En enero de 2026 llegará a los cines Hamnet, la nueva película de la directora china Chloé Zhao, ganadora de tres Óscar en 2021 con Nomadland, su aclamado retrato de la precariedad estadounidense. Su nuevo filme se basa en la novela homónima de 2020 de la escritora irlandesa Maggie O'Farrell. El tráiler y el material promocional revelan una aproximación íntima y emocional al universo familiar de los Shakespeare, con Jessie Buckley y Paul Mescal en los roles de Agnes (Anne Hathaway) y William Shakespeare, y Jacobi Jupe como el niño Hamnet. Todo indica –si seguimos el tono de la novela y las declaraciones de Zhao y O’Farrell– que la película explorará el duelo, la vulnerabilidad y las tensiones domésticas tras la muerte del niño, un episodio histórico ocurrido cuando Hamnet tenía once años.
Más que recrear la leyenda literaria del dramaturgo, Hamnet parece querer poner en primer plano la fragilidad humana: la pérdida, la distancia, la vida afectiva alterada. La novela de O’Farrell fue ampliamente celebrada por transformar la tragedia personal en una reflexión universal sobre la paternidad, la convivencia y la creación artística; y todo sugiere que la adaptación cinematográfica buscará preservar ese espíritu, humanizando la figura de Shakespeare desde el espacio familiar y emocional antes que desde el pedestal del genio.

Pero al adentrarnos en este imaginario –ya sea por la novela, por el tráiler o por la expectativa crítica– resulta imposible no recordar que esta hipótesis sobre Shakespeare, su hijo Hamnet y la génesis de Hamlet fue formulada con notable antecedencia más de un siglo antes por James Joyce en Ulises (1922). En el capítulo noveno, “Escila y Caribdis”, Stephen Dedalus expone una célebre teoría: que la muerte del hijo de Shakespeare habría sido la matriz emocional y simbólica de Hamlet, y que la obra codifica la culpa, el desgarro y la fractura íntima del autor.
La intuición joyceana resuena aún más si recordamos un eco interno dentro de Ulises: el pequeño Rudy Bloom, hijo de Leopold y Molly, muerto a los once días de nacido. Esa ausencia modela silenciosamente toda la novela y convierte a Leopold en un padre sin hijo, en busca de un hijo sin padre (Stephen). La coincidencia entre el niño perdido de Shakespeare (muerto a los 11 años) y el de Bloom (muerto a los 11 días) añade una capa de lectura decisiva: Joyce no solo teoriza un duelo ajeno sino que proyecta su propia estructura narrativa sobre esa herida.
A partir de ese paralelismo íntimo –que hace dialogar el trauma shakesperiano con la arquitectura emocional de Ulises– Joyce puede adentrarse en el corazón mismo de la biografía creativa de Shakespeare. Joyce debate ese vínculo en medio de una discusión erudita ubicada en la Biblioteca Nacional de Dublín: rechaza una lectura puramente estética o desapegada y reivindica una conexión íntima entre la vida del autor y su obra. Su planteamiento reintroduce a Shakespeare en carne y hueso, no como figura reverenciada sino como hombre marcado por la pérdida, la traición y el dolor, y como alguien que habría canalizado esas fracturas emocionales a través de la creación artística.
Es precisamente aquí donde la lectura del filósofo francés René Girard arroja una luz determinante sobre el trasfondo del drama. En Shakespeare. Los fuegos de la envidia (1990), concretamente en el capítulo 29, “¿Cree usted mismo en su teoría?”, dedicado a la lectura joyceana de Shakespeare en Ulises, Girard sostiene que la dramaturgia shakesperiana se articula en torno al choque entre deseo, rivalidad y sacrificio: la tragedia surge cuando el conflicto interior –el duelo, la culpa, la fractura íntima– encuentra una forma teatral capaz de contenerlo y amplificarlo. Para Girard, Hamlet no solo expresa un drama familiar sino el desmontaje del deseo mimético que constituye al sujeto. En ese sentido, la muerte de Hamnet funciona como una fisura originaria, una lesión simbólica que, aun no tematizada de manera explícita, se convierte en el centro vacío alrededor del cual Shakespeare construye su obra más enigmática.
Y Girard añade una observación crucial sobre Ulises: Joyce sería “la única excepción moderna” que reconoce de manera abierta el deseo imitativo en Shakespeare. En su lectura, la puesta en escena intelectual de Stephen Dedalus no es solo una “vida” del dramaturgo, sino una interpretación atravesada por la lógica de la imitación: una teoría donde la traición, la rivalidad y la manipulación del deseo –como cuando Dedalus imagina a Anne Hathaway recurriendo a los propios hermanos de Shakespeare para sembrar en él una rivalidad que vuelve inestable su deseo– revelan la matriz de tensiones que atraviesa toda la obra shakesperiana. Joyce, dirá Girard, capta mejor que nadie la omnipresencia de estas interacciones en las tragedias, no para explicarlas psicológicamente, sino para mostrar la red de rivalidades que las hace estallar, y Hamlet es su ejemplo supremo.
Conviene subrayar, en este punto, que Joyce no legitima estas interpretaciones como verdades psicológicas. La teoría de Stephen Dedalus no funciona como diagnóstico ni como explicación causal del genio shakesperiano; es, más bien, una dramatización intelectual puesta en escena dentro de la novela. Joyce no adopta la psicología como clave hermenéutica, sino que la exhibe como uno de los discursos modernos que buscan apropiarse del sentido del arte. Stephen teoriza, interpreta y proyecta; pero Joyce mantiene una distancia irónica frente a ese gesto, dejando que sus hipótesis circulen como construcciones retóricas, no como revelaciones del inconsciente del autor. En ese sentido, Ulises no psicologiza a Shakespeare: muestra, más bien, cómo la modernidad necesita hacerlo.
La lectura de Joyce –que pone el duelo en el corazón de la creación– y la de Girard –que ve en esa falla íntima el motor mimético de la tragedia– se complementan de manera sorprendente. Hamnet la película dialoga, de hecho, con ambas. De ese modo, Hamnet no solo conversa con la tradición teatral de Shakespeare, sino con una tradición crítica que Joyce reabrió y que Girard complejiza: la de ver en la tragedia individual una semilla para la obra universal. Y aunque todavía no se ha estrenado, la información disponible sugiere que la cinta buscará reconstruir la dimensión afectiva de la leyenda desde la intimidad: el dolor, la pérdida, el amor y la fragilidad como motores de creación.
Ver Hamnet en una clave joyceana permite advertir dimensiones que van más allá de la anécdota histórica. En primer lugar, la película reivindica el origen íntimo del arte: no representa la muerte del hijo como un dato biográfico accesorio, sino como el detonante simbólico de una obra monumental. Esa tensión entre lo doméstico y lo dramático –entre la vida privada y la creación trágica– es precisamente la que James Joyce explora en Ulises, cuando Stephen Dedalus propone que Shakespeare volcó en Hamlet la grieta más profunda de su existencia.
A ello se suma la humanización de la leyenda. Al centrarse en Agnes y William como pareja, como padres, como seres vulnerables, la película desmontaría la figura distante del genio inalcanzable y mostraría en su lugar a una familia atrapada en la fragilidad cotidiana. La novela de O’Farrell ya había hecho este giro: convertir la tragedia desde un relato de canon a un relato de intimidad. De este modo nos recuerda que detrás de la obra existe un duelo real, una fractura emocional, una experiencia límite que puede convertirse en el corazón mismo del gesto creativo.
Asimismo, la película actualiza el mito familiar para sensibilidades contemporáneas. En una época en la que la empatía, el trauma y la memoria ocupan un lugar central, Hamnet revaloriza la pérdida y la supervivencia emocional como ejes de la experiencia humana. El filme convierte la historia de la familia Shakespeare en una radiografía de nuestras propias vulnerabilidades: lo que se pierde, lo que permanece, lo que se transforma.
Y finalmente, todo apunta a que la película prolongará la inquietante continuidad entre vida y ficción que Joyce había explorado con tal rigor e ironía. Hamlet –y ahora Hamnet– aparece como un espacio donde la vida real y la imaginación dramática se entrecruzan, donde la herida se vuelve forma y la forma revela la herida. Las grandes obras no solo representan nuestras fracturas: nacen de ellas, atraviesan generaciones y siguen vibrando en quienes, siglos después, buscan comprender por qué el sufrimiento también crea.
Dado su enfoque emocional y simbólico, es comprensible que Hamnet ya haya generado debates incluso antes de su estreno. Algunos temen un exceso de sentimentalismo o una biografización excesiva de Shakespeare; otros señalan el riesgo de reducir Hamlet a un duelo doméstico. Pero precisamente en ese riesgo –el de vincular vida y arte– reside su mayor promesa: recuperar la tragedia no como un dato histórico sino una potencia que atraviesa el tiempo, que resuena en nosotros y reaparece bajo nuevas formas.
Así, la llegada de Hamnet al cine no es un simple evento cultural. Es una reafirmación de aquello que Joyce había intuido y que Girard teorizaría con tanta precisión: que las obras maestras no nacen en el aire, sino del conflicto, del duelo, de la pérdida, de la rivalidad y de las fracturas del deseo. Que detrás del mito hay una carne vulnerable, y que esa vulnerabilidad puede ser fertilidad creativa.
Hamnet actualiza esa intuición, la vuelve imagen, gesto y silencio. Y lo hace siguiendo una genealogía que empieza en Shakespeare, pasa por Joyce, se piensa desde Girard y llega, ahora, a nosotros, de la mano de Maggie O'Farrell y Chloé Zhao. Para quienes aman la literatura, el cine y la vida –y para quienes creen que el arte puede salvar cicatrices invisibles– Hamnet llega en el momento justo.
(*) Publicado originalmente en la página web Círculo de Lectores (16 diciembre 2025).