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Anacondas en el parque

Pedro Lemebel


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A pesar del relámpago modernista que rasga la intimidad de los parques con su halógeno delator, que convierte la clorofila del pasto en oleaje de plush rasurado por el afeite municipal. Metros y metros de un Forestal "verde que te quiero" en orden, simulando un Versalles criollo como escenografía para el ocio democrático. Más bien una vitrina de parque como paisajismo japonés, donde la maleza se somete a la peluquería bonsái del corte-milico. Donde las cámaras de filmación, que soñara el alcalde, estrujan la saliva de los besos en la química prejuiciosa del control urbano. Cámaras de vigilancia para idealizar un bello parque al óleo, con niños de trenzas rubias al viento de los columpios. Focos y lentes camuflados en la flor del ojal edilicio, para controlar la demencia senil que babea los escaños. Ancianos de mirada azulosa con perros poodles recortados por la misma mano que tijeretea los cipreses.

Aun así, con todo este aparataje de vigilancia, más allá del atardecer bronceado por el esmog de la urbe. Cuando cae la sombra lejos del radio fichado por los faroles. Apenas tocando la basta mojada de la espesura, se asoma la punta de un pie que agarrotado hinca las uñas en la tierra. Un pie que perdió su zapatilla en la horcajada del sexo apurado, por la paranoia del espacio público. Extremidades enlazadas de piernas en arco y labios de papel secante que susurran "no tan fuerte, duele, despacito, cuidado que viene gente".

Por el camino se acercan parejas de la mano que pasan anudando azahares por la senda iluminada de la legalidad. Futuras nupcias, que fingen no ver el amancebamiento de culebras que se frotan en el pasto. Que comentan en voz baja "eran dos hombres, ¿te fijaste?". Y siguen caminando pensando en sus futuros hijos hombres, en prevenirlos de los parques, de esos tipos solos que caminan en la noche y observan a las parejas detrás de las matas. Como ese voyerista que los miraba a ellos mismos hace un rato. Los miraba hacer el amor en la dulzura del parque, porque no tuvieron plata para el motel, pero gozaron como nunca en esa intemperie verde, con ese espectador que no pudo aplaudir porque tenía las manos ocupadas, corriéndosela a todo vapor, moqueando un "ay, que me voy, por favor espérense un poquito". Entonces ella le dijo a él "sabes que no puedo si alguien está mirando". Pero a esas alturas el "no puedo" fue un quejido silenciado por la fiebre y el "alguien está mirando" un condimento de ojos egipcios nadando entre las hojas. Un vahído abismal que engendró pupilas de bronce, en el par de ojos que le brotaron a su embarazo. Y cuando el péndex cumplió quince años, ella no le dijo "cuidado con los parques", porque supo que el dorado de esos ojos eran hojas sedientas de parque. Por eso calló la advertencia. El "cuidado con los parques" podía ser una sinopsis de gasa verde, un descorrer apresurado la cortina de su joven prepucio. Un lanzarlo a recorrer el maicillo como áspid en celo, haciéndose el leso, que prende un cigarro para que el hombre que lo sigue le pida fuego y le pregunte "¿en qué andas?". Y sin esperar respuesta lo empuje suavemente detrás de las matas. Y ahí, en plena humedad, le encienda la selva rizada del pubis, chupándole con lengua de lagarto sus cojones de menta. Elevando ese beso de fuego hasta la cumbre de su pecíolo selenita. Y mientras la cinta de autos y micros corre por la costanera, el chico se entrega al marasmo de sus quince años de papel que naufragan como barcos en la sábana empapada del césped. Y no importa que el crujido de las ramas le diga que alguien lo está mirando, porque él sabe cómo cuesta ver una película porno en este país; él también ha mirado y conoce el mecanismo de apartar las ramas para involucrarse en la trinidad incestuosa de los parques.

Quizás mirar es ser cómplice de un asesinato, estrangulando la víctima en el muñeco vudú que derrama su ponzoña de crótalo entre los dedos. La misma escena que se mira es repetida por el vidriado iris en el calco del glande, como una repartija generosa para el hambre de quien observa. Por eso la humedad del parque funde al péndex en un anonimato perverso. Por eso cada noche cruza el enramaje de sus plumas y no le importa coagularse con otros hombres, que serpentean los senderos como anacondas perdidas, como serpientes de cabezas rojas que se reconocen por el semáforo urgido de sus rubíes.

Obreros, empleados, escolares o seminaristas, se transforman en ofidios que abandonan la piel seca de los uniformes, para tribalizar el deseo en un devenir opaco de cascabeles. Algo abyecto en sus ojos fijos pareciera acumular un Sahara, un Atacama, un salar salitrero de polvo que sisea en el tridente reseco de sus lenguas. Apenas una hebra plateada desfleca los labios en garúa seminal, baba que conduce al corazón madriguera del nido encintado en papel higiénico, que absorbe su lagrimeo. Nidos para empollar condones que recolectan en los prados como niños envueltos en polietileno, para fermentar al sol en el abono azafrán de las magnolias.

Los parques de noche florecen en rocío de perlas solitarias, en lluvia de arroz que derraman los círculos de manuelas, como ecología pasional que circunda a la pareja. Masturbaciones colectivas reciclan en maniobras desesperadas los juegos de infancia; el tobogán, el columpio, el balancín, la escondida apenumbrada en cofradías de hombres, que con el timón enhiesto, se aglutinan por la sumatoria de sus cartílagos. Así pene a mano, mano a mano y pene ajeno, forman una rueda que colectiviza el gesto negado en un carrusel de manoseos, en un "corre que te pillo" de toqueteo y agarrón. Una danza tribal donde cada quien engancha su carro en el expreso de la medianoche, enrielando la cuncuna que toma su forma en el penetrar y ser penetrado bajo el follaje turbio de los acacios. Un rito ancestral en ronda lechosa espejea la luna llena, la rebota en centrífugas voyeurs más tímidas, que palpitan en la taquicardia de la manopla entre los yuyos. Noche de ronda que ronda lunática y se corta como un collar lácteo al silbato policíaco. Al lampareo púrpura de la sirena que fragmenta nalgas y escrotos, sangrando la fiesta con su parpadeo estroboscópico. A lumazo limpio arremete la ley en los timbales huecos de las espaldas, al ritmo safari de su falo-carga poderosa. Entre el apaleo tratan de correr pero caen al suelo engrillados por los pantalones, cubriéndose con las manos los gladiolos sexuales, aún tibios y deshojados por la sorpresa. Pero las linternas revuelven la maleza y latigan sus lomos camuflados en el terciopelo frío de las violetas. El péndex primerizo temblando bajo las matas de hortensias se sube el cierre del jean que le muerde la pelvis (llegando a su casa se cambiará los slips). Alguien en un intento desesperado zigzaguea los autos de la costanera y alcanza el puente perseguido por los disparos. En un salto suicida vuela sobre las barandas y cae al río siendo tragado por las aguas. El cadáver aparece días después ovillado de mugres en la ribera del Parque de los Reyes. La foto del diario lo muestra como un pellejo de reptil abandonado entre las piedras. Aun así, los parques de Santiago siguen fermentando como zonas de esparcimiento planificadas por la poda del deseo ciudadano. Los parques son lugares donde se hace cada vez más difícil deslizar un manoseo, como acoplamiento de los sujetos, que sujetos a la mirada del ojo público, buscan el lamido de la oscuridad para regenerar el contacto humano.


 

 

 

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