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EL INTENSO APRENDIZAJE DE PAOLO DE LIMA
"Al vaivén fluctuante del verso", de Paolo de Lima. Hipocampo editores, 2012

Jorge Frisancho




 

 

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La principal virtud de un volumen como este, en el que se reúnen las diversas publicaciones de un poeta a medio camino en su trayectoria, quizá sea la de permitirnos observar en la lectura el proceso de construcción de una obra aún abierta, no sólo sus logros y sus momentos más acabados sino sus puntos de partida y sus arribos, sus aprendizajes, sus rupturas y sus continuidades. Porque, al fin y al cabo, es de eso de lo que se trata: el trabajo de la poesía no reside en última instancia en la manufactura de un verso o la composición de un poema, ni en la configuración de un libro —por válido y necesario que todo ello sea como parte de la producción y el entendimiento del objeto literario—, sino en la suma sostenida de todas estas instancias a través del tiempo y en la puesta en materia textual de desplazamientos y evoluciones que son, al fin y al cabo, los de una forma de mirar y una forma de decir pero también los de una biografía.

Esta observación general es particularmente apta para el caso de Paolo de Lima, cuyos tres poemarios previamente publicados se compilan aquí junto a algunos textos inéditos. Las huellas de su aprendizaje, las rutas que el poeta ha seguido en su búsqueda de mecanismos expresivos, las continuidades y discontinuidades de su mirada y de su voz están claramente a la vista, en buena medida porque su esfuerzo no ha sido nunca uno de ocultamiento sino su contrario, uno de mostración, y también porque su punto de origen es intencional y explícitamente (“no me interesan los que escriben bien”, declaró alguna vez De Lima al ser entrevistado tras la aparición de su primer libro) reactivo en contra de los modos y acomodos formales de la tradición: tales reacciones en contra del idioma literario imperante, sea su dominio real o únicamente percibido, sólo adquieren validez en el proceso de construcción de formas propias y sólo pueden ser evaluadas desde el lugar al que se llega progresivamente, al cabo del tiempo, pues son apenas el inicio de una travesía y no su lugar de destino. Con frecuencia, se trata de una travesía de largo aliento, hecha de tentativas y búsquedas antes que de momentos inmediatos de iluminación en los que lo nuevo aparece perfectamente formado en la primera escaramuza con las palabras y con el sentido, y sus huellas están expuestas en el discurso.

Cansancio, publicado originalmente en 1995, funciona como una declaración de intenciones. El título mismo, referido a un estado de ánimo antes que a un estado de cosas, a una sensación antes que a una experiencia (o, en todo caso, a la experiencia de una sensación antes que la experiencia de objetos materiales o de relaciones con otros individuos), parece reclamar una lectura que atienda sobre todo a la subjetividad del hablante, y en efecto los poemas incluidos en el libro se demoran en la exploración de espacios íntimos y personales, rehusándose a contextualizar escenas para facilitar su comprensión más allá de la mera presencia en ellas del sujeto que produce el discurso. El efecto general es uno de estasis  y hermetismo, expresados en un lenguaje que se decanta hacia modos directos y coloquiales (“te noto angustiado y con pena”) y echa mano con relativa frecuencia de la aliteración como recurso de escritura (“El corazón avizora desde un balcón limeño / Transitan chismosas chibolas”; “nacida a sombra de calladas catástrofes”).

Hay que notar, sin embargo, que de lo que se trata aquí no es de la simple aglutinación de experiencias subjetivas y personalizadas, sino de una situación de conflicto: el sujeto es asediado por la continua apelación de realidades externas, que rechaza (“Déjame tranquilo, puerta / Déjame tranquilo, ventana”),  y su propia voluntad de escritura amenaza con disolverse —en el momento mismo de la comprensión que es su objetivo, y en el momento de su final caída en el silencio— ante la negativa de lo que le es exterior (“ya será vano, para entonces, / llorar o conceder el perdón si se quiere / porque nos habrán denunciado las cosas”). En Cansancio, la condición de interioridad y el encuentro con el mundo exterior son opciones excluyentes y en lucha, y refieren no a formas de estar que podrían ser negociadas por el sujeto sino a determinaciones casi ontológicas que lo definen y lo delimitan (“En Lima todos se cuidan de todos / y salir no significa estar afuera: salir es quedarse afuera”).

Mundo arcano, de 2002, pone en marcha también desde su título este áspero desencuentro entre la interioridad del hablante y el mundo exterior, cuya presencia se reconoce pero al que se le niegan materialidad y contenido (“nada es real, todo es imagen de tu mente alborotada”), o cuya materialidad y contenido se asimilan únicamente en la medida en que pueden engarzarse con los del individuo mismo (“en aquellas variaciones en los valles / que se ondulan en una forma que recuerda al cuerpo / sin nombrarlo”).

El cuerpo, en efecto, tiene mucha mayor relevancia en Mundo arcano que en los poemas anteriores de De Lima, donde la exploración de sensaciones subjetivas no llega nunca a materializarse en la visceralidad de la experiencia física. Aquí, el cuerpo y sus funciones son la marca del ser individual (“Respira. Tose. Párate. Ódiate sin temor / Y sin pausa”), pero son también, significativamente, los trazos de una historia personal a la que el poeta —De Lima había dejado el Perú al inicio del nuevo milenio— se aferra en el contexto de la desarticulación de su subjetividad producida por el alejamiento de su lugar de origen (“pero quien está aquí no es más el que estuvo allá […] / No es tu sombra, es tu voz, es la lengua del país / o es el país de la lengua que se opone a tus aciertos […] / Porque también está el cuerpo, y los cuerpos / que te dieron cuerpo, y los cuerpos que saldrán de tu cuerpo”).

Mundo arcano también ahonda en un tema que estaba ya anunciado en Cansancio, dándole una nueva centralidad: una reflexión metapoética donde el lenguaje y la escritura aparecen como mandatos ineludibles en la relación del sujeto con el mundo (“Adviertes otra vez las impropias formas. Dices para / tener que decir […] De eso está hecha la vida. ¿De qué? Lágrimas de cocodrilo / Sobre conchas negras, sobre ríos de cucardas, sobre / abismos de lenguaje”), y al mismo tiempo como insuficientes sucedáneos para la experiencia, en particular la experiencia del contacto con otros (“Y es que desde siempre / se ha sabido que para amar no se necesita una voz / sino un invicto corazón que sepa escuchar el rumor del universo”).

Así, del mismo modo como la interioridad que era el foco de la mirada de De Lima en sus primeros poemas empieza aquí a resumirse en la experiencia de la materialidad corporal, el mundo externo con el que esta interioridad se halla en continua contradicción empieza a aparecer como un efecto del lenguaje, o por lo menos el lenguaje se empieza a proponer como una intermediación necesaria, aunque con frecuencia fallida, entre ambos espacios. Significativamente, la relación entre el sujeto y su propio discurso es construida por De Lima en las páginas finales de Mundo Arcano como una relación con objetos exteriores, no como un flujo desde el interior hacia el mundo: el poema aparece como un objeto al que se accede, un objeto que debe ser escuchado (aunque no diga nada, o precisamente por ello), y esto se conecta sin trámite con el vaciamiento de contenidos objetivos de la realidad más allá de la experiencia que de ella tiene el hablante (“Escucha el silencio del poema / Escucha en silencio el poema / La ciudad es invisible / La ciudad está en ti”).

Silenciosa algarabía, de 2009, retiene la visión de un desencuentro radical entre la experiencia subjetiva y las realidades externas a ella. Aquí, sin embargo, De Lima procesa ese desencuentro ya no desde la inmovilidad y el solipsismo de Cansancio o el desgarro de Mundo arcano, sino, sorpresivamente, desde el atisbo de una resolución. No es que el conflicto haya desaparecido; permanece, y continúa siendo tan acerado como en los inicios, pero en el trámite de figurarlo a través de la experiencia del cuerpo y la mediación (fallida pero insistente) del lenguaje poético, De Lima parece haber encontrado los mecanismos necesarios para convertirlo en un venero efectivo de expresión literaria.

El ego del hablante y su historia personal son reconocidos aún como discontinuos y su transmutación en lenguaje es experimentada aún como una falencia (una “historia que no se cuenta”), pero la validez del acto poético mismo se reafirma incluso en la disolución de la subjetividad que la produce, y la delimitación entre el espacio externo y el propio cuerpo deja de tener importancia ante la demanda del acto enunciativo (“Una historia que no se puede fijar, nómada / y errante Historia que no se cuenta ni a sí / misma siquiera […] / Que responda / hacia fuera, o en las fronteras de tus cavidades / Una historia que no se puede fijar, que nadie desea, / que nadie (no hay nadie) desea fijar”). En efecto, la persistencia de la escritura, el “poema” al que ya en Mundo arcano se le otorgaba una agencia exterior a la subjetividad, es aquí, sostenidamente, el territorio al cual llegan las imágenes esenciales del idioma en que Paolo de Lima nos habla —la ciudad imaginaria, la memoria y la distancia, el desorden del mundo— para asentarse y simplemente estar, curadas ya de la mutua violencia que se hacían, aunque no menos heridas: “Esa ave que atraviesa el cordel / en realidad sobrevuela mi ciudad / que desde ahora imagino / Uno inventa la figura que la memoria persiste / y es el poema el que nos medita en el desorden”.

Hacia el final de Silenciosa algarabía, el poeta vuelve a contemplarse en el espejo y halla lo que halló ahí siempre: el terror de su silencio, la discontinuidad de sus formas materiales, la incompatibilidad entre el objeto y la experiencia. Sin embargo, el poema se resuelve en una imagen de quieta belleza que refiere la distorsión y evanescencia de la materia física, expresada en la forma de un mandato al hablante mismo —el mandato, es de suponer, del lenguaje y de la poesía— (“Ahora anuncia el cuerpo tenso como un halo de luz bajo las aguas”), y en una nota de cuidadoso optimismo que afirma el futuro como posibilidad y la experiencia material, corpórea, como instancia de validación (“Objeto del mañana, pequeña certidumbre de carne viva”).

Aquí, el desgarro, el hermetismo, lo incomunicable y fragmentario de la experiencia, el vacío del mundo y los fracasos del lenguaje, tópicos centrales todos ellos de la poesía de Paolo de Lima,  han perdido la urgencia declarativa de los dos libros previos para ganar no sólo en ecuanimidad sino en fluidez formal, con ritmos controlados que persisten y se cohesionan e imágenes poderosamente eficaces en su expresividad. Sin haber regresado al redil de la tradición que inicialmente quiso abandonar (“escribir sin molde ni modelos, ni las de  tv / fragmentariando, segmentando sin segmentos: por / interrumpir la línea, abracadabro, arcano y sucio”, dice en el poema que abre Silenciosa algarabía), sin haber hipotecado la interioridad de su visión al formalismo y sin haberla abandonado por las formas convencionales del coloquialismo, De Lima ha arribado a un territorio propio, pleno de posibilidades para la continua exploración de sus particulares obsesiones y para la construcción, desde ellas, de una literatura.

 

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Nota de Enrique Sánchez Hernani a "Al vaivén fluctuante del verso". Sección "Imperdibles lecturas" de la revista Somos N° 1323 del diario El Comercio, sábado 14 de abril 2012.



 

 

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