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Café cortado

Oscar Bustamante



Llegaba siempre a tomarse un cortado a eso de las once de la mañana y esperaba a que ella se acercara a atenderlo. La rutina también era la de siempre: una sonrisa, el buenos días, el cómo estás, y la típica conversación acerca de lo que flota en el aire. Algo que nunca iba más allá de un minuto de su tiempo tras la barra del café.

No había nada especial en ese hombre de unos cuarenta años que fumaba cigarrillos sin filtro y usaba una casaca de cuero negro. Su vestimenta, de la cintura hacia abajo, nunca le había llamado la atención, hasta que esa mañana lo vio entrar vistiendo un terno negro y corbata. Cuando ella iba a comentarle que se veía muy elegante, él se adelantó para decirle que venía de haber formalizado un importante negocio: "Acabo de anularme", y agregó una lacónica sonrisa.

A los que venían a tomar su café y hacerle conversación ella los tenía calibrados. Pero no a éste, ya que tras casi un año de sonrisas formales y miradas con algo de admiración no lograba aún descifrar sus propósitos, tanto que llegó a sentir que era de esos tipos diferentes, de ésos que ella considera buenas personas. Y era atractivo en su desaliño de vestimenta, su cara de tez oscura y su pelo encanecido prematuramente. La barba a medio afeitar y el aroma a cigarrillo espeso ponían algo de extrañeza en la rutina de juniors, jubilados y uno que otro dandy atildado de los que con ojos picaros deslizan las consabidas proposiciones. La verdad es que un par de compañeras utilizaban las franquicias del mesón para sumar un plus al sueldo base, o por lo menos para confraternizar y sacarles partido a esos viernes por la noche en que los panoramas anhelados no fructificaban como se había soñado.

Ella vino a parar al café a falta de un empleo mejor y consciente de que su cuerpo de largas piernas y llamativo trasero era suficiente pasaporte para un trabajo donde la buena presencia es fundamental. Además, agregaba una carita, si bien no bella, atractiva con su pelo castaño y sus ojos claros. Las vacantes para ese empleo de secretaria en una oficina de telecomunicaciones se habían ido esfumando y sus energías para intentar un nuevo escape mermaron, al mismo tiempo que, entre las propinas y el base, sacó cuentas de que no estaba del todo mal. Por otra parte, el centro de Santiago siempre la había atraído, en especial la calle Huérfanos con su hormigueo de gentes yendo y viniendo, aparte de que una película después del trabajo, el vitrineo por las tiendas de ropa, un jugo en el Vegetariano con sus amigas y la siempre vigente ilusión de una mirada que lleve el encanto del azar, la mantenían viva.

No tiene claro en qué momento comenzó a dar vueltas en su cabeza la confesión de aquel extraño conocido: "Me vestí como caballero para celebrar mi anulación".

El hecho es que cuando apareció a la mañana siguiente ella no era la misma. Había estado preocupada de su falda desde media hora antes de que dieran las once de la mañana, mirándose al espejo y pendiente del busto, y hasta fue al baño a maquillarse en dos ocasiones. No tenía cómo explicárselo, pero había algo en ese tipo solitario y silencioso que no tenían los cabros del barrio, incluyendo a Claudio, lo mas cercano a un pololo, que rondaba su cuerpo y en un par de ocasiones la había desnudado. Pero con este tipo la cosa no iba por ese lado, ella sentía que había algo caribeño en su historia. Es lo que imaginaba. Y puede que le hiciera la pregunta, si acaso era marino o su trabajo tenía que ver con lugares como Cancún, Miami o incluso Bahamas, y si andaba de paso en Santiago antes de volver a lo suyo, que indudablemente no estaba en la capital de este estrecho país. Vagamente lo asociaba con la música de George Benson, con su guitarra armoniosa y el sonido de su voz, acompañado de ecos misteriosos en ese idioma que no entiende, salvo algunas frases que ha llegado a traducir. Es el azul turquesa de un mar lejano, y esas palmeras mecidas por el viento que no ha encontrado ni remotamente en sus escapadas de fin de semana a Reñaca para lucir su tanga diminuta. Sus ahorros iban en aumento y ya en un año de trabajo tendría suficiente para el sueño de su vida, los diez días en Cancún, ese lugar que le llega como una remota evocación desde aquella vez que se sentó en la barra del bar del hotel Miramar a saborear un daiquiri en compañía de Betsy, su única amiga, que sueña con las mismas cosas que ella. In Flight sigue siendo su compac favorito, lo baila a solas frente al espejo en malla celeste y calcetas de lana, encerrada en la pieza, aislada de las miradas de su hermana menor, a quien envía a hacer las tareas del colegio al comedor. Compartir el dormitorio es uno de esos asuntos que un día de éstos podrá desterrar arrendando con Betsy un departamento y de paso haciendo lo que ella llama su vida, que tiene mucho que ver con un diván-cama convertible, un televisor de pantalla gigante, un closet para ella sola y una llave que gira y guarda en reposo su mundo mientras ella anda de viaje. Convertirse en azafata de línea aérea fue otro de los sueños que picoteó su imaginación, algo que íntimamente quedó a trasmano desde la vez que se presentó a concurso y fue rechazada por lo que vagamente entendió como falta de preparación: había abandonado el colegio a los quince años, recién cursando segundo medio. Pero no lo lamenta, es un percance que simplemente asumió como algo sin mayor importancia. Total, ahora está a las puertas de mundos parecidos.

Aquella vez él apareció a las doce del día y con la chaqueta de cuero negro, que ella encontró preciosa, contrastando con una camisa blanca de cuello elevado y dos botones desabrochados, algo inusual para un mediodía de julio, frío y de nubes bajas. Se fijo en que los pantalones eran también negros y en que calzaba zapatos demasiado livianos para un día lluvioso. El cigarrillo colgando del labio y el pelo salpicado de gotas de lluvia le trajeron a la memoria escenas de una película cuyo título no logró en ese momento recordar, salvo por la remota visión de un hombre buenmozo apoyado en la baranda de un muelle neoyorquino.

No pudo evitarlo, la verdad es que la pregunta se le escapó antes de que él hubiese siquiera pronunciado los buenos días. "Usted, ¿a qué se dedica?", y sintiéndose una imbécil le regaló una sonrisa acompañada de un sonrojarse de las mejillas. El, aspirando el cigarrillo, giró la cara para desviar el humo y le respondió: "Por el momento estoy a la espera de un asunto... Exportaciones", agregó, sorbiendo el cortado.

Era suficiente. Un asunto con viajes a lugares distantes calzaba perfectamente con su percepción de este hombre que extrañamente se le había metido en la cabeza. La verdad es que no necesitaba mayores explicaciones y le dedicó una nueva sonrisa antes de ir a atender a otro cliente. Pero lo que nunca solía hacer esta vez lo hizo. Siguió atenta a él, que apoyado como siempre en la barra sorbía su cortado con la mirada fija en algún punto remoto de la vereda. Esta vez ella estaba consciente de moverse con armonía, en una especie de danza lenta de sus caderas al depositar las tazas con delicadeza y al ir a apoyarse de espaldas en el espejo, con un ademán gracioso, y las veces que debió inclinarse para recoger algo lo hizo consciente de la belleza de sus extremidades. Cuando al cabo de media hora —el tiempo que normalmente tardaba en beber su café— él se subió la cremallera de la chaqueta, ella estaba ahí de espaldas contra el espejo, en esa pose de rodilla a medias levantada y con una sonrisa de despedida que lo hizo dudar entre permanecer o bien retirarse. Parado a medio camino de la puerta, con los ojos levemente extraviados, finalmente se acercó para decirle: "Bueno, no sé, tal vez podríamos vernos más tarde. Si es que usted puede...". Ella permaneció ahí sonriendo y luego de llevarse las manos al cabello, y agitarlo, le respondió que se desocupaba a las seis. "A las seis, entonces", le dijo él, e inclinó apenas la cabeza.

Cruzó la calle erecto, sin inmutarse por la lluvia. Luego, se internó en un pasaje. Ella, con el corazón agitado, se volvió hacia un nuevo cliente y le entregó una sonrisa llena de entusiasmo. Enseguida se dio vuelta y se observó en el espejo, de costado. Tomó aire y cerrando los ojos lo lanzó al espacio, liberando algo que la aprisionaba.

A las seis menos diez lo divisó a la entrada del pasaje, en la vereda del frente, apoyado contra la pared, y todo lo que había imaginado durante las horas que transcurrieron desde el mediodía se condensó en una vaga sensación de espacio lejano, algo que asoció con una ventanilla de avión. Entró al vestidor y se maquilló detenidamente. Salió envuelta en su parca celeste y sus jeans granates. Las botas blancas relucían en el pavimento.

El la recibió con otra inclinación de su cabeza y con las manos dentro de los bolsillos de la chaqueta. Bajaron en silencio por Huérfanos y entraron a una fuente de soda. Su mutismo era parte del encanto. El misterio de lo guardado bajo ese rostro inmutable ya se había convertido en atracción, sobre todo el lento encender de sus cigarrillos, cuya cajetilla ella acarició como si se tratara del coral de una playa caribeña.

La verdad es que el encuentro no era muy distinto de ésos en el café: miradas y sonrisas, una que otra frase relativa al tiempo o bien a algún titular de los diarios. Ella tampoco estaba dispuesta a hacer preguntas, le parecía que estaban de más. Sentirlo a su lado, un hombre casi el doble de su edad, misterioso y seguramente lleno de experiencias, era algo que sobrepasaba sus expectativas. Lo que él le preguntó a continuación era un paso en ese sentido:

"¿No te complica estar con alguien tan mayor...?". Y agregó: "Y desconocido". Sin inmutarse, le contestó que para nada, aparte de que le gustaban los hombres que han recorrido mundo: "Tú has viajado mucho. Se te nota a la legua. Me encanta la gente que viaja...".

"No sé si he viajado tanto. Bueno, algo... Es verdad, pero menos de lo que podrías creer."
"Cuéntame. Dime los lugares donde has estado..."
"Bueno. Argentina, Uruguay, Brasil...''
"¿Nada más? Te apuesto a que conoces Miami, San Francisco..."
"No..."
"¿No?"

El encendió otro cigarrillo y sonrió a manera de explicación. Ella miró la lluvia azotando la vereda y el pequeño contrapié la mantuvo en silencio un par de minutos. Pero Brasil, más que mal, no era poca cosa. O tal vez le estaba mintiendo. Los hombres todos mienten... Esta vez ella se aventuró en algo que no la perturbaba en especial. Más bien lo hizo por mera curiosidad.

"Estuviste casado. ¿Tienes hijos...?"

El miró la lluvia a través del ventanal empavonado por el vapor del local. Afuera los transeúntes iban y venían con la cabeza sumida dentro del cuello, esquivando las pozas. En la vereda del frente la serpentina luminosa del letrero se encendía y apagaba, dejando una estela de brillos sobre el pavimento. Un mundo sin sonidos, lejano, un telón de fondo fragmentado. En el interior de la fuente de soda una televisión encendida concentraba las miradas de los presentes. La teleserie.

"Tengo dos hijos. Tú sabes, me separé. Tal vez te acuerdes. Creo habértelo dicho... Estoy anulado."
"Sí, me acuerdo. Ese día te vestiste de terno..."
El sonrió. Era verdad. No había usado una corbata en mucho tiempo. Ella había recuperado su optimismo y se apresuró a preguntar: "¿Qué haces? Es decir, ¿en qué trabajas? Me comentaste que estabas en exportaciones...".

El humo del cigarrillo se deslizó por la cubierta de la mesa e hizo un giro alrededor de la copa de helados de Maité. Ese era su nombre.

"No. Nada de eso. La verdad es que lo dije por decir algo... Soy detective." Enseguida se corrigió: "Mejor dicho, era. Estoy retirado".

Maité lo miraba sorprendida, jamás lo habría imaginado. De pronto, el mundo de sus sueños quedaba brutalmente en el aire, si bien un leve eco de rascacielos y sonido de sirenas alocadas en una calle neoyorquina dio todavía un par de vueltas por su cabeza.

"Debe ser entretenido ser detective..."

Él sonrió. Tal vez notó que la había desilusionado. Y era tan linda y simpática. Tan inocente. Él necesitaba algo de inocencia. Entonces no quiso prolongar lo que ya la ciudad húmeda y triste al anochecer estaba anunciando, el final de señales equivocadas.

"Vamos. Te voy a dejar...", le dijo poniéndose de pie.

A bordo del taxi viajaron en silencio. Ni una sola palabra. Al llegar frente al edificio de departamentos de un conjunto a espaldas de la Quinta Normal, Maité descendió apresurada. Era obvio que ella esperaba algo más. Tal vez un brazo que atrapara su cintura, una mano que rondara sus senos, una palabra tierna en su cuello... Nada de eso, apenas el sonido amortiguado del humo escurriendo desde sus pulmones. Antes de cerrar la puerta, ella estiró una mano y besó su mejilla. Como despedida le dijo:

"Te veo en el café".

No volvió al café. Estuvo varias veces tentado de hacerlo. Rondó el paseo Huérfanos, llegando hasta asomarse a la esquina de Estado, pero se abstuvo de entrar. Total, qué podía un detective dado de baja por apremios indebidos, y con prontuario de asesino, ofrecerle a una niña que era sólo sueños.

Ella, por su parte, al cabo de tres meses ya lo había olvidado y tenía en sus manos el pasaje para su anhelada estadía en Cancún.

 

 

Café cortado

Las calles de Santiago trazan en Café cortado un laberinto de historias difuminadas que buscan el imán de un narrador. A partir de un confuso tiroteo entre extremistas de izquierda y policías de civil en plena dictadura, una voz anónima y solitaria va dando forma -mientras cae la noche sobre el Parque Forestal- a un personaje singular, un ex detective dado de baja por supuestos apremios ilegítimos y que hoy debe mirar cara a cara a los fantasmas de la soledad, la desilusión y la venganza. Dando curso a relatos concéntricos que expresan otros tantos puntos de vista fatalmente entrelazados. Óscar Bustamante apuesta en estos cuentos (que pueden ser una novela disfrazada) por esa doble cualidad de unidad y dispersión que siempre muestran los hechos narrados

Bajo la máscara de la casualidad, los malentendidos tuercen las verdades posibles y la luz artificial perfila, en una fuente de soda, el desencuentro de improbables amantes. Mientras tanto, por el cielo de Santiago trepa la estrella más bien sucia de aquellos que mancharon sus puños con una sangre que nadie quiere ver.

 

Café Cortado.
(Cuentos)
Ediciones B, Santiago de Chile
Colección Ojo por Ojo
Primera edición, año 2002

 

 

Óscar Bustamante nació en Talca, Chile, en 1941. Tras realizar sus estudios secundarios en Inglaterra y en nuestro país, obtuvo el título de arquitecto en la Universidad Católica, donde fue profesor titular durante cinco años. La novela corta Asesinato en la cancha de afuera (Mosquito, 1991; Sudamericana, 1994) marcó el inicio de una trayectoria literaria que corre paralela a su trabajo como arquitecto. Consagrado como novelista con Recuerdos de un hombre injusto (Grijalbo, 1994), Bustamante ganó en dos ocasiones el Premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura para novela inédita: en 1995 con Explicación de todos mis tropiezos (Sudamericana, 1995) y en 2000 con Una mujer convencional (Sudamericana, 2001). También es autor del volumén de cuentos El día que inauguraron la luz (Sudamericana, 1998).


 

 


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Oscar Bustamante: Café cortado. (Cuentos)
Ediciones B, Santiago de Chile,
Colección Ojo por Ojo.
Primera edición, año 2002.