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Para una lectura de
“El diccionario de las veletas” de Óscar Barrientos Bradasic.

Editorial Cuarto Propio, 132 pps., 2002.



Por Clemente Riedemann.
Punta Arenas, mayo 2003.


Los autores que formaron a mi generación tenían asumida la identidad latinoamericana a la manera de un trance existencial de redención, exento de chauvinismo criollista y más bien centrado en la articulación psicológica y la trama del lenguaje para construir el discurso narrativo.

Así, en relatos como “Diles que no me maten” de Rulfo o “El perseguidor” de Cortázar se yergue una América Latina universal, donde el canon narrativo faulkneriano o malrouxniano aparecido asimilado y a la vez traspasado por el slang de los medios de comunicación modernos, el cine y la radio principalmente, y la experiencia de la crónica periodística, la militancia marxista, la música popular -la canción de protesta social, el rock y el jazz- entre otras fuentes de la siempre contradictoria modernidad latinoamericana.

Toda esta narrativa nos señaló de manera inequívoca la vocación decidida de un continente en marcha hacia la liberación moral y política del poder de los terratenientes decimonónicos y de la burguesía industrial dependiente, instalada en la escena latinoamericana durante la primera mitad del siglo pasado.

Conciencia histórica y conciencia del acto narrativo; racionalización de la tradición y racionalización de la especulación formalista; identificación con el pasado y apertura hacia la postmodernidad; control de la metáfora social y liberación minimalista en la descripción del espacio urbano.

La magnitud y diversificación del proceso de liberación simbólica expresado por esa narrativa encontró atajo con la contrarrevolución capitalista iniciada a comienzo de los años 70, donde el golpe de Estado en Chile es expresión ejemplar de la violencia a la que el gran capital hubo de recurrir para contener el avance democratizador de la sociedad latinoamericana.

La narrativa deviene en gesto estéticamente fallido, agobiada por el dolor, la violencia, la estupidez, el cinismo y la desesperación. La actitud testimonial sustituye a la expansión imaginativa, el imperativo moral se impone por sobre la exploración de nuevas formas de expresión. La narrativa debe prestar servicio en el frente de los derechos humanos y se ve obligada a posponer las tareas de expandir la conciencia individual y social.

La única belleza posible bajo una dictadura consiste en resistirla y preparar las condiciones para liberarse de ella. En ese contexto, los márgenes de flexibilidad son muy estrechos, una atmósfera de desaliento generalizado. La literatura y las artes se parecen a una acción evangélica, destinada a apoyar los fundamentos básicos de la salud mental de la gente antes que explorar nuevos lenguajes.

La narrativa chilena a partir de los años 90, una vez recuperada la porción básica de los derechos civiles, se complace en la descripción de superficies y se entrega a la frivolidad del mercado editorial que opera como una continuidad de la censura bajo otros más sutiles formatos.

Hay una referencia al pasado dictatorial desde la individualidad emocional, pero sin alcanzar el análisis global de la ideología contrarrevolucionaria. Parece ser el momento para la emergencia de la visión femenina de la realidad social. La escritura masculina está bajo los efectos del trauma represivo, para el que busca una salida intelectual que ha tardado demasiado en encontrar.

Ello es más un indicio de la profundidad del daño psicológico ocasionado por la dictadura que un diagnóstico negativo de la creatividad de nuestros narradores. Creo que la gran novela unificadora de la época dictatorial aún no se ha escrito. Lo que hemos hecho son acercamientos graduales y fragmentarios al reconocimiento de nuestros errores y a la identificación de los victimarios.

Hoy, pienso, habremos de trabajar por encontrar el lenguaje que exprese de la manera más drástica el trance existencial del postmodernismo y del nihilismo subyacente a la atmósfera cultural seudo democrática que nos domina. Una primera actitud será resolver nuestra evaluación del pasado autoritario como lo que realmente fue: un tiempo de oscurantismo, de crueldad y estupidez. Y trabajar desde nuestra perspectiva para resolver los temas pendientes en relación con los derechos humanos.

Una segunda cuestión es encarar la crítica cultural del presente con todo nuestro arsenal ético y crítico para denunciar los excesos del neoliberalismo, sobre todo en lo que dice relación con la manipulación del subconsciente colectivo a través de los medios de comunicación, muy especialmente la televisión.

Una tercera cuestión es encarar y resolver una relación con los temas de la historia y la cultura local. Ellos deben formar parte sustantiva de nuestra argumentación narrativa. Universalizar la anécdota del lugar donde vivimos, privilegiarla por sobre la ficción foránea o la imaginería a ultranza, servil a los modelos estéticos neoliberales. Una literatura subversiva con la cultura anglosajona, con la cultura centralista y centralizadora que se nos impone como el camino de desarrollo adecuado para nuestras comunidades.

Por último, se nos exige asertividad con nuestra propia circunstancia vital: económica, social, genérica o sicológica: escribir desde lo que somos y desde lo que estamos, sin ningún tipo de restricciones ideológicas, políticas o materiales. Creo que autores como Oscar Barrientos Bradasic están avanzando en esta dirección y “El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios” es un valioso registro inicial de ese proceso.

Los escenarios de este libro se construyen con la técnica del collage y arquitecturan el estilo barroco contemporáneo canonizado por el postmodernismo. Así, los escenarios de Puerto Peregrino –centro épico de los relatos- pueden ser espacios referenciales de Punta Arenas, pero también de Valdivia o Madrid, o aún otros imaginados por la creatividad a ratos delirante del autor. Esta técnica confía a la metáfora sus opciones de interpretación. En cierto modo dificultará el vínculo afectivo más directo con los lectores locales, aunque conectará a otros, distintos y distantes.

Las historias no se basan en un repertorio historiográfico definido y prefieren instalarse en la difuminación espacio-temporal, a la manera de Kafka o Juan Emar. De allí que la circunstancia narrativa trabaje cerca del mito o la metáfora, o aún la fábula, y a veces peligrosamente cerca de la retórica poética. Este modo elusivo es quizás usado como resorte para alcanzar la transterritorialidad: son historias de cualquier parte, pero también de aquí.

Hijos de una circunstancia espacial definida por fronteras movedizas, los personajes (Aníbal Saratoga, Arístides Mendoza, Erasmo de la Gleba y las mujeres Emilia, Trinidad, Cecilia, Amarilis y Gabriela) devienen en construcciones lingüísticas y mitológicas. Seres fabulosos con pasado incierto y futuro impredecible. Entran y salen de la escena como en los sueños, a veces como en las pesadillas. Su identidad es lo que dicen y lo dicen siempre desde la incertidumbre o el desarraigo. Por una parte sintetizan experiencias existenciales muy amplias; pero por otra no logran definir una psicología particular. Es decir, no parecen interesados en definir su identidad y tienen pocas opciones de incidir sobre el desarrollo de los acontecimientos, a la manera de Mersault el gran extranjero.

El lenguaje de Barrientos Bradasic es culterano, arcaizante, paródico y humorístico. El lenguaje de un intelectual que aborda su trance existencial desde la alquimia literaria y no desde la realidad. Diríamos que se la pone difícil al lector común. La recurrente apelación a modelos prestigiosos como Jarry, Lawrence, Bronte, Valery, Asimov, Proust y Benjamín y otros, nos advierte que estamos frente a un escritor con vasta información literaria, pero, por otra parte, reporta acerca de cierta inseguridad frente a las posibilidades del propio texto.

Se trataría de una experiencia riesgosa para un escritor experimentado. En el caso de Barrientos Bradasic aparece como una exploración en los modelos expresivos por parte de un escritor en trance de búsqueda de su propio lenguaje. Y en este laborioso proceso, el autor demuestra dominio y afecto por el idioma, prolífica imaginería, y una proverbial sensibilidad para el humor absurdo, que es siempre expresión de talento y capacidad crítica.

La obra nos muestra un autor en plena etapa de apropiación de sus mecanismos expresivos. Barrientos Bradasic va en camino de instalarse como referente en el selecto grupo de los narradores magallánicos que han logrado trascender los márgenes de la territorialidad.

 
 

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Por Clemente Riedemann.
Punta Arenas, mayo de 2003.