¿Qué locura se apoderó de mí?
Piensa Petra Ersdotter, como un grito silencioso, cuando recibe su guagua recién nacida:
¿Por qué desee con tantas ganas tener esta guagua?
La pregunta taladraba mi mente mientras sostenía a mi pequeña, un diminuto bulto de vida y misterio entre mis brazos temblorosos. La sala de partos, apenas unos minutos antes un torbellino de dolor y pujo, ahora se sentía extrañamente silenciosa, como si el universo entero contuviera el aliento.
Antes de venir a Chile nunca pensé en tener una hija.
Con mi hermana Anna, y como muchas amigas mías, allá en la tranquila y liberal Höör de Suecia, las nuevas generaciones de mujeres renegamos de la maternidad. Nadie podía criticarnos. Éramos felices y éramos populares. Teníamos racionados los placeres. Eran un juego. Nos divertíamos. Íbamos vestidas a la moda, a veces teatrales, a veces estrafalarias y llenas de color en el verano. Paladear vinos, bailar, follar después.
Llenaba mi tiempo libre, pero no mi corazón.
¿Tener hijos? No. No estaba de moda.
Con mi hermana Anna veíamos la maternidad como algo lejana. No era para nosotras.
Pero los hechos se precipitaron, se revolcaron en un remolino interminable de acontecimientos.
Vine a visitar a mi hermana Anna a Chile. Fue una alegría verla.
Pero después que celebramos el año nuevo en Valparaíso, el estallido de fuegos artificiales sobre el Pacífico aún resonaba en mis oídos cuando la noticia me golpeó como un rayo: mi hermana Anna apareció muerta en la playa Las Torpederas. La habían trozado, le había cortado la piel…
¡Qué tristeza!
Me contaron que su muerte se debía a viejas conspiraciones que yo no alcanzaba a comprender.
¿Qué mundo es este?
En medio de la tristeza del luto y la confusión estaba Miguel Emebé, el detective que me consoló.
Tan bien me confortó que perdí la cabeza por Miguel.
Necesitaba a alguien a quien amar.
Sí, necesitaba a alguien a quien amar, a quien aferrarme en ese abismo de sinrazón.
Nunca, nunca me había sucedido que perdiera el control emocional.
¡Oh, cómo me cogía!
Miguel amaba como nadie.
¡Me volví loca en esas noches porteñas de delirio con Miguel!
Era mío.
Como una adicta, yo siempre quería más.
Era un fuego que devoraba mi sensatez.
Pensé que era lo más asombroso que me había ocurrido en mi vida, el bálsamo perfecto para mis heridas.
Luego, como una sombra que se alarga, aparecieron los celos, como algo irracional, feroz.
Y no quise perderlo. La idea de perderlo era un tormento insoportable. Y fue en esa desesperación, en ese miedo atávico a la soledad, donde brotó el deseo incomprensible. El deseo de ser madre.
Fue la suma. Surgió el deseo incomprensible de ser madre.
Quería tener una hija de Miguel.
Quería hacerlo con todas mis ganas.
Y ahora, aquí está.
Una niña hermosa en mis brazos. Un ser perfecto, nacido de una decisión impulsiva, de una necesidad desesperada por aferrarme a algo, a alguien. El nacimiento, un milagro esperado con una alegría tan contradictoria.
Y ahora, ¿qué hago con una niña hermosa en mis brazos aquí en Valparaíso?
¿Qué hago en Valparaíso?
El nacimiento de mi bebé sanita, es algo que esperé con alegría.
Pero ¿qué hago en Valparaíso?
Eso es algo que me está rompiendo el corazón.
¿Qué hace una sueca como yo, de 28 años de edad, en Valparaíso con una guagua en mis brazos? ¿Qué hago yo, una sueca de veintiocho años, desarraigada y rota, con un bebé en sus brazos en esta ciudad caótica, bañada por el mismo mar que se llevó a mi hermana?
Un velo de lágrimas cubre mis ojos.
No sé, no sé qué me pasa.
No quiero llorar, pero lloro. No quería llorar. Había jurado no derramar más lágrimas. Pero las lágrimas, traicioneras y obstinadas, saladas y amargas, caen por mis mejillas.