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LOS PENITENTES


Omar Requena


"El alma es la parte más fatigada del cuerpo"
(Paul Bowles)

 

I

Ignacio, luego de encender el cigarrillo respectivo y vigilar que el vaso frente a él permanezca lleno de ron y coca cola, se arrellana entre los brazos de la ruidosa poltrona de semicuero café que resopla y cruje a pesar del menguado peso que abandonan sobre su vientre, esos huesos melancólicos.

Frente al madrileño, Thaís deja salir bocanadas de silencio. Siente como el sueño y el cansancio se agitan dentro de ella. Una lucha torpe que no decide nada. Mejor, lo menos que desea a estas alturas es dormir, y menos con Ignacio allí, tumbado, los huesudos pies embutidos en sus viejos mocasines italianos, moviéndose inquietos, como pensando. Tal vez queriendo huir y dejar atrás el magro cuerpo que les ha tocado en suerte. El calor, por su parte, hace de las suyas abrillantando sus rostros con gruesas gotas de sudor que secan con pañuelos ya sucios y húmedos.

Tres de la mañana. El disco de Georges Moustaki, termina de sonar por la cara "A" y, abruptamente, el bracito mecánico levanta su aguja y regresa para comenzar nuevamente.

Solo cuando salta el chisporroteo de la estática, a través de las cornetas, notan que todo ha vuelto al inicio.

- Joder, como adoro ese ruidito -dice Ignacio.
- Todavía no me has contado nada -le reprocha Thaís, mirándose en el fondo de su trago. -Y eso que, según tu, hay al menos un mínimo de confianza.
Pero el madrileño no la escucha:
-… es parecido a cuando se desdobla una hoja de papel cebolla. Son magnificas para dibujar, para calcar cuando no se tiene demasiado talento. La estática de un acetato es un ruido metafísico… yo diría que, congela el tiempo en un lugar determinado. Lo hace flotar sobre nosotros. Al contrario de los reproductores de CD que son veloces y fríos, casi se conducen solos. No nos necesitan.
- Bah… pero el sonido es inmejorable - responde Thaís.
- Puede ser, puede ser… Yo he oído long play en perfectas condiciones, que suenan cojonudamente. Tanto, como un aparatito de esos que ni siquiera pesan lo suficiente como para ser tomados en serio.
- Eres un anticuado - dice Thaís - y además estas algo borracho. Pero no importa, me agrada. Hacía mucho que no bebía ron, con lo que me gustan las cuba libre. ¿Por cierto… donde está Fermincito? El es quien me los ha servido, y la verdad que los prepara riquísimos. Debe haberse dormido.
- Ese tío no se anda con melindres, a la hora de echarse a sobar. ¡Joder! Es como si le hubieran hecho sus padres, con el sueño acumulado de una semana…
- Pobrecito, estará cansado. Me dijo que madrugó, porque necesitaba hacer unas diligencias en Caracas con urgencia, para después regresar y preparar la reunión.
- Hombre, yo tengo dos noches sin dormir, y aquí me ves - suelta Ignacio - dándole al palique, y bebiendo más ron que Hemingway.

En eso, por entre los barrotes de la reja, asoma la sinuosa figura de un gato. Con paso elástico se acerca al madrileño, frotando su cabecita bicolor contra el pantalón del hombre, quien sin pensarlo abandona por momentos el dedo incendiado de su cigarro, y acaricia un lomo arqueado y suave que ronronea de gusto al ser correspondido en sus muestras de afecto. Thaís mira la escena complacida, entrecerrando los ojos, con el ceño hermosamente arrugado (un gesto muy suyo) El gato de pronto maúlla lastimeramente, Ignacio entiende la actitud del animalito y toma de la mesa una lonja de jamón, que el felino primero olisquea y después atrapa con sus patas delanteras, para salir corriendo a devorar su premio en algún rincón, bien escondido de miradas humanas. El madrileño limpia sus dedos con una servilleta, mira hacia Thaís, y dice:
- Se parecen tanto a nosotros… Cortázar hasta les dedicó cuentos enteros.
- Tenía un vinculo muy especial con ellos - agrega Thaís - Hay una foto de él conversándole a su gato, y casi me atrevo a decir que los unía una especie de comunicación telepática. Impresionante.

Una ligera brisa, casi inocente, entra por la puerta abierta, en compensación al denso calor de la salita. Ignacio se levanta con velocidad suficiente para despistar a la ruidosa poltrona, quien se queja demasiado tarde. Solicita el vaso a Thaís para servir dos tragos más en la cocina. Y pensar. ¿En qué? Se esfuerza por definir mentalmente un estado de ánimo, o al menos fijar imágenes que resultan demasiado volátiles, torpemente imprecisas. ¿Dolorosas? Tal vez. O si, coño. Dolorosas, imprecisas, volátiles. Eso. Y apelmazadas, entremezcladas, sucias. Avasallantes también.

II

La noche de fin de año en el centro del de Ocumare, es como cualquier noche de fin de año en provincia: calurosa, salpicada de gente y ruidos de todo tipo. Violenta. Elsa se arropaba con la música en mitad de la pista de baile. Cerraba los ojos y movía sus voluptuosas caderas exageradamente. Abandonada. Desde la mesa, Noris y Michelle, mareadas por el whisky, aplaudían y silbaban. Yo, permanecía en silencio, molesto por estar bebiéndome el orine del diablo, solo por complacer a Noris de abandonar mi entrañable ron, una noche al menos. Pero ya estaba hasta los cojones, y me cambiaría junto a mi cuba libre, a la menor oportunidad.

De la calle venían más y más personas. Casi todos de piel oscura, morenos como uvas. Joder, que no había visto tanta gente de color reunida en un solo lugar. De Ocumare, quiero decir. Pasaban junto a nosotros, dirigiendo codiciosas miradas a Michelle y a Elsa. La primera con una falda cortísima que dejaba al descubierto buena parte de sus muslos estupendos; la segunda con un pantalón muy ajustado y brillante, que resaltaba la vertiginosa curva de sus caderas. Eso, aunado a su estatura y bonito rostro hacían de ella el ejemplar más apetecible de las tres. Una tía guapa la Elsa, a pesar de su edad. O quizás por eso. De Noris, mi mujer (vivo con ella desde hace cinco meses), prefiero no decir mucho. Es enjuta, de caderas esmirriadas, y manos huesudas. En un principio me gustó su cabello, muy negro y largo al que gustaba de enroscar en mi sexo para mordisquearlo en nuestros juegos. Hace la tira de tiempo que no lo hace ya. Desde que vive conmigo ha cambiado muchísimo, se le ha metido en la cabeza la idea de adecentarse y ser una señora de su casa, y no "la putilla, loca por follar" con quien me empaté una vez. Odia mis papeles y mis libros, solo con la misma fuerza con que adoro yo a sus gatos. Tiene dos hijas de un primer matrimonio, dos jóvenes monstruos que algún día serán iguales a ella, cabello azabache incluido. Joder.

Elsa, estaba cada vez más frenética. Se bebía los whiskys como si de vasos de agua se trataran, y en lugar de la pista de baile, se moviera bajo el quemante sol de Nairobi, en pleno mediodía. Decía que se hallaba liberada de su castradora familia. No especificó, pero todos lo sabíamos: sus hijos, consentidos y rebeldes. Su madre, que después de cuarenta años la controlaba por teléfono, y le exigía explicaciones por cualquier "travesura". Su padre era un médico alto y circunspecto que la trataba como a una gilipollas, y en el mejor de los casos, era parco y distante. No pudo estudiar mucho, ni leer mucho. Solo debía ser linda y complaciente y reservada. Y prejuiciosa. Lo suficiente como para no ceder a las "tentaciones" de un pueblo como éste. Una reprimida, vamos.

Elsa era inteligente a su pesar, encantadora y bella a su pesar. ¡Qué familias de mierda hay por estos lados, coño!

Un moreno alto se acercó a la mesa y, con escandalosa desfachatez se llevó a Michelle a bailar. Elsa también se levantó tras ellos, era imposible mantenerla diez minutos seguidos con nosotros. Quise tomarla del brazo, pero Noris me lo impidió. "Déjala que disfrute", decía. Parecía contenta con el derrape de Elsa. Incluso, le servía los tragos más fuertes que al resto del grupo. Luego de unos minutos, quiso que bailáramos, y me negué. Odio bailar. Odio todo en estos días estúpidos. Noris me miró entonces con el verdadero sentimiento que nos unía en esas fechas: el desprecio. Miento si no digo que me sentí aliviado. Por ella y por mí.

¿Cómo sucedió? A ver, fue más o menos así. Recuerdo que se había formado un círculo de personas bailando, dos o tres horas después de medianoche. Que Elsa era el centro del círculo y bailaba acariciando sus pechos, restregando sus caderas contra todos los cuerpos que la buscaban. Era deseada y manoseada. Un breve lapso en que me hundí en mí mismo, cerrando los ojos y, al abrirlos, estalló una algarabía burlona: era Elsa, tumbada bocabajo en medio de la pista, con una expresión, no sé si de miedo o sorpresa. Puede que ambas cosas a la vez. Junto a ella, una muchacha le gritaba y escupía, furiosa. Ya dije que la Elsa es una tía enorme. Como pudo se levantó y golpeó a la muchacha (morena) en la mandíbula, con tal fuerza que, esta vez la derribada fue aquélla. Se armó un lío de los cojones. Llovían golpes, botellazos, insultos. Escapamos a toda prisa, pues los morenos nos perseguían con intenciones de matarnos. Por suerte, la casa de Elsa (del papá de Elsa, el médico de la mierda) quedaba a pocos metros del Toronquey. Sujetaba a la vociferante Elsa con un brazo y a Noris con el otro, corriendo lo mejor que podía. Vamos, que yo no estoy para estos trotes ya. Siempre detesté el exagerado esfuerzo físico. Michelle estaba mucho más adelantada, tacones en mano, buscando entre el manojo de llaves que afortunadamente llevaba consigo, y no mi querida Elsa. Joder, qué hermosa se veía con el cabello castaño, humedecido y pegado al rostro pálido. Su barbilla insolente, salpicada con gotitas de sudor que quise lamer allí mismo. Porque no te conocí antes, Elsa. Noris, a mi lado, ríe como una maniática porque te sabe vulnerable. Derrotada. Y a mí, me cabrea eso un montón. Siempre supo lo que sucedería, la muy puta. Ella es una porquería, una nulidad. Un jodido fantasma de pueblo. ¿Qué haces tú aquí, qué hacemos aquí, Elsa? No lo sé. Yo un día abrí los ojos… me había dormido en un asiento de Barajas, y al despertar bullía la Plaza Bolívar de Ocumare, bajo un sol que lo invadía todo… mis recuerdos más remotos. Buscando partir de cero, tal vez. Una vida nueva. ¿Nueva? Joder, ¿y la ristra de nombres que no se consumen todavía? ¿Y las presencias que cada tanto regresan sin pizca ninguna de pudor o misericordia?

Jardines del Descubrimiento… Parque del Buen Retiro, Plaza de Cibeles. Atocha. Borracheras en Puerta del Sol. Mi cuerpo mental recorriendo la Gran Vía de Alcalá, sin hallar nada porque la ciudad se ha marchado de mí por más que la haya amado, y los taxis (odiar para siempre los carros por puesto) me abandonan en la Calle Ribas con una murria de puta madre, y estalla la mancha de sol con música vallenata, yéndose tras esos culazos soberbios que tan pocas veces me han pertenecido. A espaldas de Noris y a sabiendas de mis amigos, que adoro ya de lejos. Mil perdones a vosotros. Desde siempre os he fallado.

(Ya sé: vine por tí, Elsa. Pero resulta que llegué tarde, como de costumbre. Te habías consumido en la espera de los que no aguardan. El jodido tiempo nos alcanzó, nos desprendió de su costado. Hundidos en este barro traslúcido -sustancia de nuestra derrota- nos tocará querernos a destiempo. Inventariarnos cada espacio, cada pliegue, cada cabello, porque los cuerpos seguirán siendo nuestro último refugio. ¡Qué hermoso es vencernos, mi esperada!)

Al amanecer, salí a mirar los destrozos. Un reguero de botellas rotas alfombraba la entrada de la casa. El número telefónico de la policía permaneció ocupado el rato que duró todo. Por suerte ninguno de los tíos llevaba pistola: no me imagino si en lugar de botellazos, nos hubieran disparado, madre mía.

Es que para vivir aquí, en este pueblo, más que resignación o cojones hay que tener sentido del humor. Y sospecho que yo no lo tengo, que en el fondo no lo he tenido nunca.

III

Un coro de ronquidos compite en volumen con el canto de las cigarras del patio trasero de la casa. "La naturaleza versus el hombre", piensa Ignacio sin demasiado interés. Dentro de poco se irá, tratará de dormir. Le asaltan ideas para escribir, pero no: hay que resistir a la tentación.

Convencerse de que el cansancio es más fuerte, y no al revés. El ron se terminó. Ahora hace falta café. Y más cigarrillos.

Cuando regresa a la sala, encuentra a Thaís guardando una baraja de cartas. Ignacio le tiende el brazo y Thaís sujeta el vaso con ron. Tiene los anteojos sobre la nariz redonda, pequeña, y eso le da a su juicio un aire de gravedad un poco infantil. Sonríen.

- ¿Todavía quieres que te cuente? - pregunta Ignacio.
- No. Ya lo hicieron por ti- responde ella.
- ¿Las cartas?
- Sí.


IV

El sol comienza a flotar sobre el horizonte. Lo hace sin ser anunciado por ningún gallo. Esto sorprende al madrileño, acostumbrado a sus cantos. Thaís tose y luego bebe un sorbo de ron. Busca cigarrillos en su cartera que termina encontrando Ignacio en los bolsillos de su camisa. Le ofrece uno.
- Discúlpame, Thaís, el exceso de reserva. Sabes que no soy así.
- No te preocupes… de todos modos me iba a enterar
Ignacio mira su reloj y se revuelve, inquieto, sobre la poltrona que al fin se ha quedado dormida y no se queja.
- ¿Te vas ya? - pregunta ella.
- Dentro de poco - responde él.
Thaís abre su cartera y saca la baraja de cartas nuevamente. El madrileño al ver el gesto quiere salir corriendo, pero esta vez los inquietos pies no se lo permiten.
-¿Al menos vas a dejar que te las lea… ¿no? - dice la mujer.
- Mi único futuro cierto, con perdón del cliché, se llama pasado - responde Ignacio, soltando una larga bocanada de humo - Lo demás no me interesa, es propina. Y aún así, quién está seguro de eso. Yo hace rato caí del tiempo. Como tú.

Y de pronto, la sala se esfuma.

 

 

 

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