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Signos Bajo la Piel
Pía Barros, Editorial Grijalbo. Santiago, 1994, 152 páginas.


Por Antonio Avaria
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blicado en Revista de Libros de El Mercurio. 6 de agosto de 1995


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Fuerza es reconocerlo: si bien Pía Barros es una conocida, briosa y, a veces descocada militante de causas femeniles, jamás incurre —en Signos bajo la piel— en lo declamatorio o sentencioso feminista; esas parrafadas de aceptación del Nobel a las que son tan proclives sus congéneres literarias. Con mínimas excepciones, tampoco suele desbarrar en la frase almibarada o liricoide, medida para conmover corazones. En vez de transmitirnos alguna certeza trivial de política, fisiología o catequesis, la obra de Pía Barros nos traslada a un territorio propiamente estético, de transparente respeto por la palabra poética y el uso creador —no adocenado, no melifluo— de la lengua cotidiana. Su reducto es autónomo, sujeto principalmente a las leyes del arte y la sensibilidad. No es poco decir y no es exiguo el mérito, pues en días consensuales el gran público aplaude, compra, regala y resoba una literatura de episódico y edificante impacto social, escrita a la pata la llana. Tal como Diamela Eltit (desde 1983, con su visionaria Lumpérica), y sin metalenguaje esotérico, Pía Barros demuestra voluntad de estilo y exige ser juzgada por la calidad literaria más que por unas sinceras intenciones.

En estos diecisiete cuentos breves y muy breves (no hay los "brevísimos", de una línea, que cultivan Jaime Valdivieso y el guatemalteco Augusto Monterroso), aparece con frecuencia una muchacha de físico ingrato (así se ve ella misma), que no ha experimentado miradas ni caricias masculinas y se masturba soñándolas, o se somete con docilidad a la violencia sexual, sintiéndose "agradecida" y calificando, ¡nada menos que a su violador!, de "ángel". "Ninguno para ti, Marcela, ningún muchacho de la lengua gomosa y manos húmedas que jugara a descubrir contigo". Aquí los hombres no reciben su merecido, sino todo lo contrario; pese al punto de vista femenino, estos relatos resultan más bien machistas.

La preocupación sexual impregna todo el volumen, a excepción de una prosa, muy cortazariana, de menos de diez líneas. Todo se reduce a la sensación, la frustración o el ensueño carnales; el libro abarca un mundo encapsulado, ajeno al tiempo. A la antiheroína de Pía Barros, pareciera que la condición de mujer la humillara, la hiciera sirviente del sexo y dependiente del varón. Este último es el verdadero héroe, paradójicamente; el que embriaga, hace feliz, tranquiliza y nunca es brutal como en los devaneos de la fantasía. Los personajes son simples e ingenuos, sin refinamiento erótico, sin metafísica ni novedosos delirios. Todas las historias están dominadas por una sola obsesión adolescente, como fijando una etapa en la formación de la mujer. (La muchacha que se cree fea, ¿carece, acaso, de otras inquietudes?) El lenguaje puede ser directo, de coprolálico realismo, casi clínico, pero evita la grosería pornográfica merced a la apertura poética, que diluye la procacidad, pero no siempre convence en su efecto estético. Es cierto que ningún texto se alarga innecesariamente; sus imágenes y voces no son gratuitas; es una lengua que explora, que no se satisface con la comunicación de algo banal. Aunque el tópico sea uno y el mismo, no son relatos sosos y a veces deparan sorpresas, sugerentes de otra realidad.

Aquí sobrevuela, con alas tutelares, la fértil influencia de Julio Cortázar; en verdad estos cuentos son todos signos escritos en su homenaje. Están redactados "a la manera de", especialmente en los primeros párrafos, pero Pía Barros es más racional que el modelo. No salta al vacío: todos sus relatos tienen una explicación unívoca, a diferencia del maestro argentino. Son préstamos tomados con naturalidad, sin falso remedo: instrumentos para contar historias y explorar en la búsqueda de un estilo. En Cartas de inocencia, la nota de humor festivo es deliciosa: la solterona se convierte en femme fatal; sus cartas la embellecen y transforman la realidad. En la mayoría de los textos, sin embargo, la ansiedad sexual que obsede a la protagonista la lleva a obtener satisfacción de cualquier gesto de la relación carnal, por brutal que fuere, sin preámbulo y siempre fugaz. Lo primitivo y torpe de las acciones le quita sensualidad y excitación al relato, en desmedro de una lengua que tiene aptitudes para describir una impresión erótica. Lo viscoso y lo húmedo se desarrollan con rapidez pasmosa y hay reiteración majadera de vocablos ligados al sexo femenino. Nos parece de dudoso gusto la insistencia en el término "entrepierna", nada excitante para el varón, pues se asocia a meados infantiles y al termómetro para medir unas desagradables fiebres. El estilo también flaquea en las ocasiones en que la autora rebusca metáforas rayanas en la sensiblería, si bien resulta oportuno decir que "las arrugas son sólo la mala ortografía del tiempo sobre la piel". Señalemos la buena calidad verbal de la mayor parte del libro (Cosas raras, Sabina, como ver estrellas; Lo primero es Chopin), así como el recurso de retroceder en el tiempo (El signo bajo la piel) para demostrar la terrible discriminación que ha sufrido históricamente, la mujer.




 



 

 

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Signos Bajo la Piel
Pía Barros
Editorial Grijalbo. Santiago, 1994, 152 páginas.
Por Antonio Avaria
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 6 de agosto de 1995