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Las puertas de Oriente


NERUDA EN BIRMANIA


Cristián Barros

Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 14 de Julio 2006


Hay dos lecturas polares que realiza Occidente sobre la India y la península indochina. La primera, y más antigua, ve en el subcontinente un reservorio de atraso, servilismo y superstición, no obstante la exuberancia de los decorados locales: actitud que ha sido denunciada por críticos del estilo de Edward Said, quien ha trazado la genealogía en la cual convergen literatura europea y propaganda imperialista. Típicas de tal alianza ideológica son las creaciones de Kípling o Conrad, donde, explícita o implícitamente, se expresa el complejo de superioridad de Occidente respecto del hemisferio vecino. Pero el prejuicio de la "carga del hombre blanco" no tardaría en hallar su reverso: un discurso que presenta a la India como una patria metafísica; una sociedad jerárquica y funcional, regida por el ritual y no por el comercio. Se trata, claro está, de un sueño muy acariciado por el ala conservadora de la inteligentsia decimonónica, especialmente en Alemania: nostalgia afín a la sensibilidad posromántica, ora en su vertiente popular y diletante —la teosofía de Mme. Blavatsky—, ora en la culta —la psicología de Jung—. En suma, el modelo que ofrece India a ojos de la modernidad es una sociedad que ha mitigado el malestar político a través de la consolación religiosa, hallando en el expediente de la reencarnación un paliativo simbólico para su inmovilismo práctico.

La mirada de Latinoamérica sobre Asia no deja de ser por ello menos interesante. Es el espejo que tiende una periferia colonial sobre otra. De ahí la relevancia de Neruda, y en no menor medida la de Octavio Paz. Este último, en efecto, celebra el canto de cisne de un mundo que parece flotar en la trascendencia, mientras Neruda realiza un retrato amargo y naturalista sobre el Oriente de entreguerras. Desde ya, el acierto de confrontar a ambos autores — invocándolos en un epígrafe— pertenece al crítico y biógrafo Hernán Loyola, cuyo último trabajo se detiene pormenorizadamente en torno al episodio birmano del poeta. La anécdota, protagonizada por la memorable amante del chileno, Josie Bliss, es rescatada por Neruda en diferentes registros a lo largo de su vida, y ha sido un tema acariciado por varios autores de ficción, entre los cuales yo mismo me cuento. Conspira contra el curioso, sin embargo, la precariedad de los documentos, con que gran parte de la tarea de reconstrucción deviene un ejercicio especulativo, más o menos fundado por fuentes secundarias. Tratándose de Loyola, esto ha alcanzado un verdadero virtuosismo. Sirven a su causa los textos contemporáneos de George Orwell, a la sazón también en India, cuya novela Burmese days (1934) presta un excelente contrapunto a la hora de revivir el exilio consular de Neruda. Paradigmáticamente, ambos escritores suelen coincidir en sus apreciaciones sobre las miserias del colonialismo, desmitificando las bondades del Dharma y penetrando en los intersticios de un paisaje degradado y espurio. Loyola atribuye la protesta de Neruda, dirigida al medio del cual era entonces huésped, en atención a su filiación anarquista y luego izquierdista. Pero esto no siempre resulta persuasivo. En realidad, Neruda también podía hacer demostraciones de apoliticismo y nihilismo, como resulta evidente en la posterior correspondencia con Eandi, donde declara abominar de los "poetas que cantan odas a Moscú".

Sí hay, en cambio, un patente pragmatismo, una necesidad de regresar a las materias del mundo, a los elementos, incluso a lo genital y escatológico. Aquí entra de nuevo, precisamente, el rol de su amante nativa. Ella precipita al poeta en una suerte de dialéctica de la castración, acechándolo cuchillo en mano durante la víspera de su escape a Ceilán, donde será recolocado por la Cancillería chilena. Importa notar, tal cual lo sugiere Loyola en su biografía, el halo arquetípico que ofrece el cuchillo de Josie, emblema de una masculinidad extrapolada, que en manos de la aborigen se convierte en un arma fálica; el gesto de enterrarlo es, por lo mismo, un exorcismo que pretende devolver al poeta sus fueros viriles: hacer del cuchillo un placebo vacío de significado. La clave que nos propone el biógrafo a partir del poema "Tango del viudo" —considerando el riesgo de incurrir en el kitsch psicoanalítico— tiene visos de plausible, sin perjuicio de permanecer en el plano de la hipótesis literaria. En cuanto al carácter de la birmana, Loyola hace bien en buscar paralelos con el personaje femenino" de Ma Hla May, la torpe heroína del relato de Orwell. El dibujo de ambos caracteres persuade por su solvencia etnográfica, aunque remita, casi fatalmente, al estereotipo de la amante salvaje, tradición inaugurada en Occidente por la Sulamita del Cantar de los Cantares: "Nigra sum sed fermosa...". Con todo, Josie Bliss es también la cifra de un continente. Resume las omnipotencias de Asia, e igualmente su alienación. A diferencia de Paz —y aun de otros escritores chilenos sirviendo similar posición diplomática, como D'Halmar y Serrano—, Asia representa para Neruda un retorno a lo concreto y un rechazo de la ortodoxia turística y sus concomitancias fetichistas.

En esto Loyola es siempre rotundo: Residencia en la tierra no acusa el fervor —más bien tópico— de los orientalistas conservadores. No hay paraísos védicos ni brahmanes que juegan a la eternidad, conforme esperaban los simbolistas franceses, sino sólo ruina cubierta de oropeles. No hay éxtasis, sino decadencia y olvido. Ni siquiera hay propiamente individuos, sino una masa voluble y ciega. Contra lo supuesto, la influencia del escenario ha operado en un sentido inverso: Oriente ha repatriado a Neruda al horizonte de lo terrestre, a la raíz de los objetos y no a su ectoplasma. Pero esta laboriosa lucidez ha costado lo mismo que un parto, ha sido tal vez un nacimiento negativo. De ahí el luto que impregna a los poemas del primer ciclo de las Residencias. Así pues, Neruda encarna un "tercer momento" en la actitud de Occidente para con la otra parte del globo, típicamente moderna, secular y cosmopolita. Pero ya no hay fe en la "carga del hombre blanco", sino un tímido escepticismo, a veces teñido de tonos ominosos. Habría que esperar la Guerra Civil Española para que su intuición política madurase lo suficiente. Entretanto, el espectro de Josie exigiría nuevos exorcismos y nuevas alquimias, para al cabo verse reducido a una vehemente brizna de memoria, esporádicamente recobrada.

 

Imag. Jimmy Scott


 

 

 

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