Tanto en textos sagrados como en la ciencia ficción, el tema de ganarle a la muerte y volver a la vida ocupan un lugar importante. El caso más famoso de resucitación fue protagonizado por Jesús, quien hizo que Lázaro volviera a la vida. Pero los evangelios nada dicen qué pasó después con Lázaro. ¿Qué efectos tuvo en su psiquis, en sus relaciones personales? ¿Visitar el reino de los muertos y regresar deja alguna huella?
Resucitar, sí, pero a qué costo. Los retornados, la reciente novela de Cristian Cristino, recoge este deseo salvífico y la inquietud por el después, enfocado en el regreso a la vida de víctimas de la dictadura chilena. Y si bien aquí predomina la visión secular, resucitar no pierde del todo sus connotaciones metafísicas o trascendentales. «Primero retornaron los ejecutados políticos. Los detenidos desaparecidos. Segundo. Para los niños perdidos habría que esperar un poco».

Cristian Cristino
Es el poder quien decide recuperar vidas. Mediante un método científico programado por el Estado, se revive a los muertos, pero también se capacita a las familias para lidiar con el retornado, que regresa con la edad en que fue asesinado. El problema es que queda convertido en una especie de zombi; no violento, sino silencioso, ajeno a lo que le rodea y a las repercusiones de su presencia.
Cristino ha elaborado un volumen experimental, donde rompe con la vieja diferencia entre el contenido y la forma. Ambas categorías se vuelven una y contribuyen con fuerza a la conformación de una trama enrarecida, con una gramática fragmentada, donde voz y discurso son una maraña indisoluble. Proliferan distintas tipografías, las frases breves y las palabras separadas por un punto seguido. La desconexión entre lo real y lo sobrenatural parece sobrepasada por medio de una voz narrativa que se deja llevar por un flujo de reflexiones que transita desde la primera persona a otras voces. Emergen así las palabras del retornado, de sus familiares, de sus cuidadores e incluso de una pinochetista. El drama de todo esto no radica solo en la pasividad de los resucitados, sino en que la comunidad a la que vuelven también es altamente pasiva y no manifiesta el deseo de intervenir en algún sentido la dirección de una
nueva realidad.
Lo más más perturbador de todo es que la novela consigue probar que el retorno de los seres amados es inútil. No hay posibilidad de enmendar el crimen ni de recuperar el tiempo perdido tanto para el retornado como para sus cercanos. Este problema de índole ético-política profundiza aún más la falta en que el pasado no es más que una infinita sucesión de desaciertos, obviamente irreparables. Una de las viudas clama: «¿POR QUÉ NO ME DEJAN RECORDAR Y SUFRIR Y EXTRAÑAR Y ODIAR Y MALDECIR Y REÍR TRANQUILA?» (mayúsculas y negritas del original).
Frente a este discurso de rechazo a la imposición sobre cómo vivir la vida, surgen voces como la siguiente: «¿Queda muy mal que me enamore de mi retornado? Los retornados están para complacer, ¿no? Rellenar un vacío, ¿no? Que se le pare que se le pare que se le pare al retornado». No hay marca de género en estas voces, que dan cuenta de la desacralización absoluta del mundo al que han vuelto estas personas. Este reconocimiento de un utilitarismo extremo resulta acorde con el proyecto estatal de instrumentalizar a los muertos vivientes como agentes represivos: «NUEVOS GOBIERNOS QUE NO ALCANZAN A CUMPLIR UN AÑO. RETORNADOS QUE SE ENCARGAN DE VIGILAR, REPRIMIR Y TODO LO DEMÁS QUE TAMBIÉN HA DECIDIDO RETORNAR» (mayúsculas y negritas del original).
En esta narración, el pasado sería imposible de alterar. Y si esto ocurriera, tal como la novela plantea, nos enfrentaríamos a cuerpos vacíos, meras imágenes que cargarían un sentido simbólico, pero carentes de vida o, si se quiere, de humanidad. La presencia de «la compulsión retro», como señala el volumen, quiere realizar el imposible acto de enmendar el pasado, hecho que el crítico Mark Fisher, siguiendo a Jack Derrida y su libro Espectros de Marx, identifica como un giro orientado a pensar las formas en que la tecnología capitalista materializa la memoria. Y los cuerpos.
Fisher nos remite al carácter espectral de las ideologías pasadas y de fantasmas no sobrenaturales, sino fantasmas de lo real que habitan nuestro presente. El espectro, de tal manera, es un evento que retorna y nos asedia, intentado redimir el pasado o restaurar el presente. Cristino parece hurgar precisamente en ese punto de la fantología o el retorno del pasado, que nos remite a la trágica y terrible situación de un fantasma que no se va, que permanece, impidiendo el cierre del duelo. Y si lo perdido volviera, sería para ser un mero instrumento del nuevo poder tecno-fascista.
Es por esa razón que Retornados clausura la posibilidad de toda salvación entendida como el acto de reconciliarse con el pasado. El regreso de los muertos es un mandato que la comunidad debe aceptar haciéndose cargo de cuerpos sin voluntad, porque se trata de corporalidades vaciadas de deseo. No hay ideas en estos cuerpos; no hay reflexión. Son una suerte de envase hueco que solo sirve al poder en su proyecto fallido de enmendar el pasado mediante una estrategia espuria.
Cristino elabora una propuesta única. Un libro inteligente, complejo, lleno de capas que exponen contradicciones, paradojas, deseos y dogmas mediante una prosa tan bella como macabra. Los retornados da una vuelta absoluta a la búsqueda de los muertos y muertas por la dictadura, impulsándonos a replantearnos formas ya no de reparación, lo que resulta absurdo, sino de dignidad y justicia ante un genocidio. De paso, y tal vez aun más importante, Cristino nos lleva a repensar cuál debería ser el trabajo de la memoria frente a un poder que parece no tener límites de ningún tipo y que todo lo reconvertirá en insumo para afianzar su posición.