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Residencia en la tierra, de Pablo Neruda



Por Alone
Diario La Nación, 24 de Noviembre de 1935

 

La psicología moderna repite continuamente una verdad que evitaría muchas discusiones si la entendiéramos a fondo, y la tomáramos en cuenta: la multiplicidad del yo. No somos un solo ser, sino una sociedad de seres, a veces una sociedad organizada, dirigida por un poder único, digamos una monarquía, a veces un conjunto flotante de potencias descordes que tienden a rebelarse, a la manera de ciertas repúblicas, en todo caso, aglomeraciones de individuos que no tienen de común, sino el nombre. La pereza mental y las exigencias del lenguaje, grandes simplificadores, olvidan estas enseñanzas en la práctica, y trazan una línea recta donde sería preciso seguir caminos paralelos, entrecruzados o divergentes. De ahí los choques y las desinteligencias. De ahí la condenación cerrada de una parte y el elogio sin medida ni atenuante por la otra. El concepto de la unidad antigua, rígidamente canalizada en el mundo interior como en el externo, necesita romperse para que coexistan los contrarios, y puedan llegarse a comprender no sólo dos personas que opinan de distinto modo, sino una misma persona en desacuerdo consigo misma.

Buen terreno de experimentación para comprobar este aserto nos parece la poesía de Pablo Neruda, el chileno que, después de imponerse entre la juventud de su patria, esta conquistando los mayores triunfos en tierras extrañas.

Son muchos los lectores que experimentan con sus libros mortal desasosiego, y hasta una indignación incontenible.

Lo consideran idiota.

Bien.

Para el admirador incondicional del vate, la cuestión se zanja fácilmente; a su vez declara idiotas, a los que no lo entienden. Y asunto concluido. Como siempre ante las escuelas y personalidades nuevas, quedan dos campos antagónicos que el transcurso del tiempo se encargará de acercar hasta confundirlos.
¿Cómo sucederá ello en el caso de Neruda?

Descontando la acción de la costumbre que quita a unos el horror, y a otros el placer de la sorpresa, parécenos que tanto éstos como aquéllos deberán atenerse a la infinita y compleja multiplicidad de las corrientes psicológicas y reconocer, como dice el axioma, que "hay de todo en la viña del Señor", y la presencia del orden no excluye la de extensas zonas en que el desorden prima.

Más aún, estas porciones locas, esos prados revueltos, esos rincones de locura, constituyen una necesidad y un punto de refugio tan indispensables al espíritu, tan reposadores y tonificantes como las amplias avenidas de diseño armonioso y los jardines rectangulares, por donde pasea la mayoría. Cansan, a veces, la cordura y la lógica estrictas. Los pequeños seres inferiores, los homúnculos que componen al hombre total, no se satisfacen con iguales alimentos, y piden su pan y su fiesta propias, quieren una danza no sujeta a ritmo, y una vestidura que no sea uniforme. Perecerían, empobreciéndonos, si los quisiéramos disciplinar demasiado. Hay que soltarles, de cuando en cuando, las amarras y dejarlos correr al aire libre... Es lo que hace el mundo moderno, en religión, en política, en sociología, en moral, en el terreno filosófico y artístico. ¡Afuera los presos! ¡Abajo las cadenas!, el nudismo, que tan poderosa seducción ofrece a cantidades considerables de individuos, por lo demás, dignos de respeto, ofrece una imagen de esa liberación indispensable. Nudistas son los hombres de ciencia, para quienes no existen verdades absolutas; los filósofos, que tiran la brújula y se fían de la intuición; los políticos, que se dejan llevar por las masas hacia una vaga igualdad jerárquica; los moralistas, que pulverizan viejos principios establecidos; los escépticos en materia religiosa y filosófica, los sembradores de inquietudes intelectuales, y cuantos derriban puertas y abren caminos inéditos a la actividad humana. Pretender que los poetas se sujetaran, cuando todos se desbandan, sería la mayor de las locuras. ¿Con qué cuerda atar a esos pájaros? La música, las letras, la pintura, la escultura y hasta el sólido arte arquitectónico les ofrecen amplio campo de fecunda extravagancia, y lo mejor que podemos hacer es no sólo permitirles su juego caprichoso, sino dejarnos, aunque sea un momento, arrastrar por ellos, y sentir, siquiera fugazmente, su embriaguez maravillosa. No hay cuidado de que se pierdan y nos perdamos. El mundo es duro de romper y la costa del planeta resiste otra clase de sacudidas. La realidad, palabra más amplia que todas las fantasías, acaba por imponerse siempre, al cabo, y ya veremos a los expedicionarios de tierras desconocidas regresar de sus viajes frenéticos y sentarse alrededor del fuego para contarnos sus aventuras. Algunos quedarán en el camino. No oiremos más muchas voces que se alejaron cantando. Es el rescate de todo descubrimiento. Lo triste, lo peor sería que nadie se atreviera a dejar la casa, y cada uno siguiera dándole vuelta a la misma rueda de la misma noria.

Esta ansia de violar moldes, que ha existido siempre, dentro de cierta medida, en el mundo moderno adquiere, como todos los fenómenos, una velocidad vertiginosa: a las audacias de la física, que niega la materia y la confunde con la fuerza, sólo podrían oponerse los atrevimientos de la poesía anegada en el caos de las imágenes cósmicas y de las relaciones imperceptibles.

Y así como son las cabezas más sólidas de los sabios las que han anunciado las teorías más sorprendentes, son los más vigorosos temperamentos poéticos los que se aventuran más adentro en el océano sin límites y sin luces.

Unos gritan desde la orilla, otros hacen acrobacia cerca de la playa, el de allá sigue tal o cual estela de navegantes; desde nuestras tierras. Neruda se ha lanzado a grandes brazadas, luchando contra el oleaje y hasta ahora sostenido por las aguas, entre las espumas, bajo el cielo.

Confesemos que es, por lo menos, un hermoso espectáculo.

Se halla en plena fuerza creadora.

Su último libro trae ya una especie de serenidad segura, un rumbo. No causa ninguna impresión de esfuerzo. Hasta la grave tristeza que lo volvía monótono, se ha aligerado. Se siente al hombre libre y dominante. Ha roto la lógica y vuela entre las imágenes puras dueño de su destino. Casi nada más que colores y notas. Los conceptos mismos, los fragmentos de ideas, los asomos de pensamientos se tornan curvas fugaces de sistemas, reminiscencias desligadas, suelo y música. Diríase que todo su trabajo, fácilmente hecho, consiste en evitar la encadenación acompasada que lo llevaría a tierra y lo entrabaría. A veces, un hecho sólo pasa a través de la corriente poética; la muerte del amigo lejano; pero mil sensaciones dispersas, contrapuestas, contradictorias, mil inesperadas disonancias quiebran el ritmo vulgar, que evocaría otros ritmos, y la personalidad fresca e intacta se salva. Sigue soñando. ¡Cuidado con despertar! La poesía muere en cuanto abre los párpados. Toda clase de acentos lo llaman; pero lo matarían si obedeciera.

Claro que no podemos "entenderlo"; dejaría de ser en cuanto se le entendiera; bajaría a otro plano; se enredaría en la memoria común.

No hace mucho, un médico de avanzada —también los hay, como en todo— definía el carácter de la poesía clásica diciendo que lo era en la misma proporción en que podía olvidarse. Cuando una composición no se fija en la memoria, es posible releerla con virginidad de emoción, y se vuelve, por lo mismo, eterna. El arte clásico logra ese efecto, mediante la moderación de las imágenes y las sensaciones equilibradas en un conjunto armónico, suave, compuesto donde nada resalta individualmente y que causa una impresión de plenitud y bienestar indefinibles, misteriosos a fuerza de claridad y de fuerza oculta. No se agota, porque no se coge nunca íntegra. Con Neruda sucede algo parecido, por razones opuestas. No hay ideas, no hay síntesis accesibles a la fórmula; no hay ligaduras perceptibles a la simple vista. Es una masa compacta e impenetrable, una selva de aromas ciegos que zumban. ¿Cómo aprendérselo? Cuesta saber si uno ha leído o no tal página suya. Nos referimos a su último libro. Antes, Neruda no era sino el preludio —un preludio angélico— de Neruda. Ninguna imagen o sensación, ningún color o ritmo sobresale individualmente, y se destaca del conjunto. Es un ramo de rosas tan apretado, que cada flor parece un pétalo de la misma corola enorme. Y por eso, todavía resiste a la memoria y puede leerse indefinidamente, con frescura renovada. Por opuesto sendero, llega al mismo punto del arte clásico.

¿Quiere esto decir que nos gusta totalmente?

Complace una tendencia interna, llena una de las múltiples aspiraciones que integran la complejidad del yo, la que desea liberación, el pequeño rincón de locura que todos llevamos, más o menos sujeto, adentro. Hay otras porciones, otros pequeños o grandes seres que se sienten profundamente heridos por esta anarquía rebelde, hay seres en nuestro ser que reclaman lógica, proporción, armonía y melodía, individuos exigentes de lógica conceptual y de "historia". Tampoco es preciso desdeñarlos. Tienen derecho a la existencia. Dejémosles hablar y aún que califiquen de disparatada y absurda la belleza de Neruda. Permitiéndoles manifestarse, comprenderemos que tantos interiormente más disciplinados o menos ricos, pronuncien una condenación absoluta y quieran el fuego divino para el arte ultramoderno. Son fuerzas viejas y como han dominado mucho tiempo, se creen con derecho a seguir imperando.

Lo mismo que en política, en religión, en sociología, en ciencia...

El trabajo y el honor de quien observa a los demás y se observa a sí mismo consiste en distinguir y no hacer la síntesis matando tales o cuales elementos —eso no cuesta nada— sino considerando la existencia de todo, o respetándolos, aun cuando a primera vista parezcan elementos de anarquía y de muerte.

El pensamiento de que no es posible entendernos, porque somos distintos entre nosotros y múltiples dentro de nosotros, genera precisamente la posibilidad de entendernos o, siquiera, de tolerarnos, que es a un principio de entendimiento.

 
 

 

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Residencia en la tierra de Pablo Neruda.
Por Alone
Fuente: Diario La Nación
24 de Noviembre de 1935.