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Salidas de desmadre: más lejos y más cerca de la poesía de Manuel Moraga

Prólogo al libro "Desmadrada" de Manuel Moraga Vidal [1]
Ediciones Lar (Literatura Americana Reunida), 2007, 95 páginas.


Por Pedro Montealegre Latorre


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“¿Dónde está el sujeto? Es necesario encontrar al sujeto como a un objeto perdido.
Más precisamente este objeto perdido es el soporte del sujeto y en muchos casos
es una cosa más abyecta de lo que puedan considerar”
-Jacques Lacan

“El espectáculo no es más que el lenguaje común de esta separación”
-Guy Debord

Podría ser un prólogo. Podría ser un denso o frívolo estudio preliminar. Podría ser una carta, en donde la distancia entre lo que sé, lo que leo, lo que afirmo y lo que olvido no remitiera sólo a la difusa mirada de Manuel Moraga, poeta de Puerto Montt, como quién dijera también poeta de la calle, poeta de la “vi en rosa”, poeta del margen, poeta silenciado o poeta hecho silencio. No se puede hablar desde el desconocimiento, porque ninguna habla, ninguna lectura es inocente. La culpabilidad de la afirmación hoy resulta competente a propósito de esta escritura que no plantea lo políticamente correcto ante el nuevo panorama de las letras chilenas como garantía de éxito, como antecedente necesario o chaleco salvavidas que autorice su publicación en el contexto de lo “leído” este último tiempo. Hablo de, supuestamente, nuevas voces; supuestas transgresiones en donde el patrón se afirma. Manuel Moraga no aspira a transgredir, y precisamente esa aspiración es su mayor logro.

Manuel Moraga ha escrito un libro de poemas de amor. [1]

Estoy hablando de uno de los más intensos que hayan aparecido durante los últimos años. Ahora, se podrá sospechar de la rotundidad de éstas afirmaciones. Se podrá decir que se trata de “otro” libro de esta clase, como si los demás fueran gemas, únicas, aisladas, sin padres o relaciones de ningún tipo. Se dirá que no es para tanto. Se podrá discutir, rebatir, enmendar la plana, proponer transacciones, atribuir cercanías, simpatías atenuantes, amistades sospechosas, publicidad engañosa, algunos etcéteras más agudos que otros. Se podrá criticar el entusiasmo. Quizás pueda acusarse la empatía del prologuista hacia un poeta que junto con otros compañeros y compañeras de la zona (por no decir sólo portomontinos) dieron lo suyo al panorama de la poesía joven de los 90, con antologías, recitales y puestas en escena. Hablo del grupo Quercipinion. Hablo de todos ellos sólo para poder hablar de uno. Ni tan joven ahora. Ni tan lejos ni tan cerca de su historia. Asumo estos prejuicios, legítimas discrepancias, preconcepciones o pretextos, sólo para decir que no creo en escrituras aisladas; creo que toda escritura —incluso la de estas líneas— toma partido. Todo discurso es partidario, y, desde luego, como tal, excluye. Pienso, por otra parte, en la omitida poesía del sur de Chile, apartada por otro discurso más poderoso. Me refiero a una exclusión contra la cual varias voces se han levantado a lo largo de la historia reciente con su legítimo reclamo y que sin embargo hoy, el centro, el poder o como quiera llamársele, parece tranquilizar con la mención y promoción de escogidas figuras que producen aquella representación del sur quizás sesgada, mitificada, construída.

El sur no existe. Esto lo digo pensando en Baudrillard, y sus ilusiones vitales: las que nos permiten vivir, mediante sistemas de negociación simbólica. O quizás el simulacro del sur es menos poderoso y ni siquiera hay conflicto con el simulacro del centro. De la capital. De Santiago. Y donde no hay conflicto, hay algo que se invisibiliza. El sur invisible que propone Moraga está lleno de acantilados, quizás los imaginados en los cerros que rodean Puerto Montt, y que se transforman también en precipicios de piel, o territorios escarpados que impiden el siguiente paso. En los poemas de Manuel Moraga, quien transita por estas geografías imaginadas hace suya una subjetividad feroz. Entiendo ésta no como una categoría aislada e inmune a filtraciones del otro y del “Gran otro”, la Sociedad, la Cultura, el Estado, así con mayúsculas. Y es de ferocidad doble, porque ladra y se deja ladrar, penetra al otro con preguntas, y la lluvia penetra los labios a quien las hace con dolor, con crujir, con la violencia necesaria de quien muere. Y quien ansía gozar con ello:


“(...) no digáis que no amo
si entierro estacas al corazón de mis sueños
antes que llegaras a sembrar
este temporal de piedras en mis venas
si sólo mi boca arranca quejidos
a este hombre que mordía las estrellas en el pasto (...)”


La definición benvenisteana clásica nos dice que la subjetividad se trataría de la capacidad del locutor de plantearse como sujeto. Y sólo existe este planteamiento en la medida que otro lo reconoce. Sabemos, por Foucault, que es en cierto modo una construcción normativa (¿qué discursos te articulan como un yo?). Lacan dice que es producto del significante. Hablamos, en el caso que nos concierne, de un yo poético agujereado, cuya identidad se disgrega, se dispersa, vaciándose de materialidad (o esencialidad) sólo para llenarse de otros agujeros, de otras faltas, de vacíos, de deseos y no necesariamente de goce. Desmadrada hace suya esta geografía, digo, solo para representarla como un laberinto de espejos: las calles de una ciudad del sur, por ejemplo, son proyecciones del sujeto y viceversa: territorios que trascienden el espacio aparentemente inaccesible del yo para plegarse hacia un tú apostrófico. Nos referimos al sujeto de su deseo en su modulación pasional –lectura en cuanto al acto de padecer, y en cuanto a apetito vehemente por algo o alguien–, no necesariamente reducido a la categoría moral de ese otro, sino también en su aprehensión como objeto. Es decir, el discurso que objetiviza “al” sujeto poético (el de la enunciación), al mismo tiempo hace que este hablante objetualice al otro mediante una transferencia “rara”, problemática, en su más secreta locución y relocalización dirigida hacia sí mismo por medio del deseo. Esto lo logra a través de su representación (o re-proyección) en las cosas que activan o contextualizan su vínculo co(a)rtado y que, al mismo tiempo, en un acto de conocer que al mismo tiempo implica aprehender, lo transforman –nuevamente, a ese otro–en discurso, en dialogía modulada desde lejos. Por ejemplo:

“llevo conmigo las calles
que manché de cicatrices cada lunes
llevo una maleta repleta de disfraces
atorada de angustia, sobrecargada de llanto
inútil sería dejarte este cuchillo
que guardaba en mi almohada
como el rosario de mi madre (...)”

Hablo de su fetichización escenificada a raíz de su propia ausencia, lo que propondrá un modelo de masculinidad en crisis, fisurado, deconstruido a partir de la conciencia de la precariedad de los territorios ilusorios por los que transita el sujeto y que lo producen como tal: me refiero a discursos normativos que le obligan al disfraz, a confundirse en y con el silencio, y saltarse esa misma norma y ser desmadrado o desmadrada sin asumir este trucaje con el secutor discurso queer de refundar identidades de género. Digo esto último pensando quizás en su competencia y viabilidad en sociedades y culturas o ciertas localizaciones de ellas que están más abiertas a esta estrategia política, cosa que no se puede comparar o cumplir aún en el sur mítico de Chile, ni en Chile mismo. Aquí no se funda nada. Se trata del crujir de una identidad en el recuerdo, ardiente como una brasa, del otro. Es así que la escritura aparece como la letra de un bolero; asume creativamente la cursilería y el cliché en otro orden de emotividad. El lector es capaz de descubrir esas marcas que no son otra cosa que discursos canonificados, de tal forma, que configuran intersubjetivamente –mediante un previo proceso de negociación simbólica– una respuesta de reconocimiento emotivo en cuanto a identificar aquellos signos que conforman una enciclopedia plural y popular acerca del placer dolor o goce en cuestiones propias del amor y el desamor que ellos les producen. En los textos de Moraga se utiliza la miel o la hiel no para atraer moscas —ni hombres—, sino para apartarlas y descubrir el consiguiente goce del sujeto que reclama para sí esa lejanía. Es así que leo:

“ahí estaba yo
embriagada invocando tu nombre
esperando inútilmente darla la razón a kafka
con las navajas que traigo en la boca
quería hundir mi veneno en tu columna
borracha,
como todas las perras de mi historia
vomité invocando tu nombre”

Desmadrada alude, desde el principio, a un arrebato, a una purga, a una declaración de amor dolorosa, sin ningún tipo de cercanía, ya sea porque el sujeto se aleja, ya sea porque el otro se va aún más allá. Su único encuentro, en este caso, sería el mutuo recuerdo del otro desde la distancia, aunque se toquen, se besen, o se rehagan. Esa conciencia física y corporal, y por encima moral, se define en esa falta, en esa huida, en ese escape, esa relación de “allases”. Es así que el texto dialoga con algunos de Malú Urriola, Sergio Parra o Pedro Lemebel; también de Antonio Silva, Héctor Hernández Montecinos, (o los más jóvenes, Pablo Paredes o Diego Ramírez). Pero, a mi juicio, logra poner de relieve quizás una versión no tan cercana a los llamados “realismos sucios” de los dos primeros. No lo veo, por otra parte, expresamente militante, como el tercero, en la medida que Desmadrada soslaya precisamente las identidades políticas (y por lo tanto poéticas), en torno a motivos como la homosexualidad, la pobreza, y su relación con las políticas culturales, sociales y económicas del estado chileno, sin que deje de tener una mirada, aunque se hable de amor y pasiones, política. No resulta tan hiper intelectualizada como lo que proponen Hernandez y Silva, ni suscribe el discurso a la puerilidad marginal ultrajada como consecuencia de lo anterior, pero aplicado a la historia más reciente de nuestro país, al modo de los dos últimos. El sujeto propuesto por Moraga no se define de modo expreso como políticamente transgresor(a), lo que no implica que ésa no sea una eficaz estrategia de transgresión política. No habla explícitamente de los grandes problemas de Latinoamérica, sin dejar de decirlo por medio de lo que le obliga a callarse, a amar de un modo trunco, a huir, a escabullirse por las esquinas, los rincones nocturnos de la ciudad sureña, a ubicarse en (el) silencio, en la violencia que, como el blanco, también es otro modo de lucha. Para ello, la imaginería de su lenguaje se relaciona tanto con las estéticas vanguardistas modernas (surrealismo) como algunos guiños a las de hibridación posmoderna de la actualidad. Por ello, encontramos enunciados provistos de intensidad lírica (uso de tropos, metáforas, imágenes, etc.) entrelazados con narración como dinámica de vuelo y aterrizaje (¿realidad y lenguaje?), dialéctica de ir y venir, del deseo y del odio.

“si sólo llegaras a abrazarme
embriagar al mundo que traes a cuestas
arrancarías todos los letreros
si llegaras con tu voz húmeda de impenitencia
te arrancaría la sonrisa con este cuchillo
con este cuchillo que escribo te hablaría de respeto
con este cuchillo que escribo
esperaría verte arrepentido, aplaudiendo el asesinato que te hice
si tan sólo un momento te tuviera entre mis brazos
le gritarías mi nombre a las paredes
nos encontraríamos en otras esquinas
asesinandonos hasta el hartazgo.”

Cuatro capítulos componen el texto. Judas; Mago habitante de las llaves; 4 minutos; y finalmente, Asesino en serio. El primero nos habla sobre el sujeto que se aleja, producto de la traición. El segundo, del otro que se desea, y que no llega o que se va. El tercero, hace referencia a los momentos previos en que uno de los dos espera irse, o espera llegar: habla de esas vísperas. El último se refiere a la muerte. digo esto, pensando en Bataille, que aseguraba que la interdicción del acto seual estaba en el necesario asesinato de 2 –con esa violencia–, para dar lugar un tercero simbólico, virtual y ritual (¿el amor?). Quizás el objeto perdido del que habana Lacan se encuentra simbolizado en ese tercero, ese nosotros. Hay que decir que los capítulos corresponden a trabajos de distintos períodos, yendo en orden creciente. El primero está fechado el año 2001 y el último, el 2005. Se puede rastrear esa trayectoria, en donde el sujeto de la primera etapa se descoloca (e inicia la marcha), para enseguida comenzar una búsqueda en la que finalmente se encuentra a sí mismo (o a otro), pero en un contexto en que las reglas han cambiado, con otras condiciones Esto dará lugar a un proceso de miradas de soslayo, de “torearse”, en una dinámica de acecho y fuga. Luego, vienen los primeros acercamientos, citas esquivas en el suelo cenagoso de la duda y de lo no comprometido: se dará ocasión a que ambos se claven la pulla, la espada o la cornamenta en esta especie de ruedo ibérico de sangre, tierra y sudor. El punto final de esto (o suspensivos) lo da la conciencia circular de lo que deviene, siempre apuntado al comienzo. Me refiero al uroboro de Nietzsche, el eterno retorno siempre cuestionable. Destaco los versos finales del conjunto:

“(...) las noches son edemas profundos en mi alma
me acuesto contigo, pero no me acuesto contigo
las muñecas estaban en tu mano
este martes fue otra noche
y había equinoccios que no tenías marcados
las noches en las que te espero
son siempre las mismas
teléfono, cervezas, chocolate.”

Lo repito: Manuel Moraga ha escrito un libro de poemas de amor.

Digo esto, quizás para redefinir y creer –y suscribir lo que han dicho otros y mejor– que el amor tiene partes abyectas, irrepresentables para ciertos contextos y normativas sociales, por lo cual nuevamente pienso en el Sur de Chile, en Puerto Montt, Muerto Montt o Puerto Rock, como ese escenario al mismo tiempo innarrable (para el centro) donde se da cita esta escritura y la propuesta de estos sujetos que dentro de lo excluido son al mismo tiempo acallados, obligados a amar desde el barro, a amar desde el dolor, el doler, el dejar. A ser significantes del silencio. Poco a poco este prólogo quiere también transformarse en otra cosa, en hacerse partícipe de este peregrinaje, y también soslayar sus supuestos teóricos, no ser sólo un espectáculo más de lo especular: decir nuevamente con Debord que “lo que pone en relación a los hombres liberados de sus limitaciones locales y nacionales es también lo que les aleja”. Es así que la lectura –seria, académica, densa— de Desmadrada, me propone alejarme del autor para evitar las suspicacias que imaginé al principio. Sin embargo, no puedo decidir si soy libre para reconocer sus mecanismos, si aún tengo presente el abrazo de Moraga, esta vez con traje y corbata, en la Biblioteca Regional de Puerto Montt. Poco a poco esto se va transformando en una carta, y se refiere poco a poco a un tú. Te escribo a ti, Manuel Moraga. Y esta carta nos acerca.

Manises, Valencia, 24 de enero de 2006.

 

 

 


[1] Actualmente Manuel Vidal.

 



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Prólogo al libro "Desmadrada" de Manuel Moraga Vidal.
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