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"Cuando tú te hayas ido..."


Por Rosa Alcayaga


"Aquel que camina una sola legua sin amor,
camina amortajado hacia su propio funeral".

(Walt Whitman)

 

No hay peor pesadilla que los recuerdos.

Esa noche mis ojos quedaron abiertos. Luego de aquel encuentro el sueño no llegaba. No había paz en mi cuerpo. Es difícil acostumbrarse a la partida. Sabes que siempre habrá nuevos amantes y como siempre sabes que habrá nuevos desgarros.

Sólo espero.

Esperas aquella mirada diferente, la mano que se queda un poco más en la tuya, aquel roce imprevisto, ese olor especial, el calor que asciende lento que llega hasta tu garganta y hace tragar saliva.

Y esperar algo que no sabemos ni cuándo ni dónde me destroza por dentro. Pero no puedo renunciar a los amores furtivos. No hay alternativa. Ya ni siquiera busco respuestas porque he ahogado las preguntas. No tiene sentido. No tiene sentido. No tiene sentido...

mil veces repitiéndolo, pero el deseo
aún no muere
y lo aplaco sólo por breves segundos
cuando alcanzo la cima del placer.
Sólo espero.

Lo conocí por casualidad como a todos este último tiempo. Fue en abril de 1997. El otoño es amarillo y naranja en el sur del mundo. No existen tonalidades más sugerentes que las de un sol tibio de media tarde sobre los árboles abrileños en un Santiago que se ahoga. Nos veíamos tres veces por semana en una radio capitalina. Recuerdo esa casona señorial, triste, abrumada por la falta de recursos. Sólo la sostenía su historia. Árboles umbrosos. Una lluvia de hojas desnudaba sus ramas. Caían como pequeños soles apagados. Y un hombre sin dientes, que nos sonreía entre pícaro y socarrón al vernos partir juntos, arrastraba todo con su brazo de palmera.

Él era veinte años más joven. Nunca antes lo había visto. Alto. Tímido. Ojos verdes preguntones. Ávido de deseos, pero lleno de miedos que asomaban negreando aquel par de lagunas color esmeralda. Miedo que adquirió bajo el alero de esas madre que piensan que todo es pecado. Desmedidamente ingenuo. Preso de temores secretos. Intuyo que arrancaba de un íntimo desasosiego incontrolable que pudiese amenazar su tranquilidad bucólica. Presentí que era un hombre mutilado por los diez mandamientos.

Para él tuve el encanto del desparpajo. De lo prohibido. No sólo por mi lengua que disparaba frases libertinas desde el primer día en que nos vimos, sino, además, porque él dijo no conocer a ninguna mujer comunista militante. Era increíble. No hubo razones para mentir. Dijo provenir de un hogar de padres demócrata cristianos. A regañadientes, él también sentía que lo era aunque sólo fuese por tradición familiar. A lo mejor quiso participar a la distancia, al trasluz, de un ayer que no conoció de cerca porque le vendaron los ojos. O quizás quiso deleitar su existencia de joven solitario. O para reivindicar la ausencia de leyendas. A lo mejor yo pretendí entusiasmarlo con aventuras imaginarias, de falsas valentías, en las que uno se escuda a la hora de los recuerdos frente a un mozo que te halaga.

Con él me sentí joven otra vez. A pesar de los espejos.

Un día estábamos en un lugar en aquella Providencia desgastada por los años, en que ajenos al mundo conversábamos y de pronto tres pares de ojos con falda me miraron con asombro insolente. Me sentí incómoda con la sorda y brutal recriminación. Ellas debieron tener su edad. Fue un detalle, pero en sus caras pude leer la fecha de mi nacimiento. Ni siquiera se lo comenté. No había razones para hacerlo. Estábamos tomando té. "Ella decía qué injusto es dios o la naturaleza que hace ridícula a una mujer de cincuenta años liada con un muchacho de veinte y si es al revés todo el mundo lo encuentra normal", rememoró ese cuento de Onetti llamado "Luna llena". ¡Qué sarcasmo!, escrito por un hombre, pero recordé a tiempo, sin embargo, que él decide matarla. Reflejo de nuestro eterno entierro como las siemprevivas en manos de algún sepulturero. Inquieta. Inquietud perpetua. ¿Será porque las mujeres que arrastramos ansiedades largas, que amasamos en caminos áridos por un perverso sino, nos preocupamos en demasía? O nos condenan por los arquetipos de la modernidad, esta última que junto con regalarnos más años nos arrebata el gozo de elegir a un hombre. Todavía nos eligen. Y es mentira: no todas seremos reinas porque no habrá trono para las que no sean princesas. Ni siquiera para ellas .

Ambos teníamos miedos diferentes. Pero no los compartimos.

Con él era especial.
A él le gustaba escucharme. A mí me gustaba que me escucharan. Me divertía su risa nerviosa cada vez que un descuido entrelazó nuestros dedos. Y sus ojos desviaban el rumbo cuando asomó de soslayo el peligro .

El café a la salida era imperioso. Conversaciones largas sobre libros. A él le gustaba Jorge Luis Borges. En esos días yo leía a Marguerite Duras. Mucho sobre nuestras vidas. Calles estrechas nos guiaron sin ruta precisa. Fuimos acostumbrándonos. No podíamos prescindir de ese tiempo. Horas robadas a la rutina diaria del pan nuestro de cada día. El viernes ya no me gustó. Y el lunes lo anhelé desde que nos despedíamos. Sólo nos separó el miedo: a mí me pesaron los años; a él su vida de recién casado. No había aprendido aún las mañas de hombres que cuentan sus pesares hogareños como anzuelo. Que el sexo con otra mujer era perverso mientras la suya anhelante lo esperaba sobre la cama de estreno reciente. No sé si entendió que no hay lugar para planes. ¿Para qué? ¿De qué sirven los planes? Si de pasión se trata sólo hay que darle cauce. A veces no es más que un reventón tropical como esa lluvia caliente que baña nuestro cuerpo y que dura lo que un suspiro. Luego el cielo se despeja. No puede echar abajo un edificio sólido. No nos vengan con cuentos.

Así llegó el último día de ese año. Si hasta la rutina tiene fecha de muerte. Como todo. Ante la inminencia de una separación definitiva, finalmente, la fascinación de lo ajeno, lo atrapó. Llegó a mi departamento. Yo simplemente aguardaba.

Sola. Tendida sobre la cama los recuerdos rondan punzantes. En esa frontera difusa del duermevela que nos derrota con su dulcedumbre lánguida y pastosa, que nos aprisiona sin defensas, saboreamos placeres pretéritos. A la espera de nuevos sudores y de secreciones errabundas tratamos de fijar olores de trasnoche que invoquen al sexo. Son reminiscencias que se transforman en verdad a fuerza de tanto evocar. Permanecen porque uno les da sentido. Te traicionan también, pero igual atrapas una vez más el sabor del encuentro. Después tan sólo quedan las vibraciones lejanas de aquella música que tú tocaste a dúo con alguien del que se va borrando hasta la silueta. Por eso cruzar la frontera de lo onírico hasta (re)vivir de nuevo lo que se ha sentido para recrear una y mil veces los silencios de la oquedad del corazón puede convertirse en una dramática forma de existencia... "Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras, cuando tú te hayas ido, con mi dolor a solas evocaré ese idilio de las azules horas, cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras....". Como el pasillo abolerado que escucho al anochecer cuando descascaro, insistente, el día en que enloquecí con su carne y sus besos.

Sentí sus dedos recorriendo suavemente mi cara. Luego su mano larga que buscaba la mía, pequeña y fea. Ellas tejieron su propio espacio. Su boca recorrió mi cuello y su lengua se anidó en mi oreja. Aún me queman los oídos. Un estremecimiento profundo. Ese hombre me dislocó. Sentí que los cuerpos húmedos pueden latir frenéticos al unísono.

Ahí estaba su lengua golosa. Hurgando en cada laberinto. Rendida ante el placer buscaba lo inalcanzable. Caliente. No hubo límites para mí en ese instante solamente los que ambos nos impusimos constreñidos por aquella barrera hecha de miedos, distintos en su origen, que siempre nos frenan. A él lo atraía el abismo que está más allá de sus propios límites. A mí sólo el deseo. La pasión por su carne, sus huesos, sus manos, por sus besos jugosos. Me enloquecía.

Un dedo suyo bajó curioso por mi cuello y lo guié por entre mis senos pequeños. Le pedí a su boca que jugara con mis pezones. Le supliqué, succiona fuerte. Enredada en sus muslos fuertes, sobre el pecho lleno de pelos. Nunca antes los había sentido. Tuve hombres a los que quise por mucho tiempo sin la menor sombra pilosa en su torso.

Me inundó con su saliva.

Como la suya, mi lengua crepitaba en busca de huesos y de carne, de más gozo. Descubrí que con vino derramado en su ombligo podía lamer el camino, ansiosa, pero lenta, persistente, hacia su pubis con impúdica desvergüenza. Libidinosa. Concupiscente. Segura de mi destino. Dejé una estela ígnea a mi paso para intentar la posesión de aquel ejemplar que se mostraba enhiesto, en toda su magnitud y potencia. Abrí mi boca. Trató en vano de apartarme para no sucumbir de inmediato. Mi saliva lo trastornó. No lo dejé. Una y otra vez. Subir y bajar. Con tierna y atrevida habilidad hasta que gritara hasta el límite pero sin dejar que derramara ni sola una gota. Me gustó llevarlo al precipicio. Una y otra vez.

Vino una tregua.
Retuve mis ansias.

El calor me inundó macerando la espera. Cada centímetro anhelante frente a una expedición en ciernes. Allí estaba aquel cíclope perfecto. Erguido. Desafiante. Decidido. Dispuesto para su marcha vibrante. Era la hora del reclamo pidiendo que por favor entrara. Hendió con fuerza, como me gusta, sin vacilaciones, en el desfiladero húmedo y profundo. Cada momento igual a millones, pero totalmente diferente. Era el mío. Sólo mío. Redescubríamos el sexo en esa juerga que parecía no tener término, girábamos sin perder el ritmo y en ese ir y venir de cuerpos, sentir su vigor penetrante era imprescindible, pero necesitaba el murmullo dulzurado de su voz.

- Dime te quiero, por favor-, supliqué muy quedo. Sus ojos escondidos en algún recodo de mi cuerpo evitaron mirar.

- ¡¡Dime al menos que te gusta!!-,grité.- ¡Dímelo! ¡Por favor!, le repetí casi llorando de rabia.

Y supe que todo aquello lo atormentó. Era claro como un cielo límpido al mañanear luego de la tormenta, que no habría respuesta. Intuí que quiso gritar a todo pulmón, igual como lo hice yo, pero el pecado original no pasó en vano, estampó su tatuaje, le ató las palabras y no pudo pronunciar ni una sola sílaba. Sólo aquellos estertores sordos que escapaban de su pecho, sin riendas ya para detener aquel deseo que a esa hora lo tuvo atado a mí, al menos por un soplo.

Con ilusiones famélicas partí a la aventura. Encumbré en pelo sobre aquella montura y troté con ritmo y cadencia. Cada vez más liviana. Volaba. Sentí el viento golpeando en mis sienes. Con los brazos abiertos y a cara descubierta. A horcajadas. Busqué sus manos las que a modo de soporte me sirvieron de punto de apoyo para marcar el vaivén de mis retozos. Así pude acercar su cuerpo al mío. ¿Cómo transformarnos en un solo yo? Mantuve mi torso erguido como una amazona sobre mi caballo, galopeando firme sin descanso.

- Tus ojos son bellos.-, fue lo único que me dijo.

"En el amor, sin duda, todas las mujeres tienen bonitos los ojos...", dijo la Duras en Hiroshima mon amour, el libro que estaba leyendo. A la hora del amor todas somos hermosas, pensé. Esas palabras en aquel silencio rauco fueron un aliciente en esa travesía que tracé sola. Los labios entreabiertos. La frente sudorosa. Mi pubis ensopado como los caldos calientes y ricos del sur a la hora del crepúsculo servidos en tazones que uno coge siempre a dos manos para que la temperatura suba lenta deliciosa hasta sentirla en los huesos aliquenados. Cabalgué con deleite. Subir y bajar. Le pedí que me mordiera. Saboreé con mis labios su lengua muda. Y seguí el compás de aquella jácara que brotó de mi clítoris. El supo descifrar aquel solfeo e hizo retumbar el tambor del sexo con su baqueta caliente en aquel trébede hecho de madera con forma de cama. Sincronía por una sola vez que nos asaltó por sorpresa. Irónico.

De pronto la explosión. Sólo la mía. Atravesada por completo. Herida de muerte.
Ante el mutuo conocimiento, el silencio breve.
El renovó sus bríos.
El deseo lo perturbó, pero su pene resistía.

Mis explosiones en cadena, una detrás de otra, agitaron la oscuridad y mis gritos cruzaron las paredes y violaron el sueño de vecinos desprevenidos. "Orgasmo múltiple le dicen, como le gustaba a ése del que sólo me quedaron grillos y que me dejó hace un tiempo, del que ni siquiera queda calendario en mi mente", pensé. Mis sensaciones candentes en un bullebulle estrambótico dejó brasas a su paso por todo los rincones de ese cuarto, que se llenó de tonos amarillo naranjo con luz propia únicamente para nosotros. Chisporrotear de sonidos que se estrellan contra nuestros oídos y que en un intento desesperado buscamos convertir esa locura en realidad imperecedera. Perseguir la eternidad, lo eterno, lo que no se puede tener, lo que no tenemos porque nada es eterno. Porque la eternidad no existe y el ayer no se puede reconstruir. Muere instantáneamente.

En esa cascada de placer sin límites que encendió el cuerpo de mi amante
vino la arremetida final para su larga faena,
su lava ardiente y lechosa color ceniza
de sabor ácido escapó,
recorrió minuciosamente cada víscera cada recoveco mío, mojó quemó fundió ambos deseos, sus últimas descargas logré atraparlas en mi boca y las esparcí en su cara y revolqué mi pelo en el semen, en el último estertor cavernoso que nació de su garganta
nos estrechamos con fuerza, entramos
a una nueva dimensión,
en una espiral, la nuestra: la mía.
Pero el tiempo avanza sin piedad.
No se detiene. No se repite.
Los minutos escurrieron irremediables.
Por eso soñamos con la muerte para que selle una quimera.
No pregunté nada porque temí una única respuesta.
Me dio un beso esquivo.

Se sentó a un costado de la cama. Sólo vi su espalda desnuda. Inclinado buscó su ropa. Me pidió que encendiera el califont. Preguntó como funciona la ducha. Todo a oscuras. No serían más de las once de la noche. Volví a tenderme. Él se levantó. Encendió la luz del baño tras la puerta cerrada. Escuché el sonido del agua cayendo. Dónde está el jabón. Qué toalla uso. La del lado derecho. La de color verde. Está limpia. Peineta. Sólo tengo cepillo. No pasaron más de cinco minutos. Fue todo tan rápido. Las luces de la calle iluminaron mi cuarto a través de una ventana desnuda. Apuró el tiempo. Primero su calzoncillo. Los calcetines. La camisa. Los pantalones. Zapatos. Impaciente. De una buena vez agarró su chaqueta y se marchó. Te llamo otro día, me dijo, sin mirar atrás. Sentí que el silencio arde donde existió el roce de los cuerpos. La soledad no duele. Es el hueco de la cama el que te hiere.

Y se fue.

Debí quedarme dormida. Me despabilé inquieta. Pero el bolero siguió despierto repitiendo una y otra vez aquellas estrofas nostálgicas. "...En la penumbra vaga de la pequeña alcoba donde una tibia tarde me acariciaste toda, te buscarán mis brazos, te besará mi boca y aspiraré en el aire aquel olor a rosas, cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras...". Me pareció sentir el ruido de las hojas secas que arrastraba el hombre sin dientes con su brazo de palmera y que reía a carcajadas al vernos salir de esa casona triste agusanada de años y que visité tres veces por semana hace algún tiempo atrás.

De nuevo el rumor de la calle.

Y el recuerdo de su lengua intrusa en mi oreja aún me trastorna. Estoy desnuda. Cubierta sólo por las sábanas que dibujan mi silueta híspida. Sé que él estuvo. A veces pienso que no fue verdad. Que sólo imaginé. No sé si todo fue real. Le reclamo al olvido su inasistencia.

Como nos pasa a todas tuve que buscarlo. Me resistí. Dicen que no nos comprenden. En realidad nosotras no comprendemos como pueden olvidar tan fácil. O a lo mejor no olvidan, pero saben pelear mejor sus guerras. Desde que el mundo se fundó con rostro de hombre, los que han inventado los mitos guerreros, la violación, y al dios con falo con poder omnímodo tras destruir y someter a la gran diosa, saben utilizar mejor las defensas. Una buen repliegue es su mejor ataque. Finalmente, me dejé llevar por las emociones. Llamé. Vino. No abrí la puerta. Incauta, pensé, volverá con más ganas. No quería terminar con mis alas quemadas. Sin embargo, uno no aprende. No quise reconocerlo. Pintarrajé una bonita película de mujer sabida, pero mi historia iba cayéndose en pedazos como los leprosos ven desprenderse la piel hasta perder los contornos.

Lo encontré muchos meses más tarde, por casualidad, perdido muy de noche en una calle cualquiera. Me llamó. Apenas por un segundo bebí de su aliento. Promesas de volver a vernos. La desdicha empedró largas semanas de espera. Mordí mis manos y mi boca para callar y apagar el deseo. Jugué como lo hacemos siempre. A tientas, sólo con mis instintos. Me enredé en mi propia trampa porque los siglos no desaparecen de una plumada. Ese hombre dejó huellas que trato de borrar, pero sus pasos retrucan en mi mente y se hunden exactamente en el mismo lugar asentándose como la hierba quemada. Todo mi cuerpo hipa y me estremezco suspirando profundamente.

De un día a otro el viento empezó su trabajo y lentamente inicié aquella larga caminata en pos del alivio que nos regala el semiolvido porque nunca olvidamos realmente sólo acomodamos nuestra memoria para seguir con vida. No nos enseñan a resistir. Lo que hacemos es sobrevivir sobre un piso movedizo.

Aguzo mi razón enclenque. Enfoco sólo ese día preciso. Me gustaría libar de su cuerpo mil veces más. La diferencia es que hoy no me destrozo los nudillos. Pero no me engaño. Si me llama iré descalabrada. Habré de serpentear por el borde del despeñadero de un placer efímero y desafiaré al vértigo que desde niña me persigue. Ignoraré el peligro y desviaré la mirada para engañar a la razón que con sus malditos ojos inquisidores me acusa. Frente a frente. Con ese hombre por delante no tendré escapatoria. Me tiraré desde lo alto al fondo del volcán donde sus llamas me abrasen, al encuentro de mi propio abismo, ése que uno nunca reconoce. Si no lo hago con él lo haré con otro. Porque ese día cuando mis recuerdos se burlan de mí, enloquecí para siempre.

Uno nunca aprende que
no logramos detener el amor
mas sin alternativa
el camino repite la huella, por eso:
sólo espero.

 

 


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