“Dios es una marioneta gigante manejada
por un judío loco que hábilmente oculta los
hilos de su artilugio.”
Visualicemos una escena de Bergman, acaso uno de los mejores aciertos poéticos del cine y de todas las obras de ficción. Antonius Blok jugando ajedrez con la muerte, en El séptimo sello, una película de 1956. Visualicemos al caballero medieval con su escudero, jugándose la vida con la muerte. Todos quieren sentarse a la mesa y apostar con la muerte. Todos quieren finalmente verla a la cara, aunque muchos lo nieguen. La muerte —figura alegórica antropomorfizada— se sienta a la mesa y acepta el reto del héroe, aun cuando podemos prever que la partida ya está liquidada. El caballero medieval prueba su valor en ese gesto, de llamar a la muerte, de mirarla a la cara, de buscarla y enfrentarla; y, al mismo tiempo, de entregarse a Dios en su noble, pero inútil empresa. El escudero canta y narra, por su parte, la historia que su compañero protagoniza y que este no quiere oír. Sabemos que el escudero presiente lo absurdo de la tarea de su caballero andante. Antonius Blok se entrega a sus súplicas. Se confiesa ante la ley de Dios. ¿Cuál es la ley de Dios? Dios no está donde el caballero esperanzadamente lo supone y Antonius Blok —en una escena de lujo— se da cuenta de quien se esconde en el confesionario: la muerte le ha escuchado sus pecados, sus temores y sus próximas jugadas. La muerte tiene la apariencia de un cura, pero detrás de su rostro no hay nada. La religión está vacía, la fe está quebrada. ¿Qué hacemos?: seguimos andando con la muerte que ahora tiene la forma de un apestado. El escudero sigue cantando su cancioncilla, que el caballero no quiere escuchar. Los cuerpos arrojados al lado del camino son paradójicamente muy elocuentes, como lo advierte con ironía el fiel escudero, mientras el caballero busca cambiar su destino y derrotar a la muerte en esa última partida que es el retorno a casa. Pero el héroe no quiere hablar ni escuchar, porque él se ha sentado a la mesa con la muerte, ha visto su rostro y ya parece no habitar en el mundo de los vivos.

Ingmar Bergman
Como Ulises ante las sirenas o ante las ánimas de los muertos: esos otros héroes que ya cayeron y que él debe mirar a la cara para saber quién es él mismo y para conocer en carne propia la verdad de su destino: aquella imposibilidad de morir que lo convierte en héroe; pero también, para realizar el viaje épico que lo conducirá finalmente a su fin, término de su viaje y de todos sus trabajos; finalidad última de toda vida que se construye enfrentándose a la muerte, en el breve tiempo que dura la existencia. Sólo a partir de este enfrentamiento a los peligros, en los que la muerte es la posibilidad más próxima y certera, él podrá ser reconocido como tal: esa figura que, contradictoriamente, protege salvando la vida de unos y quitando la vida de otros, para así probar su poder ante el Gran Otro que es la muerte. Potencia y sapiencia se miden cuando el héroe se enfrenta a lo que, en última instancia, lo niega. De este modo, el caballero andante es héroe cuando le llega su hora, cuando sabe que morirá, cuando debe jugar la última partida y entonces puede conocer su propia historia: puede ver su vida fuera de sí, puede saber quién es él mismo después de todo, después de la inutilidad de su cruzada. Todos desean ese momento de poder ante la muerte, todos desean ser dueños de la muerte en el último momento, todos quieren morir siendo dueños de sí mismos. Pueden ser sólo palabras, imágenes o sueños, pero el héroe sólo sabe quién es, cuando se enfrenta a la muerte: “Yo soy Antonius Blok y juego ajedrez con la muerte” (Bergman, 1956).
Dios es otra figura absolutamente presente en la obra de Bergman. Se podría comprobar que la pregunta: “¿quién es dios?” es el gran tema de Bergman. Pero Dios —como la muerte y acaso como el mismo héroe— es también una figura alegórica antropomorfizada, una figura que magistralmente se deconstruye en la misma ficción. Todos los personajes de Bergman tienen un asunto pendiente con Dios. Esto llega a un nivel, a veces, insoportable.

Visualicemos una escena más, para ver qué hay detrás de esta figura de Dios. La visita del pequeño Alexander al teatro de marionetas de un judío, en la película Fanny & Alexander de 1982. El niño está refugiado en la casa de unos judíos, comerciantes y artesanos de marionetas. En la noche, Alexander se levanta para ir al baño y se pierde en la habitación de las marionetas. Busca infatigablemente la salida entre los rostros y las máscaras. En su viaje por el mundo de lo desconocido, Alexander es visitado por el fantasma de su padre. Alexander descubre, después de un arrebato de ira contra su padre muerto, que ambos están solos, que el padre no puede salvar a su hijo del peligro de la vida y del mal, que está representado por el nuevo esposo de su madre, un pastor protestante, perturbado y agresivo. El fantasma del padre desaparece en la noche, el niño está solo y perdido en el mundo de las apariencias. El niño es el héroe ahora, quien busca la verdad en un universo de rostros fabulados. De pronto ve una luz, una sombra gigante. El niño se asusta y se esconde. Es Dios, que le muestra su rostro. ¿Y quién es Dios?: Dios es una marioneta gigante manejada por un judío loco que hábilmente oculta los hilos de su artilugio. Pero pronto la máscara cae, Dios cae, y se revelan los hilos de la fabulación. Alexander descubre que no hay Dios, que detrás de Dios y de la muerte no hay nada, sólo vacío. “Si Dios existiera me gustaría darle una buena patada en el trasero” dice Alexander al judío, quien le ha mostrado que Dios es sólo un títere manejado por los hombres.
¿Qué nos sugiere Bergman?: Dios es el gran artificio del hombre y, por lo mismo, sólo existe en la imaginación de los mortales, sólo existe por necesidad y por carencia de algo más. Dios es un puro significante vacío arrojado en la nada que somos nosotros mismos. Pero no se alarmen, aquella verdad nos salva de la mentira.
En ambas escenas aparecen las figuras de Dios y la muerte, ambas figuras revelan su vacío: en ellas no hay figura, no hay presencia, no hay ser. Dios y la muerte son dos máscaras del héroe, quien puede ser tal, sólo cuando vence alegóricamente sus miedos y se percata de su precaria condición humana: el hombre está solo y su existencia bien puede ser un acto ilusorio o un milagro… ¿Un milagro?
Así juega el cine de Bergman con nuestros miedos, deconstruyendo todas nuestras ilusiones y metáforas, mostrándonos el afuera imposible de nosotros mismos: un mundo sin muerte ni Dios, un mundo de apariencias proyectadas en una caja oscura y vacía.