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Óscar Hahn: El fabricante de caleidoscopios
"La suprema soledad", Óscar Hahn. MAGO Editores, 2012.

Por Iván Quezada

 

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Más que ningún otro pueblo, los alemanes trajeron a América sus oficios: los cerrajeros le pusieron sus nombres a sus cerraduras, los relojeros a sus máquinas y los fabricantes de ascensores a sus vehículos verticales. Los germanos que llegaron a Chile eran pobres, pero luego salieron adelante con sus colchones y supermercados, en la academia o en la medicina. No me cuesta imaginarme a un alemán, de apellido Hahn, que a fines del siglo XIX recorriese las calles del país vendiendo caleidoscopios, construidos con sus propias manos.

En efecto, nuestro poeta Óscar Hahn reemplazó las cuentas de colores por las palabras, pero siguió proyectándolas a través del cilindro de su oficio poético. Los materiales de sus colores son los sueños o las pesadillas, los clásicos y los modernos, las profecías originadas en un pasado remoto... Sus predicciones, apocalípticas casi siempre, son constataciones de civilizaciones que se autodestruyeron con bombas atómicas. ¿La esperanza del poeta es evitar lo inevitable?... Me acuerdo de una reflexión de Francis Scott Fitzgerald sobre las heridas en los sentimientos: decía que nunca se curan y que la gente se acostumbre a ellas, yendo adelante hacia ningún lugar, que es la muerte. Podríamos afirmar que nuestra época se habituó ya al trauma del armamento nuclear y de los terribles experimentos de Hiroshima y Nagasaki, detonados por la civilización “del amor” del cristianismo. Pero, afortunadamente, un escritor como Hahn nos recuerda que esas heridas estarán abiertas para siempre.

Sin embargo, y cualquier lector puede verlo en su nuevo libro La suprema soledad, nuestro autor no enfrenta a la muerte con amargura o como un oscuro designio. A menudo la trata con ironía y la individualiza, no con la forma convencional de una calavera, sino como el recuerdo de alguien que se conoció en el pasado y yacía en el olvido. Puede ser un amigo o un enemigo, pero el encuentro siempre es solitario. Le sorprende, eso sí, la urgencia del poder por destruir a la masa. Pone el caso en una dimensión cósmica y entonces nada parece demasiado importante... Hasta que su conciencia humanista se rebela y, aún a pesar de lo ínfimo de la experiencia humana, la reviste de valores trascendentes.     

Con esto queda en evidencia la humildad del poeta, quien no pretende un destino superior al de sus congéneres. Sus versos no conllevan una explicación o credo, sino casi siempre un lamento en tono menor, como una melodía que se escucha a lo lejos, como el viento que en el cielo de la noche gira y canta. Las imágenes que se desplazan en sus poemas y meditaciones inducen a un agnosticismo triste aunque amable. Se dice que un agnóstico no tiene nada que discutir con un creyente o un ateo, y es verdad. Pero puede levantar una verdad poética, que no requiere de la ciencia o de la teología para demostrar su belleza. La muerte, en los textos de Hahn, se escabulle entre los dedos como en un reloj de arena.

Entonces, en la mixtura dentro del cilindro, su lenguaje puede ser prosaico como en una novela epistolar, o rítmico como en soneto de la Edad de Oro. O, incluso, de ambas maneras simultáneamente. Este prodigio es «espontáneo» en sus poemas más elaborados, demostrando una vez más que la paradoja en uno de los instrumentos principales del pensamiento. Me imagino declarándole mi amor o desamor a una mujer con catorce versos de once sílabas y sin ninguna afectación. Esta capacidad coloquial en la poesía de Hahn es una de sus virtudes más entrañables. A la par con los grandes poetas chilenos, léase Neruda, Teillier o Barquero, sus versos buscan el diálogo con el hombre sencillo y a su misma altura, o bien ambos, poeta y hombre, cayéndose del andamio.

Asimismo, como lo deja entrever en la dedicatoria del libro Apariciones profanas, valora el legado de Raymond Carver, poeta norteamericano que, a su vez, le rindió tributo a Neruda. Veo a Hahn como un puente entre las poesías de ambas Américas, la del Norte y la del Sur, pero siempre desde la perspectiva de su pertenencia a Chile y a nuestro castellano mestizo. Lo cual se hace patente en su inspiración melancólica, aunque a veces la alterna con variaciones jazzísticas. Así como en ocasiones aflora la conciencia apagada de la clase trabajadora simbolizada por Carver, paralelamente uno se encuentra con cuecas de sonidos altisonantes y pícaros. Quizás, a estas alturas, sea superfluo subrayar la importancia de la música en su escritura. Pero insistiré en que, por estos días, me ha resultado un placer releerla escuchando canciones de distintos géneros y a diferentes volúmenes. Especialmente de noche, si bien sus poemas pueden ser leídos en el Metro y luego verificarse sus efectos en las personas que nos rodean.

Algo que siempre me sorprendió en Hahn es su retórica casi invisible, poco común en autores con una formación académica tan vasta como la suya. Nunca hay un alarde de erudición, aún cuando cita a algún clásico desconocido para el vulgo. Si en Chile no hubiese habido un quiebre histórico en 1973, quizás Hahn nunca se hubiera ido del país y se hubiere dedicado exclusivamente a la literatura. Pero eso sería un mundo ideal y no se necesita un golpe de Estado para demostrarnos que nunca habrá uno así. Es más conveniente y convincente reafirmar los hechos tal cual ocurrieron: cada uno de sus poemas corresponden a su derrotero existencialista, nada fue escrito en una torre de cristal y, por tanto, nos corresponde leerlos con una intensa conciencia.

Al releer el párrafo anterior, me asombra el acento realista de mis frases, cuando muchas de sus composiciones se internan en la ficción o la fábula. En particular, tratándose de la muerte, algo de lo cual no existe ningún testimonio fiable. La aceptación de esta «condena sin culpa»tal vez es más apacible traduciéndola a una fantasía o a un diálogo entre personajes míticos. Entonces es un juego cultural, como una ronda infantil. La inteligencia nos da alas antes de arrojarnos al abismo. Incluso esta imagen es un divertimento...

Jorge Teillier sintetizó este empeño por decir la última palabra con el verso: «Respiramos y dejamos de respirar». Es todo lo que sabemos sobre la muerte. Quizás el mismo poeta de Lautaro concibió los más bellos poemas en el instante de fallecer... pero nunca los sabremos. Mientras tanto, confiemos en su anticipación y en la del propio Óscar Hahn. La intuición valoriza las combinaciones en su teatro de sombras, aunque para nuestro autor se trate de certezas. Hay algo cierto cuando leemos: «No tienen ojos pero pueden ver / eso que solamente pueden ver los muertos // No tienen oídos, pero atentos oyen / la música sin fin del universo». La cadencia es reveladora de un mundo paralelo, de una otredad a la que también pertenece nuestra psiquis, pero instintivamente o a través del inconsciente. Es como si toda la historia del universo ya hubiese sucedido y ahora la estuviéramos recordando.

Si esto fuera verdad, la muerte tendría ojos y oídos y sería una suprema soledad entre muchos ecos en el infinito. En serio, aventurarse en este nuevo libro de Hahn es como visitar un planetario y recalar en la infancia otra vez.



 

 

 

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