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a la intemperie*


por Roberto Bolaño
* Entre Paréntesis (casi, crónicas), Anagrama, 2004.



Hace muchos años, cuando era joven, un amigo me mostró una antología de poesía contemporánea en lengua española, de las muchas que cada año circulan por ahí con más pena que gloria. Esta había sido hecha en Chile, uno de los antólogos era un poeta de cierta valía y su particularidad consistía en que al menos la mitad de sus páginas estaban dedicadas a la poesía chilena. Es decir que si la antología tenía 300 páginas, 30 estaban dedicadas a la poesía española, veinte a la argentina, 20 a la mexicana, cinco a la uruguaya, cinco a la nicaragüense, tal vez 10 a la peruana (y no estaba Martín Adán), tres a la colombiana, una a la ecuatoriana, y así hasta llegar a las 150 páginas. En las otras 150 pastaban a sus anchas los poetas chilenos. Esta antología, de cuyo nombre y de cuyos autores prefiero no acordarme, define bastante bien la percepción que de sí misma tuvo en un tiempo la poesía chilena. Los poetas eran pobres, pero eran los poetas. Los poetas vivían del mecenazgo estatal, pero eran los poetas.

Hasta que todo se acabó. Entonces los poetas chilenos bajaron del Olimpo chileno (un Olimpo que, por otra parte, salvando los nombres de los cinco grandes, que tal vez sólo sean cuatro y puede que sólo tres, poca importancia tenía en otras latitudes), en fila india, a regañadientes, entre perplejos y atemorizados, y vieron cómo en su vieja residencia, la famosa Casa de las Becas, se instalaba una pléyade de escritores que a sí mismos se llamaban los narradores, las narradotrices, e incluso los nuevos narradores. Los recién llegados, como era de suponer, no tardaron en explicar este cambio de inquilinato con la palabra mágica de la modernidad o de la posmodernidad. Los narradores (a falta de cineastas) son modernos y, por lo tanto, son el espejo real en que una sociedad moderna debe contemplarse.

Los poetas, que hasta ese momento cultivaban con esmero, salvo algunas excepciones, la estética apocalíptica mezclada con el más grosero de los nacionalismos, no dijeron ni pío. Abandonaron el campo y se rindieron a la evidencia de las listas de ventas. Hoy Chile ya no es un país de poetas chilenos. Hoy difícilmente a un par de poetas chilenos se les ocurriría hacer una antología de la poesía contemporánea en lengua española en donde los chilenos coparan más de la mitad de las páginas. Esa soberana ignorancia, ese provincianismo amatonado hoy es patrimonio exclusivo de la narrativa chilena. Los poetas, los pobres poetas chilenos de entre 30 y 55 años, hoy inclinan la cabeza y no saben qué ha pasado, por qué de repente se ha puesto a llover, qué hacen ellos allí, parados en el campo, con la mente en blanco y sin saber hacia dónde echar a correr. Y eso, que en cualquier otra parte podría ser una pesadilla, en Chile es bueno. El estatus literario adquirido por medio de transas y triquiñuelas voló hecho añicos. La respetabilidad de la poesía se redujo a un puñado de polvo. Ahora los poetas viven una vez más en la intemperie. Y pueden volver a leer poesía. E incluso pueden leer o releer a algunos poetas chilenos.

Y pueden darse cuenta de que lo que escribían no era malo. Y en algunos no sólo no era malo, sino que incluso resulta bueno. Y pueden, aunque no quieren, aunque no deben, volver a escribir po e sí a (chilena).

 
 

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de Entreparéntesis (casi crónicas),
Anagrama, 2004.