[…] Son todos mayores que yo, eso está claro. Dudo que de aquí a un par de horas
terminemos todos bailando los últimos temas de Madonna. Quintana, el catedrático, con
su bigotazo perfectamente recortado, grandes lentes poto de botella de diseño más o
menos antiguallo, su vaso de whisky en la mano, me pregunta si conozco a Matta.
—Sí, claro. Un maestro —me apuro en puntualizar.
—Por cierto, un verdadero monstruo de la pintura —replica él, de manera rápida y
asertiva-. No, pero me refería a si lo conocías a él, personalmente.
—No.
Quintana hace un movimiento como de aprobación con la cabeza.
—Yo lo conocí, sabes, hará cosa de quince, veinte años, aquí mismo en París. Siempre lo
he admirado de manera devota. Cuando una bella amiga me comentó que esa misma
noche iba Matta a cenar a su casa, me convulsioné entero, como una verdadera groupie.
Pero esa noche no llegó, simplemente no llegó. A María Elisa, mi amiga, que había
preparado unos platillos maravillosos, no le molestó ni le sorprendió mayormente este
hecho. Tú sabes, tiene que haberse quedado pintando, me decía ella con la mayor
naturalidad del mundo. A mí, que conocía bien la obra de Matta, que sabía de su universo
creador, de toda su potencia creadora, estas palabras me producían un efecto devastador:
Matta se queda pintando en su taller; Matta, en medio de esas grandes telas repletas de
estructuras, de ritmos y colores, se interna en ese mundo onírico, furioso, y sencillamente
desaparece, se pierde para el resto de los mortales, y esto es así, un hecho de una realidad
perfecta, lógica, incontestable. Ni te imaginas: esa misma noche ya estaba fastidiando a
María Elisa para que insistiera con el maestro. Te aseguro que fueron al menos dos o tres
noches con lo mismo: de Matta ni rastro. Una vez, sí, sonó el teléfono. Era él. Se
disculpaba, qué sé yo, había recibido unas visitas inoportunas. Yo incluso, sabes, pospuse
mi viaje de retorno a México. Todo por conocer al maestro, al genio.
El profesor de Iowa City echó un sorbo a su whisky.
—El hecho es que Matta llegó. Cuando menos se le esperaba, finalmente llegó. Y, te digo,
no lo hizo de cualquier manera, no. Se presentó perfectamente puntual, obsequioso,
formal, vistiendo un traje azul oscuro y una corbata de humita, de seda. Sus cabellos
disparatados, encanecidos, sus grandes lentes siempre algo torcidos, su rostro mapuchino,
vasco-mapuchino: la cabellera indócil, la quijada prominente, el cuello escaso, la estatura
discreta. Yo, de más está decirlo, estaba en estado de shock. No era precisamente un
jovencito inexperto, ni mucho menos tampoco era la primera vez que tenía la oportunidad
de compartir con una figura de su nivel, ya sea del ámbito del arte, la literatura o la
política. Pero con Matta, y no exagero ni un punto, se produjo una situación especial. Es
posible que toda esa seguidilla previa de postergaciones haya generado una expectación
particular, no lo sé, es posible, pero lo concreto es que me costó reaccionar. Me costó
trabajo reaccionar, sí, y quizá, te confieso, ¡no haya logrado reaccionar durante toda la
velada! El profesor lanzó una risotada lenta, profunda, sonora. Sacó un pañuelo de un
bolsillo y se lo pasó por los bigotes y la comisura de los labios.
—Matta es un genio, y ahora que pasó ya los ochenta sigue pintando con un ímpetu que
ya se lo quisiera un veinteañero. La verdad es, Daniel ¿no?, que a mí los pintores siempre
me han parecido unas criaturas privilegiadas, me producen, te lo confieso, una envidia
feroz.
—¿Envidia? —repetí, entre espantado y aturdido.
—Pues sí, la vida de taller, la praxis de ese oficio tan grato, tan hedonista, tan placentero,
esa relación de sensualidad, de reflexión, con las formas, el color… En fin. Ustedes son
criaturas privilegiadas. Tienen muchísima suerte. Además siempre se vinculan con mujeres
guapísimas. ¿No es así, L.?
L., que estaba en el otro extremo de la sala, muy sentado en su cómodo silloncito
conversando con la gorda del turbante, dirigió la mirada hacia nosotros, y en tono amable,
respondió: —Pues, claro, qué duda te cabe. Todos los pintores son unos grandísimos
vividores. Y gozadores —agregó, con escrúpulo de escritor, anulando la cacofonía con la
reiteración.
