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Juan Forch, Hernán Castellano G. y Patricio Jara


Somos todos chulos


por Omar Pérez


Publicado en Utopista Pragmático enero-febrero 2004



 

En la literatura actual se cuelan personajes chilenos clasemedieros -como la mayoría del país- nacidos San Miguel, Ñuñoa, Recoleta, La Florida o Antofagasta y no en La Dehesa.

Hernán Castellano Girón (n. 1937) en su novela Calducho o la serpiente de la calle Ahumada (1998) nos lleva a un mundillo de encanto y de ilusión de un niño soñador y palomilla, sociable y curioso, llamado Hernán Castellano, (o sea, él mismo) y sus historietas de infancia a mitad de siglo en una urbe mesocrática (una clase media-media que era, o creía ser, testa del país). Las aventuras se inician en su casa de Ñuñoa, donde lo central era la radio y su serie El Siniestro Doctor Mortis de Juan Marino. O donde, de pronto, corrían frente a su casa, para su delirio, vacas desbocadas. A ese hogar llega Rosa Millatún, la empleada, y el Pollo Castellano (su alias del liceo) descubrirá el sexo embrujante en la cocina del hogar. (Ahí sí que no me toque (...) Déjeme que te la toque un poquito no más (...) bueno, pero un ratito cortito). La novela continúa en un Instituto Nacional de patios vigilados por el simbólico inspector führer. El escolar patiperro y pajero, un antihéroe, cimarrea por las calles y cines de una metrópolis amable: el barrio Brasil, la Quinta Normal o el Zoológico. El fabulador recrea leyendas urbanas (¿perdidas?), usando fotos, dibujos, cantos, chistes, dichos y refranes, memorias y crónicas y le da un sello y, también, una poética, a los recuerdos del Pollo.

La novela, situada en la picaresca americana, tiene algo de un Henry Miller angelical, del humor de Bryce Echenique y de Cabrera Infante de La Habana para un Infante difunto. A veces Hernán Castellano abusa de los retratos detenidos, mas su obra tiene un humor y un experimento insólito de una búsqueda muy auténtica y esencial.


Juan Forch (n. 1948) en su novela El campeón (2002) está a la era de la desilusión, los años 90. Es un día en la vida de El Campeón, un gerente yuppie de 35 años, ávido trepador, de autos caros, ropa de marca y una novia, la fina Colorina (una doctora que creció en calle Alcántara - todo un status la calle Alcántara) una damisela que tira como las diosas. El new rich, fans de Madonna y Björk, tiene doble vida: nació en San Miguel (San Miguel, se entiende, es el cliché literario de una comuna popular, izquierdista y combativa), fue educado en la esfumada Alemania comunista, (un ente llamado RDA) y es hijo de un profe comunista que estuvo preso en Chacabuco. Con un hermano que hace filantropía en un hogar de menores. O sea, un currículo como el ajo para un gerente chileno standard. El Campeón es un prototipo del gerente sin historia, o de inventado pedegrí que surfea entre empresarios de rúbrica pinochetista. Pero se le nota lo chulo. Le roe la rata pues, en el fondo, él sabe bien que nunca somos lo que tenemos. Hasta que, esa noche, su pasado -glacial y filoso, su cruel miseria- se desnuda.

El libro le lleva un tonito coloquial: descaro en el habla, charlas mordaces, despacho rápido y enfático de dudas profundas con un género que viaja desde la comedia al melodrama.

El Campeón es una novela política: el gerente vergonzante justifica todo el día su acomodo al discurso vigente. Y, en última instancia, al explicar las traiciones -una madre destruida- el malo es el padre del Campeón, el viejo comunista.

Caramba, caramba, carambón: el humillado y el golpeado, el encarcelado y exiliado, es el responsable del caradurismo del Campeón. Pues, debo decirlo, El Campeón es también el molde fiel del pelotudo. En fin. Hay una tradición literaria de matar al padre. Esto es, en cambio, hueviar al padre. El padre (el único personaje con identidad, sin atriciones ni cargos de culpa) es el malo de la película. Por eso es un melodrama político de baja intensidad. El poder que violó mujeres y metió ratas vivas en las vaginas no es culpable, ni siquiera ha sido juzgado. Al igual que el dictador real, en esta novela el poder es absuelto por loco. Dentro de lo posible.


Patricio Jara (n. 1974) ha escrito una novela sobre la fundación, El sangrador (2002). Al pueblo boliviano de Elvira llegan dos dentistas jóvenes y Apolonio Mancuso, el viejo flebótomo, 62 años, queda cesante. Mancuso no tira la toalla y, positivista, encantado con su oficio, ante la competencia, confiado en sus fuerzas, decide darle valor agregado a su servicio y construye un taladro dental, para componer muelas y no sacarlas. Pero, en Elvira, nadie le cree. (Yo habría hecho lo mismo, qué dolor). Ante el desaire, toma sus pilchas y emigra al sur.

En 1872 llega a Antofagasta boliviana con su taladro embalado. Allí recibió el portazo de la soberbia médica y del público. Pero, inicia una campaña de marketing, asesorado por el imprentero y publicista, Gregorio Poncini, asaz anarquista, se entenderá. Así el dentista logró pacientes y una cierta gloria. Mas, sin desearlo, se ve envuelto en una asonada de montoneros que desean derrocar al gobierno y surgen malentendidos políticos por la uña encarnada de un milico. (Los milicos -como las mujeres- repugnan la ambigüedad). Apolonio es un dentista digno y no se deja ningunear.

Ha envejecido con cierto decoro, sabe estar solo, trabaja en lo que le gusta, orgulloso de su servicio y de la gracia de dar bienestar. Novela soft, escrita en tono bajo, sin aspavientos ni desmedidas exageraciones. El joven Patricio Jara elude el realismo mágico de Macondo y también el manierismo de Mcondo, con un estilo asociado a la nueva usanza de fábulas históricas, como las del argentino Federico Andahazi. Cerca del naturalismo costumbrista, tipo de novela decimonónica, lineal, sin fragmentación ni variación del punto de vista.

Tres personajes del pueblo, (lo que ahora se llama gente), chulos de nuestra identidad. Somos todos chulos.




 

 

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En Utopista pragmático
enero febrero de 2004.