Presentar “La estrella del mariachi yugoslavo” exige aceptar, desde el primer gesto, que estamos ante una novela que se resiste a los compartimentos estancos. Un libro suele empezar en un punto fijo del mundo. Este, en cambio, comienza en una deriva. No porque la novela carezca de rumbo, sino porque su materia es precisamente el desplazamiento: geográfico, biográfico, imaginario. De Tierra del Fuego hacia sí misma, y de sí misma hacia otra parte que nunca termina de revelarnos. Olegario Zaterlic, doctorando, criptozoólogo, nieto sentimental e ideológico de un partisano yugoslavo militante de Tito y el socialismo autogestionario, conductor de una icónica Westfalia, encarna a un buscador que, sin proponérselo, revela más de los seres humanos que de aquello que busca: críptidos. Vale decir, animales con algo de leviatanes cuya existencia es dudosa. Su disciplina, la criptozoología, que busca criaturas ocultas, signos del mundo que no se dejan domesticar, funciona menos como excentricidad profesional de un protagonista delirante y obstinado, que como un espejo del propio acto de contar. Porque cada críptido, real o imaginado, actúa como una metáfora tenue del deseo humano de encontrar sentido en las sombras, de leer en la naturaleza un manuscrito que siempre se está reescribiendo. En cada expedición, el críptido se hace y se deshace, y aparece un rostro, el bar caminero donde el científico se crio, una estructura de poder corroída, una intuición, una conversación sobre el alineamiento de un equipo de fútbol ideal cuyo delantero es Lenin y el entrenador Antonio Gramsci, la prédica de animales parlantes que son además de híbridos, filósofos, o “el hombre polilla”, un críptido, finalmente, falso, porque resultó ser un noruego en parapente. Entonces pensamos, Zaterlic o Barrientos —o quien sea que se esconda tras el narrador— ¿Le falta una tuerca o le sobra un electroshock? Todas las anteriores porque el humor y el absurdo nos empujan a leer más y porque lo desconocido se manifiesta menos en lo monstruoso y más en el mundo ordinario que insiste en camuflarse de normalidad. La novela avanza, como un policial extravagante e hilarante, mediante pequeñas pistas e iluminaciones. Y aquí Óscar trabaja con un recurso que domina: la acumulación de detalles que, puestos en secuencia, producen una forma silenciosa de significado. No es el énfasis, sino la contigüidad. No la explicación, sino la aparición. No el drama, sino la deriva lenta de un territorio donde lo real y lo improbable conviven sin necesidad de demostración. Tierra del Fuego surge aquí como un espacio que no necesita transformarse en símbolo porque ya lo es todo: borde, refugio, obstinación, espejismo y delirio. El paisaje no acompaña, piensa y Olegario dialoga con él sin darse cuenta. En ese intercambio, la novela construye una cartografía de lo que permanece oculto, como las lealtades heredadas, la identidad migrante, la ciencia convertida en aventura doméstica, la política como teatro menor. Nada se subraya; todo se deja caer con la misma economía verbal con que el narrador se engolosina con la historiografía política para volverla imagen.
Ahora bien, “La estrella del mariachi yugoslavo” es, también, un libro que escucha. Escucha las historias mínimas que conforman un mundo, los rumores que levantan las islas, las despedidas que ocurren en los muelles, los gestos torpes del amor y de la ciencia. Y, al hacerlo, recompone un mapa en el que lo extraordinario no es un suceso, sino una forma de atención. En su estructura, la novela conversa con varias constelaciones narrativas que, aunque diversas, comparten cierta sangre con esta nueva entrega de Óscar. Hablo de la exploración del viaje como dispositivo cognitivo, la irrupción de lo fantástico en territorios periféricos, la convivencia entre humor y desgarro y el retrato de figuras marginales que se mueven en paisajes vastos o inhóspitos. La figura del protagonista que persigue criaturas improbables inscribe el libro en la tradición de las narraciones de búsqueda excéntrica, donde la expedición, lo dijimos, revela menos sobre el objeto y más sobre quien busca. En esto la novela recuerda a Herman Melville, donde las obsesiones marinas funcionan como espejos de la identidad y del extravío; a Marcelo Mellado en el modo en que personajes tropiezan con poderes locales absurdos o autoritarios; W. G. Sebald, por la deriva entre memoria personal, paisaje y perplejidad ante lo real. Pero a diferencia de estos modelos, Barrientos introduce un elemento distintivo: el viaje patagónico como un territorio donde la frontera entre lo real y lo delirante no necesita justificarse. En vez de revelarse como alegoría, el mundo austral aparece como un laboratorio narrativo natural, con su propio orden fantástico. En esta dirección, y a mi modo de ver, el paisaje fueguino no se vuelve símbolo sino energía narrativa: impulsa, distorsiona, sobredimensiona. La geografía es protagonista porque transforma los cuerpos, los oficios, las jerarquías. El viento, por ejemplo, altera la percepción del narrador y el ánimo del antagonista sin necesidad de volverse metáfora. La Patagonia no es un lugar “exótico” ni simbólico, sino un territorio donde lo improbable ocurre por acumulación de realidades, no por ruptura fantástica. En esta singularidad, el libro oscila entre humor, horror, realismo impuro y lirismo, pero sin mostrar sus costuras. Todo convive en un mismo registro fluido, una peculiaridad estilística difícil de encontrar en tradiciones literarias más “acomodadas” en nuestro país. En fin. Creo que estamos ante una novela que se ríe donde otros gimotean, que describe el paisaje sin querer venderlo, que observa el poder sin reverencias. Y, sobre todo, una novela que confirma que el humor no es evasión, sino otra forma (la más honesta a veces) de mirar la catástrofe cotidiana del ser humano al sur del mundo.