despejarse la cabeza y aprender que los murciélagos no son tristes ni alegres". Antes que nada parece que quien debiera despejarse la cabeza es Montañés, porque los murciélagos no sólo son (¿demasiada mala lectura del profesor Heidegger?), ya que si fuera por eso, la poesía no tendría aquí nada que hacer, y eso no lo dice Montañés, sino que ya lo decía Platón, a quien, seguramente, le habría molestado muchísimo una metáfora de estas características. Aprovecho de informar a Vicente Montañés, alias Marcelo Maturana, que dicha metáfora es del gran poeta salvadoreño Roque Dalton, a quien le "despejaron" la cabeza sus propios compañeros, que, a la usanza de algún montañés salvadoreño, deben haber considerado dicha metáfora sólo digna de un agente de la CIA y, por lo tanto, castigable con un fusilamiento.

Señalado lo anterior, paso a hablar del libro de Oscar Barrientos Bradasic que nos ocupa, el cual se enmarcaría al centro de una trilogía comenzada con el inolvidable "El Diccionario de las Veletas y otros Relatos Portuarios", publicado el año anterior. Barrientos es no sólo un escritor con indudable oficio, sino que, sobre todo, es alguien embarcado para siempre en el respeto del lenguaje y de las infinitas perspectivas que éste concita.

Precisamente, lo primero que sorprende es el tratamiento cuidadoso de éste: a través de la sugerencia y de una permanente tensión entre prosa y poesía (como muy bien lo señala el poeta Clemente Riedemann en la contratapa, y que tan mal supo interpretar Vicente Montañés) nos encontramos con un lenguaje nómada, recreador constante de la realidad como un conjunto de realidades difusas, en la cual el pesimismo, el desencanto y la lucidez se conjugan como un juego de máscaras o de sombras que nos llevan a reconocernos en cada uno de los personajes que pueblan estos relatos, siempre del lado de las pequeñas historias o de los perdedores ("ya que sólo desde el fracaso se puede escribir la historia de la lucidez", p.47).

Esta obsesión de Barrientos -que marca la tónica de su narrativa- ya la encontramos en su poesía: "cuándo escribiremos la historia los tristes", nos dice magistralmente en el poemario "Égloga de los Cántaros Sucios". Pues no hay lugar aquí para la épica optimista ("Qué es la épica sino un emplazamiento a la cordura…", p.24), sino para aquello que Deleuze y Guattari llaman, hablando de Kafka, "una literatura menor", es decir, intensidad más que representación, expresión más que impresión, metamorfosis y movimiento -rizoma.

No por nada el autor nombra el lugar de sus ficciones "Puerto Peregrino". Peregrino de peregrinar, es decir, donde lo nómada -lo pasajero- es el agenciamiento del deseo colectivo, pero al mismo tiempo, peregrino como levedad o como "idea peregrina", es decir, como mera fabulación o como algo antojadizo, sin justificación ninguna ("en esa gran casa de orates llamada memoria", nos dice en la p.98).

En ese sentido, también, lo magallánico -el confín del mundo, donde el "estar de paso" se evidencia de modo ineludible- está todo presente en este Puerto Peregrino, lugar de encuentros y desencuentros de personajes misteriosos, dolorosos, insólitos, tristes y borrachos, pero peregrinos no de un puerto cualquiera, sino que de un puerto del fin del mundo cuyos relatos están perfectamente hermanados entre sí, salvo, tal vez, el diminuto "Pata de Fierro" (p.103) que no agrega nada al conjunto ni tampoco logra igualar a esa joyita que es "Postal de Turismo", igualmente diminuto, de su libro anterior.

Aunque esto último no tenga importancia a la hora de afirmar a los futuros lectores de este libro que estamos frente a un joven y emergente escritor chileno que dará mucho más que hablar que la "mala leche" de un "crítico", en verdad, bastante poco crítico y, menos aún, autocrítico.


 

 

 

 

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Por Cristián Vila Riquelme.
GranValparaíso, 31 de enero de 2005.