Las patrias 
            de Roberto Bolaño
            
            Por Alberto 
                Magnet 
               En El Mostrador, 
            21 de Enero del 2005 
           
           
           
          “Hay exilios que duran toda una vida 
            y otros que duran un fin de semana.” 
            “Era un gran escritor. Un gran hombre. 
            Así hay que empezar, según un socorrista de la Cruz 
            Roja”. 
            Roberto Bolaño 
              
          
          A Bolaño siempre le interesó, si es que 
            no le obsesionó, la figura del guerrero. ¿Qué 
            guerrero? El guerrero de la Grecia antigua, o el guerrero de una Roma 
            donde los códigos del honor y la gloria literaria compartían 
            rango de importancia con la guerra. A Bolaño le interesaban, 
            en realidad todo tipo de guerreros. Le interesaban los guerreros de 
            la literatura, probablemente más que los de la 
Historia. 
            Probablemente le interesaba más un guerrero como Erdosain que 
            uno como Lavalle, prefería a Huckleberry Finn antes que a Patton. 
            En realidad, los guerreros de Bolaño no pertenecían 
            a la galería de los héroes militares. Bolaño 
            habla de Arquíloco, poeta y mercenario griego del siglo VII 
            AC, pero este soldado le interesa no por sus hazañas bélicas 
            sino porque en un momento de la contienda, arroja lanza y escudo y 
            huye de la batalla, un gesto heroico, hay que reconocerlo, en un mundo 
            donde los cobardes eran ejecutados sin contemplaciones. Para Bolaño, 
            el escritor era guerrero cuando arriesgaba, cuando daba todo lo que 
            tenía, cuando arrojaba la lanza y el escudo del escritor-mercenario 
            “moderno” y partía solo al encuentro de lo que la vida le deparara.          
          Las páginas recopiladas en Entre paréntesis 
            (Anagrama, 2004) por Ignacio Echeverría (el Iñaki Echevarne 
            de Los detectives salvajes), uno de sus grandes amigos, corresponden 
            a una cara del universo de Bolaño, o a una cara del escritor 
            y su quehacer que aún quedaba por descubrir. Son páginas 
            donde Bolaño se desenvuelve con soltura y desparpajo, sobre 
            todo, se mueve con asombrosa libertad en el mundo de la reflexión 
            intelectual y de la crítica, hoy en día convertido en 
            gueto, cuando no en execrable feudo de la corrección política. 
            Bolaño no intenta ocultarse detrás de sus juicios y 
            opiniones críticas sobre escritores del pasado y del presente, 
            de aquí y de allá, sin esconder la mano después 
            de tirar la piedra, una piedra que ha dejado cristales rotos a ambos 
            lados del Atlántico. 
          A través de estos discursos (insufribles, dice 
            él), de los artículos periodísticos y las crónicas 
            de este volumen, se reformula una pregunta ya antigua pero sin cuya 
            actualización la literatura no podría seguir viva: ¿Qué 
            es un escritor? ¿De qué materia(l) está hecho? 
            ¿De qué materia(l) están hechos sus devaneos? 
            ¿A qué impulsos responde su necesidad de internarse 
            por caminos desconocidos, como si el escritor perteneciera a la estirpe 
            de los últimos aventureros? En realidad, en un mundo explorado 
            y vuelto a explorar hasta convertir la aventura de antaño en 
            un safari de vacaciones de verano con coca-cola, no es una idea descabellada. 
            Las palabras tienen esa naturaleza cuasi vegetal, gracias a la cual 
            germinan continuamente nuevas e impenetrables espesuras, que corresponden 
            a otros tantos universos posibles. 
          El machete con que el escritor se abre camino en esa 
            espesura es el estilo, el estilo como “hilo único y solitario 
            del pensamiento”, como decía Barthes. No es de extrañar 
            que todo lo demás quede atrás y pierda relieve y relevancia, 
            la patria y el inventario de sus valores, que quede atrás ese 
            “sello común de la chilenidad, es decir, el sello común 
            de una infancia sumida en la niebla”, ni es de extrañar que 
            pierda relieve la idea de que el escritor –el hombre- ha de someterse 
            al concepto de patria, puesto que la llamada patria, además 
            de ser un dato puramente casual, no es más que un territorio 
            y una lengua –la de los padres. Lo que pervive es la lengua, porque 
            es ella la que nos permite asomarnos al mundo y, ya en esa primera 
            mirada, darnos cuenta de que el mundo es ancho y ajeno, y que se puede 
            recorrer, habitar, que las fronteras se pueden y se deben franquear.          
          El escritor trabaja “esté donde esté”, 
            y por eso no tiene patria. “La literatura, al contrario que la muerte, 
            vive en la intemperie, en la desprotección, lejos de los gobiernos 
            y las leyes, salvo la ley de la literatura, que sólo los mejores 
            son capaces de romper. Y entonces ya no existe la literatura, sino 
            el ejemplo.” 
          De alguna manera, la suerte de Roberto Bolaño viene a encarnar 
            la realización de lo que se perfila como uno de los derechos 
            humanos más elementales e irrenunciables de los tiempos modernos: 
            el derecho de poder escoger el lugar donde se ha de morir, ya que 
            no se puede escoger el lugar donde se nace. En muchas ocasiones, Bolaño 
            aludió a la patria. “Mi patria es mi infancia...” “Mi patria 
            son mis hijos...” Mi patria son mis libros, decía. Cuando aludía 
            a su nacionalidad, decía ser chileno, pero “lo mismo me da 
            que digan que soy chileno (...) o que digan que soy mexicano (...) 
            e incluso lo mismo me da que me consideren español.” El discurso 
            pronunciado con ocasión de la entrega del premio Rómulo 
            Gallegos es una entrañable –tan entrañable como laberíntica- 
            declaración de principios sobre su adhesión al ideal 
            bolivariano, no sólo en un plano literario, sino también 
            como metadiscurso político sobre el pasado y el futuro común 
            de los pueblos americanos.
          Tras el estallido de la barbarie que marcó a 
            su generación, la generación que en 1973 tenía 
            veinte años, la aventura chilena de Bolaño acabó 
            en el exilio, ese exilio en que Bolaño no cree, porque el exilio, 
            dice, es casi una condición del escritor por defecto, porque 
            “todos los escritores son exiliados por el solo hecho de asomarse 
            a la literatura”. Con el tiempo y los años, su singladura lo 
            llevó a tierras españolas, donde siempre se sintió 
            a sus anchas, virtud no desdeñable, porque a menudo los chilenos 
            se parecen a ese compatriota arquetípico que Bolaño 
            recuerda y que soñaba con volver a Chile a “besar suelo chileno”.          
          El oficio de escritor, en efecto, no se parece a ningún otro. 
            Ni al de policía, ni al de banquero ni al de deportista. Bolaño 
            no tiene una patria, tiene múltiples patrias, casi tantas como 
            libros ha leído. Tiene una patria en Conrad, y tiene una patria 
            en Kafka, en Mark Twain y en Stendhal... A diferencia del banquero, 
            que sólo es banquero durante el horario de trabajo, el escritor 
            es y trabaja, siempre y en todo lugar. El escritor sabe que la literatura 
            es un oficio peligroso que lo ha alejado para siempre jamás 
            de la patria del común de los mortales, cuyo suelo nunca llegará 
            a besar. Quizá por eso, como broche final de una reflexión 
            sobre la la identidad del escritor, dice: “Las putas, tal vez, sean 
            las que más se acercan al oficio de la literatura.” 
          
          
          Alberto 
            Magnet Ferrero. Escritor y traductor chileno radicado en Barcelona.