“La infancia pobre, desdichada e ignorada por quienes debieron ser contención y cuidado, el espacio de la tristeza y el desamparo, existe en el imaginario literario gracias a autores como Gallardo que dejan a un lado principitos y papeluchos y miran a la niñez como lo que es, un espacio en donde el espanto puede ser más profundo y triste, que el caer
desde el acantilado del jardín de la infancia”.
Inicio la lectura con una pregunta: ¿por qué las gaviotas? Quizás no hay aves mas resilientes que estas criaturas del mar y de los ríos, cuyos graznidos y vuelos aún se pueden escuchar en el mismo Mapocho.
¿Qué es lo que representa una gaviota? Hay una necesidad de viento, de mar vivo, pleno de alimento y ferocidad, de belleza, el hablante dice:
“(…) creí que el viento era verde porque parecía agua, las gaviotas anidaban en los huecos.” (p. 9)
Aquel viento que sostiene por un instante el imaginario del suicida o del que ha querido serlo, ese el mismo espacio que las gaviotas recorren y hacen suyo. El viento que anima y da vida, que transporta, eleva y otorga la gracia de ser parte de lo aéreo a las gaviotas, es para quien cae, la caricia final de un mundo hostil.
“Abro los brazos al viento antes de caer y morir estrellada en las rocas.” (p. 9)
El texto de Gallardo es una meta historia, sigue explorando el tema de la muerte como en sus textos previos, y en este caso elige de protagonista a una mujer, tal como en el texto de la desaparecida, pero en Zorda recorre el desarrollo vital de esta desde el regazo mismo de una madre que no es tal, Ana, su desaparecida. Es este cuerpo de mujer el que pierde tras el oleaje.

Octavio Gallardo
Al abrir el libro con la muerte, el autor sigue la tradición de García Márquez, en Crónica de una muerte anunciada (1981), sólo que en este caso es la propia voz de la protagonista la que describe y comprende su muerte, ya sea esta física o meramente simbólica. En el texto de Gallardo, no hay drama, la muerte se recibe como la caricia del viento y, por tanto, la idea de que fuese sólo una muerte simbólica adquiere fuerza para esta lectora, que observa con la distancia de quien ha creído morir, como el cuerpo de la protagonista se funde con un mar-testigo. Asimismo, viene a mi mente el poema del autor, “Ser”, de su poemario Octubre (2004, p. 25):
Los enigmas son suficientes
-por esta vez- ahora que el misterio yace sobre mi mesa
Y escurre como el agua
La narradora, voz de un cuerpo que fue mujer, vive bajo el influjo del mar, gaviotas, caracolas, la muerte común a todo ser vivo que es limpiada por las olas, nunca hay sangre, sólo agua y su marea. Mar como comezón, como alergia temprana, como aroma. El viento en cambio es vida, semilla que cae, cual contrabando aéreo a un jardín improvisado, semillas de ultramar, atraídas por el viento desde los barcos, semillas que resistieron la marea, el trajín diario de marinos, la espera, y que se asentaron incólumes, en el jardín, el reino de la hipoacusia.
Puedo ver el mar en los textos, a la infancia primera, a la madre Ana, ojos azules que no eran los propios, y el configurarse a través de la sordera, del caminar inseguro de quienes tienen el mar dentro de sus oídos, el daño irremediable, y el tomar la mano amada en gesto de paz.
No es pues mera historia inscrita en los textos de la memoria, la ficción es espejo de la realidad, donde la madre que se recuerda “tenía la intensidad del vuelo de un pájaro” madre que finalmente se pierde en ese juego perverso de los adultos en que la madre Ana debe “devolver” a la hija, como si fuese algo prestado, hija con tratamiento de cosa, objeto que puede darse y devolverse, rotos los oídos y los corazones. El lector observa entonces como hay resistencia respecto de la relación forzada de una madre de reemplazo con una hija que no la mira como tal. Sonia Montesinos revela algo de esta profunda huella que deja la maternidad huacha, ausente padre, en la infancia y como esta madre, María, recobra a la hija donada, se lanza a las aguas recuperando a la hija que ha abandonado, el lamento de la llorona a la que alude Montecino, también surge en este texto:
El mito de “La Llorona” narra una situación histórica común en América Latina, como fue la relación entre la indígena y el hombre español, habla de esa mujer y de sus contradicciones: ella no rechaza al blanco, mas al ser abandonada, repudia al hijo bastardo “… pero ya es demasiado tarde y el mestizo nace en medio de ese profundo desgarramiento y así es lanzado a la historia. La india es el instrumento del mestizaje y sola, levanta a sus hijos” [La] mujer sola -junto al vástago huérfano de padre y de legitimidad-, aquella que ante el grito de “¡Ay madre… ay madre…” recupera una identidad y una “humanidad”, será la gran figura de nuestra memoria colectiva. (Montecino, Sonia. Ed. Catalonia. Santiago. 2007. p. 49)
De este modo María, la madre que llora por recuperar a su hija es percibida por la hija como una extraña, pero la madre “forzada” no lo es tal para María, quien reivindica el hecho de haber sentido a la hija “en su vientre de todas las formas posibles. Su vocación de madre estaba enajenada por mí, yo era su sortija de amor con la vida.” (p. 18)
Por otro lado, Ana, la madre desaparecida, permanece en silencio, y la hija la percibe ya silenciada: “No sé si su silencio fue una disculpa, o es que no la escuché, o no completé las palabras porque no miré su boca cuando las dijo”. (p. 16)
Hay de esta forma en el texto un adiós a la infancia, la que muere lanzada desde aquel rincón del jardín, viendo el único mar donde fue dichosa, los abandonos múltiples, el de María al dejarla donde Ana, el de Ana, al devolverla a María, el de Claudia, el amor perdido, todo la lleva a su propia desaparición, en aquel lugar donde el viento se encuentra pleno de semillas. Santiago se vislumbra un espacio ajeno, un lugar para no recordar el paso de la infancia a la adolescencia, años perdidos en medio del extrañamiento de la niña despojada de su madre, de modo que no hay más que: “las hojas caídas en la tosquedad de la vereda. Las hojas muertas, cafés, amarillas-verde”. (p. 1)
Surge un croquis vital, cierta necesidad de dar cuenta del transcurso de los días o de los años, croquis que se desvanece en la interposición de otras voces, la de María, por ejemplo, voz que requiere explicar, dar cuenta del abandono de la hija, de la recuperación, incluso de la desaparición -forzada- de la madre Ana.
La voz “desaparecida” suena y resuena en el texto, la visión fragmentaria de la memoria, los indicios del amor y del deseo, la confusión erótica y sensual, la desaparición de Ana, la huida, los golpes y el golpe, el desesperado transcurrir de las clases populares en un mundo que prefiere ignorar su hambre, y en medio de todo eso, una niña sorda que desea volver al abrazo materno de Ana, su madre desaparecida. En este libro hay pérdida, caída, reencuentro. La muerte en el precipicio inicial no es más que el reconocimiento filial de la perdida, de la desaparición definitiva de la madre, de las caricias maternas, madre que vio morir lejana, alterada, como una avispa.
No puedo dejar de señalar que en esta obra aparece patente esa costumbre velada de regalar un hijo o hija a otro, los motivos siempre múltiples, a veces, la inminencia del embarazo adolescente, a veces la multitud de hijos que no se pueden criar de buena manera, a veces el ruego del otro, de la otra, que no puede tener hijos propios, cualquiera que fuese el motivo, hay una necesidad de expiación de quien regala, de justificación de quien recibe, y en esos motivos, siempre se encuentra ausente la voluntad del niño-niña regalado. Aquel hecho de dar, prestar, dejar en casa de, al hijo-hija que no se quiere o puede mantener, fue una forma en que las familias resolvían el tema de la crianza, puedo en mi propio universo interaccional pensar en al menos tres casos cercanos, cuestión relacionada pero diversa al tema del huacherío, en este caso, la madre es quien entrega, sin más obligación que la voluntad de hacerlo, sin cambios de apellidos, sin reconocimiento, sin embargo, el texto manifiesta quizás la más cruda de las situaciones, la recuperación del hijo-hija a ruego de la madre. Es este instante donde el adulto-centrismo cobra mayor relevancia, no se vislumbran las necesidades y deseos del niño-niña, más bien, este se ignora, cosifica, pierde su derecho a ser oído, es silenciado, Zorda quizás es el nombre más adecuado para este evento fundamental en que la infancia es sometida e ignorada, Zorda quien no escucha, pero tampoco es escuchada. Esta historia, es reflejo de una realidad social que existe y que muestra como aún se sufren las consecuencias de esa inconmensurable sordera de la adultez. Zorda se constituye entonces en un documento de importancia histórica y social, consecuencia quizás no esperada por el autor, quien para esta lectora, se acerca a otras escrituras del margen: a El mundo herido, de Méndez Carrasco, o El río, de Gómez Morel, como sea, la infancia pobre, desdichada e ignorada por quienes debieron ser contención y cuidado, el espacio de la tristeza y el desamparo, existe en el imaginario literario gracias a autores como Gallardo que dejan a un lado principitos y papeluchos y miran a la niñez como lo que es, un espacio en donde el espanto puede ser más profundo y triste, que el caer desde el acantilado del jardín de la infancia.

