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Miedos transitorios
Santiago : Editorial Asterión, 1993


Pía Barros


FRENTE A MANET

-Estiro con disimulo el pantalón, enciendo un cigarrillo, y me preparo a mirar una a una las reproducciones de Manet.

Me detengo en la completa vestimenta de los integrantes del desayuno, en contraposición al desnudo plácido que me desconcierta... o no, es sólo un vacío en el estómago, un dolor que me remite a la infancia y me veo niño asustado escondiendo a la rana para que no sea descubierta, autoculpándome de eructos intempestivos, mi padre, sus amigos, las botellas, las groserías que hacen enrojecer a mamá joven callando en su implacable ir y venir de vasos y queso, de pie y otra en el delantal con vuelos y una quemadura hábilmente escondida tras un cucharón de cuadrillé verde que desentona en los azules de la prenda atada a su cintura. Cuando la cachetada se hace inminente el grito de «Yo le digo a papá que fumas» la detiene a medio camino, la deja inmóvil y luego la esconde en el bolsillo y la cachetada arruga con rabia el pañuelo de los llantos cuando papá se emborracha, o cuando él hace ronquidos y ha dejado de crujir el somier...

No sé por qué Manet y mamá un poco atrás, casi a oscuras y el primer plano de los hombres bebiendo, cuando en Manet es ella lo primero y los señores conversan afables, pero un poco comidos por el color del entorno, al igual que la mujer vestida que recoje algo... en Manet es ella sin delantal, rosada y cálida, más la sensualidad del prado.

La rana se escapa y yo zigzagueo bajo la mesa tras su saltito hipado y ella brinca, no vayan a pisarla justo ahora que se tambalean y levantan para marcharse, pero Pancracia salta, salta hasta la cama de papá que ya a solas manotea en busca del trasero de mamá y arranca el delantal de cuajo (mañana lo zurcirá temblorosa) y ella desanimada sonríe y se le van encendiendo las mejillas cuando él todo vino y poco queso y gritos y groserías hurga en su blusa y le deja afuera los pechos para lamerlos, a mí no me dejan ahora porque soy grande y papá lanza un eructo de verdad, yo pensé en la rana y estaba dispuesto a cargarlo a mi cuenta, que humedece los pezones de mamá que se deja caer en la cama y ya no repite que no y yo tengo miedo de que vayan a aplastar a Pancracia tan verde y asustada, ella sabe que debe esconderse de papá que le quita los calzones hasta la rodilla en la que yo veo el punto corrido de la media y le salta encima igual que cuando yo quiero pegarle al Felipe cuando fuimos a encumbrar volantines y lanzó guardabajo el mío con su hilo curado que está prohibido, papá la sacude y ella gime le está pegando de seguro y de repente se echa a un lado con los pantalones en los tobillos la camisa abierta ahora que yo me estaba acostumbrando al balanceo y mamá de manos y cara crispadas que dice No, todavía no y ella también lleva sus dedos hacia abajo y empieza a revolver y a gemir y cuando pareciera que va a alcanzar lo que perseguía tan abajo papá con los ojos desorbitados la mira mira y le golpea el rostro con los puños una y otra vez y le dice Puta, puta e' mierda, -asquerosa puta caliente- no te basta con na' -puta-putaputa y yo me largo a llorar y se me olvida la rana porque lloro junto con mamá de la tristeza, la puta cochina del delantal parchado, calzones en las rodillas, que se cubre los golpes del rostro avergonzante y sometido...

Creo que Pancracia falleció ese día bajo la ira y las botellas de papá, no recuerdo muy bien ahora.

Miro el cuadro de Manet, mamá despreocupada, seguro de que es mamá feliz y desnuda y unos señores conversando a su lado, comprendida y en paz, sobre la profunda sensualidad de la hierba.

 

 

LOS VERANOS PROVISORIOS

El tiempo se ha ido agrupando alrededor de sus ojos. Lo descubre allí, a través de la mesa, en el espejo cuzqueño de la pared. Definitivamente, el tedio tiene forma de rectas.

Los ojos se empequeñecen hasta formar dos casi imperceptibles líneas azul-grisáceas. «Como el acero», había dicho cuando aún no era tiempo de finales, frases solemnes, ni distancias exactas. Por entonces los cuerpos estaban hinchados de niñez y a veces, muy pocas, se escondían tras la leñera para tocarse los pechos, en busca de ese delirio de muerte que parecían tener los mayores, cuando se buscaban para acoplarse bajo el caliente sol del verano.

Francisco era el más hermoso, con su pelo y mirada negros internándose en el bosque. Le gustaba mirarlo cuando por la tarde se descolgaba del cerro a lomos de su caballo. La nana Carola la dejaba jugando con él, mientras ella se entretenía en corretear con animal instinto por los corredores de la casona. Luisa había visto a su hermano perseguirla y tomarla jadeante en la sala chica, sitio donde se apilaban los muebles en desuso. Pero eso no le importaba, prefería esperar el regreso de Francisco luego de encerrar las vacas, para ir juntos al lago, retroceder por los sauces, perseguir conejos, dejar que el tiempo pasara.

El viejo sirviente pone por la derecha (nunca ha aprendido), el plato con la carne y la ensalada. Luisa vuelve la mirada al espejo para observar sus propias rectas, las canas que se reúnen una tras otra en su cabeza.

Esa tarde, la de la caída, se revolcaron juntos cerro abajo, rasmillándose los codos, las rodillas, hasta quedar detenidos entre las espigas. El entreabrió su blusa y pasó la palma extendida rozándole los pezones. Sintió que le dolían los pechos y un calor que la asustaba descendía por su estómago hacia abajo, tanto que tuvo que separar los muslos para sentir el cuerpo de Francisco y la sabiduría del instinto la empujó a desnudarlo y se juntaron mucho mientras la piel se le erizaba para que él, sin jadear, sólo mirándola, mirándola fijo a las pupilas aceradas, la penetrara hasta lo más hondo de sus raíces, allí donde se forjaron los gritos que no quiso dar y le crisparon el rostro con el dolor de comprender y la obligaron a clavar las uñas en la espalda oscura del hombre que ya no era niño y a golpearle el pecho con fuerza hasta que las mismas raíces la hicieron aferrarle el cabello para atraerlo más, porque parecía que se iba a morir y no quería hacerlo sola, quería que a él le brotaran lágrimas para abrazarlo allí, sobre la hierba, como todos los que habían espiado antes, bajo el sol enervante de enero, y con una sensación extraña que le reventaba el pecho y la hacía reir atrepellada, roncamente...

Las arrugas han descendido de los ojos a las manos con el paso del tiempo. Extiende una a través de los cubiertos y platos para tocar la también ajada piel de su marido. Tiembla su pulso y derrama un vaso sobre el mantel. Al contacto, él sonríe y entrecruza sus dedos. Luego se levanta a buscar el periódico Luisa siente que se está bien en casa, cuando el campo acecha tras la puerta y las ventanas dejan que se cuele el aroma aquietador de los naranjos.

"El café, por favor", dice su voz cascada, enronquecida por el tiempo y los veranos.

"Aquí está, señora". El mozo encorvado deja una taza para ella y se acerca con la otra a su marido que, acomodado en la mecedora, lee distraídamente.

Luisa, con gratitud, se vuelve hacia el criado de chaqueta blanca, para decirle sin recuerdos:

"Es todo. Muchas gracias, Francisco".




ACECHOS
....................................................................... A Skármeta

El hombre recoge pausado los platos mientras ella prepara el café. Es un problema de espacio, piensa, crear un espacio, falta el aire, te digo que hay que crear un espacio... Es lo mismo, dice él y la abraza por detrás y ella deshace el nudo para mirarle de frente porque tiene miedo y nunca le gustó esperar, llegaba cinco minutos antes a todas partes, el temor de ser impuntual, ahora verse a los ojos y darse las caras, los mitos y los prejuicios, darse tiempo.

Vamos a acostarnos...
¿Podrás dormir?
No importa, vamos a acostarnos...

El apaga la luz de la cocina y las que siguen hasta el segundo piso. Las sombras se van comiendo los pasos que dejaron atrás. Tal vez deberíamos dejarla encendída. No hay para qué allanar caminos, ¿no crees?... Tienes razón.

Si me desvisto... Hazlo, no podrás dormir si no te quitas la ropa.
Bruno... no me explico cómo pasó esto, si no era nada, o tal vez mucho, no entiendo, créemelo...
Nunca se entiende, a veces se cree que es grave y no llegan, a veces que no es nada y las calles empiézan a crujir y las ventanas se invaden de hermetismo y desencanto...

Abrázame, Bruno... Todo huele a eso, a culpa, y no sé si está bien así, si lo conseguimos, o qué queríamos conseguir, qué pensamos, Bruno escucha el aire, escúchalo, trae sonido ahora, no podría prometer no volver a hacerlo, en realidad, no sé bien qué hicimos... Tu respiración se oye a tres kilómetros, creo la mía debe ser igual...

No te lo dije nunca, pero me gustaban tus pasos en la cocina y esa forma particular de observarme mientras hablaba... déjame que quite el brazo, se me acalambra... nunca explicaste los silencios largos, pero no lo hagas ahora, no hace falta, ya no... bajemos, creo que es mejor...

Haré café...
Está bien, ya se abre la primera puerta, escucha al barrio despertando al cuestionario seco, no le pongas azúcar, estuvo bien quemar los poemas... siempre fuimos dos, nadie más en esto... los poemas ¿todos?

No pude hacerlo con todos, guardé el que me escribiste... Deberíamos... no, tienes razón, Bruno, hay que ejercer solos...
Habla más fuerte, me cuesta oirte.
Una taza se derrama sobre la mesa y el líquido oscuro deja un reguero humeante hacia el piso.
Estaba recién encerado...
Deja, no limpies, para qué...
La ciudad se calla, las puertas comienzan a cerrarse, los tacones se aproximan. Ella lo mira de frente. El aire se torna espeso, indeclinable. Las gotas de la mesa audibles una a una sobre la poza del suelo.
Te quiero, dice ella.
No hacía falta, son... No importa, ya están aquí, no pensé...

El sonido irrumpe con estrépito de puertas y voces descerrajando.
El rostro de ella sobre la mancha de café. Las presencias dan vuelta los cuerpos boca arriba. El impermeable oscuro arroja un papel sobre ellos.

Ustedes se lo buscaron, dice el impermeable.
Nadie cierra la puerta.

 

 


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Santiago: Editorial Asterión, 1993