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Habíaunavez; o mea culpa y a contar el cuento.

Por Pía Barros
Simpson 7, Vol. III, Primer semestre 1993.

 



Cuando empiezo a escribir estas palabras, no puedo dejar de imaginar a una mujer, hace siglos, susurrando a sus hermanas en la oscuridad de la noche: "Había una vez...". Afuera, tal vez truene el ruido de la muerte y las batallas, el sangriento clamor de lo masculino. Pero allí dentro, mi protagonista obcecada vuelve a intentar el conjuro: "Había una vez... un lugar lleno de árboles donde sólo el fluir del río opacaba el silencio...", y en mi protagonista titubeante y sus oyentes el embrujo estaba hecho, las palabras las arrojarían fuera de ese lugar de batalla y por los instantes en que el imaginario de la protagonista construyera un discurso de ensueño, todas estarían a salvo. Más tarde, quizás, entraran los vencedores y las llevaran a otro remoto lugar como botines de guerra, las violaran, golpearan o simplemente asesinaran. Ninguno de lo vencedores podrá explicarse el porqué tenían en los ojos un destello muy verde, el reflejo de los árboles y un río, el profundo secreto del silencio.

En la historia (que sabemos escriben los dominadores), el cuento fue un género menor. La literatura estaba construida por cosas grandes, como la poesía, la novela, el ensayo. El cuento era cosa de mujeres, una práctica asociada a una subcultura que tenía que ver con calmar niños de noche, o asustar niños antes de dormir, pero de ambos modos, con seres inferiores en la escala social: niños, viejos y mujeres. En el habla común, por ejemplo, el cuentero corresponde a un delito tipificado por la ley; ser cuentera es degradante, puesto que se asocia con la mentira; andar con cuentos es ir con chismes; parece un cuento cuando algo está reñido con la razón; puro cuento, cuento aparte, cuentear, creerse el cuento, etc., son frases que siempre tienen una connotación negativa, asociada a lo femenino.

Cuando entré a la universidad, me dediqué a pesquisar todo lo que había en los estudios acerca del cuento. El primer mamotreto obligatorio que hay que digerir en la carrera de literatura, es Kayser. En Kayser, el cuento ni se menciona; cientos de páginas de teoría literaria, y el cuento se considera un género menor, un subgénero, no suceptible de análisis. Años de búsqueda me llevaron a un par de textos de Cortázar, uno que otro párrafo desdeñoso, y en general, pequeños trabajos publicados diseminadamente. El modelo a imitar, el modelo patriarcal, proponía una "literatura única", basada en estructuras binarias, que desechaba todo desborde, todo exceso, toda rebeldía a los cánones impuestos. A su vez, en las largas conversaciones con mis compañeros de generación (aquí no entro en la reciente discusión teórica acerca de las generaciones por afecto, por historia, por edad, yo me siento perteneciente a una generación y me parece una insolencia de los teóricos el sospechar de los sentimientos de un grupo), se me hizo notar que el escribir cuentos correspondía a una circunstancia histórica, la brevedad era precisa para el momento y que cuando llegara la tan mentada democracia, la novela debería venir, como un signo de los tiempos. Era sospechosa-o, un escritor-a sin novela. Por mi parte, en esos tiempos, escribí tres. No porque me gustara el género o me sintiera cómoda en él, sino por probar, por demostrar. No he publicado ni publicaría ninguno de esos bodrios escritos para demostrar. Por esta misma razón, me acerqué a la teoría. Escribía como una condenada y estudiaba. El aprendizaje teórico me sirvió para manipular un lenguaje abstracto, aséptico, complejo. Un lenguaje que no me articulaba a mí, sino al muro, el castillo inexpugnable que me protegía de la descalificación de los otros, del miedo al otro, del otro. Necesité el ghetto y me refugié en él. Un lenguaje duro, complejo, complejizaba a su vez la posibilidad de ataque. Estaba a salvo. También fue la época (no muy remota), en que peleé más, soporté más peso, fui más inteligente, etc. No había cuento que pudieran contarme, porque yo me sabía todos los cuentos. Demostré que podía competir a cualquier nivel, y así, competía, competía con "los otros", reproducía, inconscientemente, el baluarte del patriarcado capitalista. Creo que por entonces sentía vergüenza de no haber nacido hombre. Me decía liberada y me creía el cuento, pero antes de llevar a cabo cualquier escritura, anteponía la teoría para resistir cualquier ataque. Fui, en mi cuento inicial, la mula del dominador, que cargaba los cadáveres y despojos de mi protagonista y los otros botines de guerra. Fui más papista que el papa. Y eso que no me gusta el polaco. Cuentos van, cuentos vienen, la praxis a secas de la escritura y el feminismo, me volvieron al principio, a comprender que la abstracción es una consecuencia, no una finalidad. Que el feminismo niega el poder y las jerarquías, y no que pretende establecer otras. Pastelero a tus pasteles, dejé la teoría a la crítica literaria y me volví a la escritura, para quedar inerme frente a cualquier ataque.

Aunque estoy en deuda. La teoría me ayudó a investigar en el lenguaje y en mí misma, pero, por sobre todo, a sospechar. Aprendí a nombrar mi cuerpo, a ensalzarlo, degradarlo, trasvestirlo, con palabras; aprendí el valor de jugar, seducir, desenmascarar... Aprendí que la única regla es no tener ninguna, que el lenguaje es un instrumento de poder y que basta con trabajar des-signándolo, para revertirlo. Que hay palabras peligrosas, como penetrar, comunión, privado, público, fundirse en otro. Que hay construcciones del lenguaje que nosotras mismas usamos y que todo lo que hacen es perpetuar el sistema patriarcal obsoleto y denigrante para todos. Que no basta con decir soy feminista, o negarlo, que existe una praxis de solidaridad, de amor y de respeto por las diferencias, no de miedo al otro. Las teorías feministas han sido el gran aporte para desestabilizar un monolítico poder basado en el autoritarismo, la degradación y la jerarquerización. Aprendí también que la crítica literaria es posterior al texto, que los "proyectos escriturales" son camisas de once varas impuestas por una teoría, que basta con que una mujer rompa con la vieja y reiterada asignación de la reproducción y se atreva a la creación textual, para que se produzca un cambio, no uno grande, hegemónico, ni violento, sino pequeño, inútil y bello, como es la obra artística. Aprendí a regresar a la cocina de mi infancia y a escuchar el consejo de la vieja Matilde: toda buena cocina es la que conoce las recetas para desecharlas, inventa, deja guardados los moldes y ejecuta con las propias manos el amasijo.

Pero la teoría también me enseñó a alejarme de la teoría, porque la teoría se basa en la razón, una razón desprestigiada y que en este fin de siglo, ya no es capaz de explicarlo todo. Como si la magia hubiera entrado, se acabó el miedo, la competencia, el dar examen. Me sentí orgullosa de ser mujer, contradictoria, equívoca y múltiple. Me sentí orgullosa de no ser única y de comprender que todas erámos la loca de la casa, que no estaba sola. Para mayor felicidad, conocí el libro de Gabriela Mora, Teoría del cuento. Aleluya, ya no tendría que levantar iconos a la novela, decirle misa a la extensión, rezarles plegarias a las tipologías de personajes requeridos para desplegar las mínimas cien páginas.

Maravillosamente, ya ningún género era delimitado, ni siquiera el masculino o femenino. Podría dar rienda suelta al mejor de los oficios: la memoria. Me sentí libre, mujer, escritora. No había un partido, una ética judeocristiana, una regla, que me limitase.

Puedo ahora desbordarme, diluirme, perderme, como todas. Escribir por placer, deseo y desgarro, desde mi condición de género, cultura y etnia, lo que quiera. Vuelvo a prender mis sahumerios, a dar la espalda a la luna nueva, vuelvo a la herejía y a los filtros, a la vieja inocencia sabia. Vuelvo a empezar, simplemente amando por instinto, deseando para estar viva, sin censura, sin partido, sin límites. Y también deseando con todas las fuerzas, una noche de aparecidos y la voz desdentada de la bruja Chalia, que sople nuevamente en mi oído "Había una vez..." para así plagiar al tiempo y reescribir la fórmula mágica "Había una vez, había una vez, había una vez..." y conjurar así todo el sexismo, todas las batallas, y decirles a las mujeres que el pecado es una farsa, un límite, que hizo a Sor Juana quemar sus escritos, que mandó a la hoguera a nuestras predecesoras, que pretende acabar con el imaginario. Que hemos sobrevivido a las cuevas, al derecho a pernada, las barbaries, las hogueras, las dictaduras, la discriminación, susurrándonos el viejo conjuro para soñar, resguardar la memoria, revivir y recrear el mundo: "Había una vez..." que insistan en esa literatura donde predomina lo onírico, los verbos de percepción y emoción sobre los de acción, pero sobre todo, la mirada omitida, la de la mujer, el nos dejaban contar, tan sólo empezando por "había una vez...", sin trabas de género, como si se maquillaran, como un disfraz, como cualquier mentira que nos salve, en la cueva, el castillo o la ciudad, de un mundo patriarcal que se derrumba, por fin, gracias a frases susurradas desde hace siglos, frases tontas, de mujeres, frases como "Había una vez..."



 

 

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Pía Barros: Habíaunavez; o mea culpa y a contar el cuento.
Fuente: Simpson 7,
Vol. III, 1er semestre 1993.