Omar Pérez Santiago

 
 

 


Nuevos narradores



Omar Pérez
(publicado en el Utopista Pragmático, Santiago, Chile.)



Los echaremos a patadas

Hace ya más de diez años Jaime Collyer ofreció, en la enterrada revista Apsi, sacar a patadas a la generación del 50 y del 60 de la escena literaria ( Casus Belli: todo el poder para nosotros, Revista Apsi 415, febrero-marzo 1992). Jorge Edwards y Antonio Skármeta, viejos peritos, se sonrieron. Collyer nombró una división de 28 escritores guerreros que asaltarían el Palacio de Invierno. Era la toma del poder de una nueva generación. Su tono era más de golpe de estado que de revolución y su manifiesto era un bando militar, que a nombre de los escritores de los años ochenta ocupaba decisivas posiciones. Le habían publicado El Infiltrado (1989) y era editor en Planeta. El amigo Carlos Franz trabajaba en la Cámara del Libro y había publicado Santiago Cero (1990) El amigo Gonzalo Contreras publicaba La ciudad anterior (1991) y ganaba un premio en el diario El Mercurio. Arturo Fontaine publicó Oír su voz (1992). Era la nueva narrativa chilena que tenía su rendez vous en la Plaza del Mulato Gil de Santiago. Marco Antonio De la Parra, otro entusiasta, publicó una novela sobre el cenáculo, una colmena mapochina (La pérdida del tiempo): un grupo de nueve escritores de la llamada nueva narrativa se reúne a almorzar diariamente en un restorán de la Pérgola del Mulato Gil.. Hacían historia. Estaban ufanos, los lectores los preferían. Collyer creía en una estética minimalista, neutral y de narración lineal. Estaban ansiosos en ser globalizados, obsesionados por las ventas, el "ranking", la foto del autor en la revista Capital y el éxito en el exterior.

-Es una creación comercial y de marketing, los acusaron.

Fueron por un lapso niños mimados de la society santiaguina. Mas, a los pocos años el plan se fue a negro. Las ventas bajaron y todo se deprimió. Surgieron de pronto otros escritores y que, sin ser minimalistas ni neutrales, tuvieron éxito comercial: Pedro Lemebel , (Loco Afán, Crónicas de Sidario, 1996), Hernán Rivera Letelier, Roberto Ampuero (¿Quién mató a Cristián Kusterman? , 1993), Roberto Bolaño (Los Detectives salvajes, 1998) y Marcela Serrano (Nosotros que nos queremos tanto, 1991; Para que no me olvides (1993) y Antigua vida mía , 1995). Vendían en Chile y el mundo. Así, 10 años después, Collyer –el capitán golpista- mira cariacontecido como el público de la Feria del Libro de Santiago hace cola para que Hernán Rivera Letelier (La reina Isabel cantaba rancheras, 1994) les firme un libro sobre meretrices y mineros, mientras él mismo y su obra El Habitante del Cielo pasan casi inadvertidos. Qué la tortilla se vuelva: ahora estos acusan a los otros de comerciales y de literatura facilota y folletinesca. Collyer habla de impostores y de adictos al cómic y a la cultura popular.

La disputa tomó de pronto otros ribetes: en una reunión de la Feria del Libro de Santiago Lemebel escupió a Contreras por haber estado, años atrás, en tertulias en la guarida de dos efectivos de la policía terrorista de Pinochet, Mariana Callejas y Townley. Efectivamente, Franz, Contreras e Iturra frecuentaron la ratonera de Callejas y Townley, la Corte de los Milagros, en la Vía Naranja 4925 de Lo Curro. En esa mazmorra funcionaba una célula de Pinochet. Callejas y Townley, esos killers, mataron al ex Jefe del ejército chileno, Carlos Prats y a su mujer en Buenos Aires en 1976 y mataron al ex canciller chileno Orlando Letelier en Washington. En la casa del espanto, ocurría de todo: un tal Berríos desarrolla el gas Sarín y lo prueba “satisfactoriamente” en prisioneros políticos; al diplomático español Carmelo Soria, después de horas de tormento, lo colocaron sobre las escaleras, le sujetaron la cabeza y le aplastaron el pecho hasta fracturar la columna que le produjo la muerte.

Los noveles escritores dicen, aseguran, que nada sabían, nada escucharon y nada olieron. ¿Ingenuidad de época? El glamour de la foto en la revista Capital perdía valor. Esta leyenda aciaga -¿ajena a la literatura?- los perseguirá como el olor de la muerte.

Hoy la historia no absuelve a Collyer. De los 28 combatientes de hace diez años, hay dos con lectores aceptables: Luis Sepúlveda y Ramón Díaz Eterovic, con su saga de Heredia. En algo más se equivocó. Los siete escritores generacionales productos de exportación (Marcela Serrano, Hernán Rivera Letelier, Ramón Díaz Eterovic, Roberto Ampuero, Pedro Lemebel, Roberto Bolaño y Luis Sepúlveda (Un viejo que leía novelas de amor, 1992) son afectos a la cultura popular y no escriben opaca ni neutralmente. Díaz y Ampuero escriben novela negra, Lemebel crónicas adornadas, Serrano, Rivera Letelier y Sepúlveda, algo parecido al folletín y Bolaño escribe cult-pop. Así, ha sido, circunstancialmente, derrotada también una estética.

Ahora bien, ninguno de los 28 escritores que nombró Collyer ha muerto. Por eso, todo puede pasar y que la tortilla se vuelva. Ninguno está muerto y, obviamente, siguen publicando, muchas veces alejados de las polémicas y rencillas de grupos, para un público más bien pequeño. Guerreros y guerreras solitarias, con valentía y humildad, por verdadero amor a las letras: el último año Roberto Rivera publicó Ojos azules (2002); Pía Barros publicó el libro de cuentos Los que sobran (2002); Lilian Elphick publicó El otro, afuera (2002), Carolina Rivas, Dama en el Jardín (2002), Reinaldo Edmundo Marchant la novela La patria golondrina (2002) y Jorge Calvo, Fin de la Inocencia (2003)

No se tomaron el poder, pero muertos, no.






 

 
 

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